Carlos Bonfil
La Jornada
Cadáveres exquisitos. La concepción original de El cuarto prohibido (The forbidden room, 2015), undécimo largometraje del canadiense Guy Maddin (La canción más triste del mundo, 2003)
y su codirector Evan Johnson, procede de un interesante proyecto
audiovisual propuesto por Maddin al Centro Georges Pompidou, en París, y
al Centro Phi, de Montreal. De un total de 100 cortometrajes filmados
en directo frente al público, El cuarto prohibido propone una selección cuyo cometido es rescatar fragmentos de películas perdidas (found footage) de
grandes autores, darles continuidad, e imaginar una trama nueva para
cada una. Se trata, en realidad, de un flujo de historias que se
suceden, de modo aleatorio y absurdo, como una mezcla de evocación
onírica y delirio surrealista. Lo que importa retener de ese ambicioso
proyecto artístico es su homenaje intenso, a modo de pastiche, a muchas
de las películas perdidas del cine mudo.
Hay, en efecto, un poco de todo en este catálogo de cine recuperado (un guiño tal vez a la iniciativa
Il cinema ritrovato, de la Cineteca de Bolonia,y su labor de rescate de cintas olvidadas o en deterioro). Así, para sugerir una pátina de realización antigua, los directores proceden a una saturación cromática, simulan imperfecciones y daños en la película, y cada episodio lo preside un actor o una actriz célebres (Charlotte Rampling, Geraldine Chaplin, María de Medeiros o el icónico Udo Kier), quienes en un estado casi hipnótico participan en una suerte de sesión espiritista. Imagine el lector la atmósfera lúgubre de El gabinete del doctor Caligari y valore aquí las múltiples variantes distorsionadas de ese universo fantasmagórico.
Una narración central sirve de hilo conductor a la película, y
en ella se relata la experiencia de varios hombres encerrados en un
submarino con 48 horas de oxígeno disponible y la visita de un leñador
que bien podría salvarlos. A partir de ahí se acumulan las viñetas
delirantes: entre las más logradas, las sucesivas lobotomías a un
fanático de mirar traseros incapaz de corregir su vicio, o el minucioso
manual, muy años 50 y muy british, de cómo tomar un baño de
tina. Muchas otras anécdotas parecen total y deliberadamente
arbitrarias, como la triste historia de un bigote o la invasión de
mujeres esqueleto o los antiguos pretendientes de una joven convertidos
en viscosos plátanos podridos, solicitando amor de nueva cuenta.
Hay algo en todo ello del absurdo surrealista de un Boris Vian
llevado aquí a extremos que ni siquiera un Michel Gondry pudo plasmar
con auténtica vocación apocalíptica en Amor índigo (2013), película basada en la novela La espuma de los días (1946). El también realizador de Dracula: páginas del diario de una virgen (2002)
ofrece en su nueva cinta el tributo más completo y novedoso tanto a las
curiosidades de la serie B como a las creaciones mutiladas o posibles
de un cine mudo en gran parte perdido para siempre. Un réquiem para la
cinefilia tradicional y los formatos clásicos. Una narración arbitraria,
dispareja y excesiva; sin rival a la vista, sin embargo, en sus
momentos de brillantez visual que, por fortuna, no son pocos.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional a las 12:15 y 17 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil
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