Ilán Semo
La Jornada
Los representantes de Canadá, México y Estados Unidos en las renegociaciones actuales del Tratado de Libre Comercio acordaron en días pasados un pacto de confidencialidad. Todo el proceso de deliberaciones, tan decisivo en sí para ganar o perder posiciones en la negociación misma, quedará resguardado de la guerra de opiniones que lo ha rodeado. Guerra que, traducida a la opinión pública de cada uno de los países, podría modificar algunos de los resultados o, al menos, presionar a sus representantes respectivos. Los expertos han explicado que se trata de una práctica común en las negociaciones comerciales, sin dejar de apuntar que han surgido dos
imprevistos: las constantes filtraciones de la Casa Blanca y la
falta de comprensión de los delegados mexicanos de la envergadura del proceso. No sé, pero da la impresión de que les están diciendo ineptos.
Sea como sea, el destino del nuevo TLC –o mejor dicho, los golpes del destino que nos deparará– se pactarán en lo
oscurito. Las interpretaciones en la opinión pública estadunidense no se han dejado esperar. Valdría la pena destacar una de ellas. Las implicaciones de los cambios serán tan graves para México, que el rating de sus negociadores –ya de por sí abatido– podría caer aún más. No ayuda tampoco la pobreza argumental del secretario Idelfonso Guajardo, tan cerca de Videgaray y tan lejos del mínimo atisbo de lo que hoy podría llamarse soberanía nacional. Visto desde la perspectiva de la diplomacia estadunidense, el pacto de silencio se antoja como un acto de anticipación: más vale cuidar al idiota antes de que pierda el paso en el camino hacia le elección de 2018. Finalmente, si el silencio otorga, también tiene la virtud de ocultar.
La historia del TLC arroja un panorama de un proceso del todo complejo. Una versión menos apasionada (si es que ésta es posible), diría que ha producido resultados notoriamente contradictorios. La fórmula del
mercado sin fronterasha traído al país un cúmulo impresionante de inversiones, un nivel de circulación comercial inimaginable hace dos décadas y la inserción plena en la economía global. Pero al mismo tiempo, ha sido la fórmula perfecta de la injusticia, de niveles incuantificables de una devastación social y de un proceso de desinstitucionalización de la vida pública que no parece tener límites. Tan sólo basta pensar en la zozobra por lo cual atraviesa hoy la seguridad en el país, esa amenaza que coloca a cada ciudadano sin importar el estatus ni la condición social frente al abismo cotidiano de la violencia; acaso uno de sus saldos ostensibles. Más allá de la globalización de los tráficos (drogas, armas, tratas, órganos…), su efecto central ha redundado en un grado de polarización social que sitúa a vastas franjas de la sociedad ante la disyuntiva de la resignación o la revancha. En los últimos 10 años, la revancha ha cobrado ya más de 200 mil vidas. (Falta, por supuesto, una historia de la tercera opción: la resistencia).
Paradójicamente, en la renegociación actual del TLC, se abrió una brecha a partir de la cual se podría pensar en la posibilidad de un giro político. En la parte que decide de las delegaciones de Estados Unidos y Canadá, todos (ese todos significa la banca, las corporaciones, las agencias gubernamentales…) parecen coincidir: para reanimar el tratado, es decir para reducir la distribución de sus déficits sociales y humanos, la condición social y laboral de los trabajadores mexicanos deberá mejorar rápidamente. La razón de este argumento es muy sencilla. Nadie esperaría el mínimo atisbo de filantropía social o nacional en los planes de una corporación. Pero sí en cambio, la idea –que rige a las sociedades industriales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial– que la única forma de hacer crecer un mercado es ampliando el poder adquisitivo y las prestaciones de sus trabajadores. Sólo si crece el mercado mexicano, lo que aparece como un déficit en Estados Unidos podría transformarse en un plus.
¿Quién se ha opuesto tenazmente a esta propuesta?
La respuesta la dio hace unos días el secretario Guajardo:
La política salarial de México es un asunto de política nacional. En otras palabras, no habrá cambio alguno en la política social. No habrá pensiones para las futuras generaciones, no habrá salario de desempleo, no habrá educación de calidad… La tecno-oligarquía mexicana insiste en hacer de la pobreza su principal moneda de cambio para permanecer en las redes de las élites de los tres países. Casi se podría afirmar que el eslabón más disfuncional de todo el complejo del TLC es precisamente la tecnocracia mexicana. Se ha hecho útil de la misma manera que el cacique en México se hace eternamente inevitable: nadie lo quiere, pero el poder no sabe qué hacer sin él. Aquí se trata de los poderes globales. Atribuir el quiebre de los tejidos sociales al TLC es sólo la mitad de la verdad; la otra mitad se encuentra evidentemente en la ominosa gubernamentalidad impuesta por esta lumpen-tecnocracia.
En la era de la globalización, las identidades nacionales han adoptado caminos
inescrutables. Hay una variante inverosímil que proviene de las formas fetiche de la subjetividad contemporánea. La fuerza de una nación estaría dada, como en el lenguaje presidencial de los países centrales, por las marcas de las corporaciones que se vinculan a esa nación. Estados Unidos tendría que ver algo con la Ford, Alemania con Mercedes Benz y Francia con no sé qué. Vista desde la subjetividad fetiche, la nación ha devenido una nación logo. Un desatino evidente. Ford y Mercedes Benz son empresas desterritorializadas. En Alemania, son alemanas, en México, son mexicanas. Pero el discurso oficial actual en México apunta exactamente en la dirección contraria. Hacer del nombre México un fantasma, un síntoma invisible. Un nadie. Una nación no logo. Un nadie no tiene figura de negociación ni una fuerza que corresponda a su lugar en las cadenas de producción. Y ese lugar es hoy en día asombroso. Cada desafío tecnológico encuentra aquí una solución. La fuerza de trabajo mexicana se ha revelado como una realidad prácticamente de altísimo nivel. Es capaz de producir automóviles, aviones, tecnología de alta complejidad, lo que sea, en los tiempos requeridos y los precios que impone el mercado global. El dilema son sus élites, pertenecen a algún quinto mundo (si es que éste existe).
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