El debate sobre
prostitución no es nuevo dentro del feminismo. Ésta vieja institución
socio-económica ha atravesado sin problemas los sucesivos sistemas
políticos, culturales y de producción que se han dado a lo largo de la
historia.
Limitándonos al contexto europeo, en el s. XVIII
feministas e ilustradas – como Mary Wollstonecraft u Olympe de Gouges -
asistieron al acontecer del nuevo orden social ligado a la eclosión del
capitalismo industrial. A inicios del s. XIX pudieron dar cuenta de cómo
aquellas transformaciones habían afectado a las mujeres. Habían sido
excluidas de los grandes discursos filosóficos de la igualdad que
motivaron y legitimaron ideológicamente los cambios sociales, políticos y
económicos, pero sufrieron todas las desventuras que la acumulación de
capital produce. Por ejemplo, el aumento de la prostitución, que se
nutrió de la miseria urbana y desprotección social de las mujeres.
En 1840, Flora Tristán denunció en Mujeres Públicas
el funcionamiento de las redes de proxenetas y burdeles de Londres.
Describió amargamente los mecanismos de engaño y captación de mujeres
jóvenes. Alejadas de sus familias, eran retenidas en los burdeles;
primero los importantes y, a medida que su salud se resentía, eran
trasladadas a otros de más baja categoría. Unos diez años después,
morían a causa de múltiples enfermedades.
Tristán señala como
culpables a los industriales de la época y su hipócrita moral corrompida
por la riqueza generada por el nuevo modelo económico liberal. Muchos
después, Carole Pateman definiría la prostitución como una práctica por
la que los hombres se aseguran el acceso grupal y reglado al cuerpo de
las mujeres. Este acceso depende del capital del que se disponga, así
que se trata de una cuestión intrínsecamente relacionada con el reparto
desigual de la riqueza.
Con el sufragio, feministas de
clase alta como Emmeline Pankhurst, educadas para no ser más que las
respetables esposas sin voz ni voto de los industriales, denunciaron la
doble moral sexual de sus esposos y hablaron en favor de la abolición de
la prostitución. Como ocurre a las abolicionistas hoy día, fueron
acusadas de puritanas. En 1921, la feminista y comunista Aleksandra
Kolontái describió la prostitución como una oscura herencia capitalista
sin cabida en una sociedad basada en la igualdad social y económica.
A mediados del s.XX se publicó El Segundo Sexo. Simone
de Beauvoir analizaba ahí la consideración social de las mujeres,
incluyendo la prostitución y contemplando la vieja figura de la hetaira.
Como la geisha, la hetaira es la prostituta que ve aumentado su
valor de mercado gracias a la distinción de la opinión y las habilidades
artísticas. Es la prostituta hecha a medida de la élite cultural y
económica. Y ésta, a su vez, la proyectó para el consumo cultural masivo
con la “vedette” del star system hollywoodiense.
La más pobre de las putas, distinguida de las hetairas, la geisha
y el mito de Marilyn Monroe – así como la contrapartida de todas ellas,
la figura de la esposa y madre abnegada – tienen en común una
existencia definida por su sumisión a los intereses sexuales, afectivos,
reproductivos y sociales de los hombres. Y esto no cambiará por mucho
que llamemos “trabajadora sexual” a la prostituta.
Actualmente
encontramos voces defensoras de la prostitución como salida laboral para
las mujeres con pocas alternativas, alegando que es una profesión como
cualquier otra, a la que hay que reconocer unos derechos laborales
cuando se ejerce libremente. Estos argumentos descansan
indefectiblemente en el ideal liberal de la libre elección, una mina de
oro legitimadora para multitud de discriminaciones.
No
sorprende esta reelaboración de la legitimación, que se concreta a la
práctica en una mejora del servicio y más respetable acceso grupal y
reglado de los hombres al cuerpo de las mujeres. Pero es irónico que
precisamente la regidora de feminismos del ayuntamiento de Barcelona,
Laura Pérez, sostenga estos argumentos, que demuestran una preocupante
falta de conocimiento de la historia y teoría feministas. Recientemente
Pérez criticó una iniciativa abolicionista del Movimiento Democrático de
Mujeres por su ligereza, partidismo y comodidad. “Las prostitutas
también son mujeres” dice, como si las feministas abolicionistas arriba
mencionadas no lo hubiesen notado.
Contrariamente a la
tradición feminista, Pérez bien se guarda de señalar el origen de la
prostitución: el derecho tácito del hombre a acceder al cuerpo de las
mujeres mediante el pago. Su defensa de los derechos laborales de las
prostitutas esconde eficazmente la aceptación de la demanda masculina de
mujeres. Nada más ligero, partidista y cómodo que obviar las causas y
actuar sobre las consecuencias, y nada más cínico que hacerlo con aires
filantrópicos mientras se acusa a la oposición de no querer mejor la
situación de las prostitutas.
En el contexto actual de creciente
desigualdad, como en Barcelona, florece el discurso legitimador de la
prostitución. Desde activistas hasta intelectuales pasando por
representantes políticas se esfuerzan por defender esta institución
basada en la sumisión de la mujer y la desigualdad económica,
presentándola socialmente como una opción liberadora cuando se elije por
voluntad propia. Pero ¿Quién se beneficia? Fácil: el cliente.
Ciertamente, los engaños del proxenetismo se han sofisticado muchísimo
desde que Flora Tristán paseaba por Londres.
Marina Pibernat Vila es miembro del Movimiento Democrático de Mujeres (MDM)
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