La Jornada
Con el bombardeo
lanzado la semana pasada por Estados Unidos contra una base aérea del
Ejército sirio y la amenaza de tomar nuevas acciones armadas contra el
gobierno de Bashar Assad en cualquier momento que la administración
estadunidense lo considere necesario, Donald Trump se ha desenmascarado
como continuador de la histórica política injerencista y belicista que
caracteriza a su país. Con este violento desfiguro, el magnate se
presenta como un halcón tradicional de la clase política de Washington,
independientemente de que la agresión referida sea –como lo señalan
algunos analistas– una suerte de fuga hacia adelante tras los sonoros
fracasos en política interna que supusieron los rei-terados vetos
judiciales a los decretos migratorios de carácter anticonstitucional y
xenófobo que buscaban impedir la entrada de viajeros musulmanes, la
falta de respaldo parlamentario a la reforma que habría desmantelado el
sistema de salud vigente y el empantanamiento en que se encuentra su
amenaza de construir un muro a lo largo de toda la frontera con México.
El ataque contra Siria deja claro también que, sin importar quién sea
el presidente en turno de la superpotencia, en ésta prevalece una
actitud de Estado consistente en allanar, imponer sus criterios y abusar
de otros países con absoluto menosprecio por la soberanía y la
legalidad internacional. Nikki Haley, embajadora de Estados Unidos ante
la Organización de las Naciones Unidas (ONU), dio ayer una enésima
prueba de esta ceguera arrogante, al apuntar como inevitable la salida
de Assad del poder, una decisión que compete de manera exclusiva a los
ciudadanos sirios.
En el ya deteriorado panorama que atraviesa la región de Medio
Oriente es motivo de alarma para la comunidad internacional; que el
mandatario estadunidense se haya embarcado –o que otras fuerzas lo hayan
orillado– en una línea no sólo violenta e intervencionista, sino que
además pone a Washington y sus aliados en abierta confrontación con Irán
y Rusia, potencias a escala regional y global, respectivamente, que
tienen fuertes intereses en el contencioso sirio y difícilmente
permanecerán impávidas ante la escalada bélica emprendida por Trump.
En este sentido, la respuesta rusa al bombardeo estadunidense –el
desconocimiento de los acuerdos firmados con el ex pre-sidente Obama
para intercambiar información crucial que evitara colisiones
accidentales entre las fuerzas armadas de ambos países destacadas en
Siria– es un recordatorio del peligro de un choque catastrófico, latente
en cada acción militar que cualquiera de los bandos toma en un
escenario con presencia de tantas fuerzas beligerantes.
En suma, sin importar quién esté a cargo –Donald Trump, Barack Obama o
cualquier otra persona–, en Estados Unidos permanece inalterado el
sesgo criminal y belicista de su política exterior, manifiesto en la
negativa de la Casa Blanca y el resto de la clase política a entender
que no tienen ninguna atribución para cambiar gobiernos extranjeros ni
para alterar el comportamiento interno de los existentes. En el caso de
Siria, es imperativo y urgente que tanto Estados Unidos como las demás
fuerzas extranjeras involucradas salgan del país árabe antes de que el
empecinamiento bélico nos acerque a un grave conflicto de escala
mundial.
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