La Jornada
La violencia en México
está fuera de control. No es un hecho nuevo, sin duda, porque tal
situación data de hace una década, desde que la
guerracontra la criminalidad ordenada por Felipe Calderón empezó a exhibir sus primeras consecuencias contraproducentes. La barbarie delictiva persiste en Chihuahua, Veracruz, Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Sinaloa, estado de México, Morelos y otras entidades, pese a que en algunas hubo procesos recientes de renovación de autoridades locales.
Tras 10 años de anunciadas depuraciones y restructuraciones de las
corporaciones policiales estatales y municipales, éstas no han logrado
dejar atrás la descomposición. La enorme lista de desaparecidos sigue
agregando nuevos nombres cada día, y de 2006 a la fecha la absurda
apuesta de confiar la seguridad pública a las fuerzas armadas exhibe su
improcedencia, sus riesgos y su falta de resultados.
Cierto es que nuestro país dista mucho de ser el único que padece
violencia creciente. En Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos –por
mencionar sólo tres naciones que forman parte de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos– los atentados y los tiroteos en
lugares públicos están a la orden del día, sea a consecuencia del
conflicto entre los gobiernos correspondientes con el radicalismo
islámico o bien como expresión de la perversa cultura de la violencia
que generan, en la superpotencia vecina, individuos llenos de rencor
social que perpetran masacres sin propósito definido.
La singularidad mexicana no reside únicamente en los poderes fácticos
de la delincuencia organizada que se disputan regiones del territorio
nacional sino, principalmente, en la inacción o la incapacidad de las
autoridades que se traduce en una exasperante impunidad que
retroalimenta, a su vez, la violencia descontrolada.
Ayer se cumplieron 30 meses de la desaparición de 43
estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, en Iguala,
Guerrero, sin que a la fecha el gobierno haya sido capaz de esclarecer
en forma coherente y verosímil ese indignante suceso; al contrario, el
manejo oficial de las pesquisas ha enturbiado el caso hasta un punto
difícil de concebir. Durante la semana pasada, en Jojutla, Morelos,
fueron recuperados casi medio centenar de cadáveres de una fosa
clandestina que se suma a las halladas en Tetelcingo y en Xochitepec.
Además de los cuerpos, las exhumaciones han dejado al descubierto un
desaseo de las autoridades locales en los procedimientos forenses y
legales que equivale a un encubrimiento masivo de centenares de
homicidios. Casos similares existen en Veracruz y en Guerrero.
En este contexto resulta urgente que los tres niveles de gobierno
empiecen por hacer acopio de voluntad política para emprender una lucha
frontal contra la impunidad, lo que significa empezar a esclarecer cada
una de las muertes violentas que se cometen día con día en México, dar
con los responsables y presentarlos ante las autoridades judiciales
competentes.
Más allá de que la estrategia oficial de seguridad pública se
encuentre manifiestamente agotada y resulte necesario formular una
propuesta nueva e integral para hacer frente al flagelo de la
criminalidad y la violencia, el combate a la impunidad es impostergable y
obligado, así sea porque la primera responsabilidad de las autoridades
públicas es proteger la vida y garantizar la seguridad de los
habitantes, y su incumplimiento conduce, tarde o temprano, a la plena
ingobernabilidad.
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