El representante en México del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Mark
Manly, señaló ayer que para el año en curso se espera en el país un
incremento de 20 mil solicitudes de refugio de migrantes
centroamericanos, es decir, 150 por ciento más que en 2016. El
funcionario internacional destacó que, ante el recrudecimiento de las
condiciones económicas y de seguridad en Centroamérica, a México le
corresponde responder a una nueva dinámica migratoria, y advirtió que se
debe buscar un equilibrio entre las medidas de control y la protección
de los derechos humanos:
si empujamos de un lado sin que haya salvaguardas a la protección de los ciudadanos que buscan salvar sus vidas, ellos van a buscar otras rutas más peligrosas (y) por ello hay que pensar muy bien antes de diseñar las medidas de control.
El representante en México del Alto Comisionado de Naciones Unidas
para Derechos Humanos, Han Arab, reforzó esta idea al señalar por su
parte que el país requiere una política migratoria con enfoque de
derechos humanos y no sólo de seguridad. En un encuentro en el Senado,
Arab dijo que
la sociedad mexicana tiene dos opciones distintas para reaccionar al cambio de política del vecino país del norte: la primera, defender a los mexicanos porque son mexicanos, sin preocuparse por los otros; la segunda, reflexionar sobre una política migratoria humanitaria que incluya a todos.
La postura de México en materia de migración se ha caracterizado
desde hace décadas por una dualidad: cuenta con una legislación y un
discurso avanzados y humanitarios, pero en la praxis los extranjeros
procedentes de países hermanos –tanto los que cruzan el territorio
nacional para atravesar la frontera norte como los que pretenden
permanecer en el país– son víctimas regulares de atropellos por parte de
grupos delictivos y de violaciones de diversa gravedad a sus derechos
básicos por parte de las propias autoridades migratorias.
La superación de esta contradicción entre los propósitos
legales y los hechos no sólo resulta un imperativo ético y legal, sino
que constituye el punto de partida para formular una nueva política
migratoria y de población capaz de hacer frente a un cuádruple desafío:
recibir y dar empleo y servicios básicos a los mexicanos que están
siendo expulsados de Estados Unidos; neutralizar la amenaza que el muro
de
Donald
Trump supone para la vida, la integridad física y la libertad de los
viajeros, sea cual sea su nacionalidad; absorber a quienes, por los ya
inocultables efectos del dislocamiento del Tratado de Libre Comercio
(TLC), perderán sus fuentes de empleo, y abrir las fronteras y ofrecer
refugio a los ciudadanos de otros países que acuden al nuestro por
razones económicas o de seguridad.
En suma, México afronta una situación particularmente difícil en
materia de población y migración, y para resolverla y evitar la
gestación de una catástrofe humana se requiere toda la capacidad y la
voluntad política de las instituciones y de los gobernantes, así como de
la conciencia de la sociedad, la cual se sabe, mayoritariamente,
espacio y tejido de una tradicional tierra de asilo.
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