3/27/2017

Violencia e impunidad



La Jornada 
La violencia en México está fuera de control. No es un hecho nuevo, sin duda, porque tal situación data de hace una década, desde que la guerra contra la criminalidad ordenada por Felipe Calderón empezó a exhibir sus primeras consecuencias contraproducentes. La barbarie delictiva persiste en Chihuahua, Veracruz, Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Sinaloa, estado de México, Morelos y otras entidades, pese a que en algunas hubo procesos recientes de renovación de autoridades locales.
Tras 10 años de anunciadas depuraciones y restructuraciones de las corporaciones policiales estatales y municipales, éstas no han logrado dejar atrás la descomposición. La enorme lista de desaparecidos sigue agregando nuevos nombres cada día, y de 2006 a la fecha la absurda apuesta de confiar la seguridad pública a las fuerzas armadas exhibe su improcedencia, sus riesgos y su falta de resultados.
Cierto es que nuestro país dista mucho de ser el único que padece violencia creciente. En Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos –por mencionar sólo tres naciones que forman parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos– los atentados y los tiroteos en lugares públicos están a la orden del día, sea a consecuencia del conflicto entre los gobiernos correspondientes con el radicalismo islámico o bien como expresión de la perversa cultura de la violencia que generan, en la superpotencia vecina, individuos llenos de rencor social que perpetran masacres sin propósito definido.
La singularidad mexicana no reside únicamente en los poderes fácticos de la delincuencia organizada que se disputan regiones del territorio nacional sino, principalmente, en la inacción o la incapacidad de las autoridades que se traduce en una exasperante impunidad que retroalimenta, a su vez, la violencia descontrolada.
Ayer se cumplieron 30 meses de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, en Iguala, Guerrero, sin que a la fecha el gobierno haya sido capaz de esclarecer en forma coherente y verosímil ese indignante suceso; al contrario, el manejo oficial de las pesquisas ha enturbiado el caso hasta un punto difícil de concebir. Durante la semana pasada, en Jojutla, Morelos, fueron recuperados casi medio centenar de cadáveres de una fosa clandestina que se suma a las halladas en Tetelcingo y en Xochitepec. Además de los cuerpos, las exhumaciones han dejado al descubierto un desaseo de las autoridades locales en los procedimientos forenses y legales que equivale a un encubrimiento masivo de centenares de homicidios. Casos similares existen en Veracruz y en Guerrero.
En este contexto resulta urgente que los tres niveles de gobierno empiecen por hacer acopio de voluntad política para emprender una lucha frontal contra la impunidad, lo que significa empezar a esclarecer cada una de las muertes violentas que se cometen día con día en México, dar con los responsables y presentarlos ante las autoridades judiciales competentes.
Más allá de que la estrategia oficial de seguridad pública se encuentre manifiestamente agotada y resulte necesario formular una propuesta nueva e integral para hacer frente al flagelo de la criminalidad y la violencia, el combate a la impunidad es impostergable y obligado, así sea porque la primera responsabilidad de las autoridades públicas es proteger la vida y garantizar la seguridad de los habitantes, y su incumplimiento conduce, tarde o temprano, a la plena ingobernabilidad.

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