Cristina Pacheco
Gelo entra en el comedor. Las
bancas y las mesas corridas ya están en el orden habitual. De la
celebración que se llevó a cabo el día anterior sólo quedan algunos
rastros: el mensaje de bienvenida hecho con letras de papel metálico y
tendido sobre el arco de la puerta –
Felicidades en su día, abuelitos–, dos arreglos de gladiolas y aves del paraíso (luego los trasladarán a la capilla), un pequeño equipo de sonido que amenizó el baile y un tablero de corcho con fotografías que documentan festejos anteriores.
Varios de los residentes que aparecen en esas fotos ya no viven, pero
en la imagen permanecen con sus vasitos de cartón levantados, sonriendo
a la cámara y diciendo (sugerencia del fotógrafo):
A la una, a las dos, a las tres: ¡whisky!El único que siempre desoye la orden es Eladio: exclama
¡tequila!para refrendar su espíritu nacionalista.
II
La celebración de ayer fue una calca de otras que se han organizado
en el albergue en honor de los abuelitos. Curiosamente no se presentó
ningún nieto, pero sí algunos hijos de los residentes con sus parejas.
Aparecieron con pequeños regalos y después de la comida (
¡Qué lástima! ¡Las pechugas en adobo deben haber estado riquísimas!) justificaron su retraso por el exceso de trabajo y el tráfico de todos los demonios que tiene paralizada la ciudad. Gelo sospecha otra razón: llegaron tarde para no ver la naturalidad con que algunos comensales se quitan la dentadura postiza, la limpian con una servilleta de papel, se la reponen y luego siguen disfrutando del menú.
El festejo de ayer estuvo animadísimo. De una mesa a otra, los
residentes se pasaron toda la hora del almuerzo repitiendo lo mucho que
se habían divertido viendo a los dos payasos que sacaron ramilletes de
flores artificiales, de cuyas corolas hacían brotar chorritos de agua
para sorprender y divertir a su público: 58 ancianos que desde las nueve
de la mañana, recién bañados y con sus mejores galas, hicieron cola
ante las puertas del comedor transformado en salón de fiestas.
Durante el almuerzo Gelo se mantuvo algo apartada y silenciosa. No
quiso hacer el papel de aguafiestas diciendo a sus amigos lo que pensaba
del dichoso festejo, empezando por el horario: el desayuno –jugo de
naranja artificial, chocolate, huevos en polvo revueltos y gelatina– se
había servido a las nueve y muy poco después, apenas terminada la
actuación de los payasos, el almuerzo: arroz a la mexicana, pechugas en
adobo o carne tampiqueña, frijoles charros y agua de jamaica. (No faltó
quien elogiara en detalle sus cualidades diuréticas.)
Paulina y Leodegaria, la mayora y su asistente, aparecieron
con un pastel cuando ya todo el mundo estaba llenísimo. Sin embargo, los
festejados hicieron cola para recibir su tajada en un plato de unicel.
Pensaban guardarla por si más tarde aparecían algunos familiares y
amigos. (Por tratarse de un día especial la residencia iba a permanecer
abierta más allá de las horas habituales de visita).
III
Gelo fue la única que rechazó el pastel. El betún le hace
daño, se le pega en los dientes y le recuerda el día en que, hace más
de sesenta años, cumplió once de edad. Desde temprano llegaron a la
fiesta que le organizó su madre todos sus vecinos, las hermanas
Capdevilla y Sergio Prado –compañeros de escuela–, pero a las seis de la
tarde su papá aún no se presentaba.
De seguro estará ocupadísimo. Llegará en cualquier momento. Entonces partiremos el pastel, le dijo su madre para alegrarla.
Gelo recuerda el pastel, completo y apetecible, en el centro de la
mesa. Allí estuvo varios días, hasta que el betún blanco y rosado se
acartonó. Era como de piedra cuando al fin apareció su papá. Había
olvidado el cumpleaños de Gelo y por eso la abrazó y le pidió disculpas
entre lágrimas. El conmovedor encuentro estuvo envuelto por tufo a vino,
cerveza y perfume barato. A partir de aquel momento no hubo más fiestas
para Gelo. Sus cumpleaños se volvieron parte de la grisura cotidiana y
de otros recuerdos que daría cualquier cosa por olvidar.
IV
Gelo se detiene ante el tablero donde están las fotos de los residentes que murieron en años anteriores. La última en
irsefue Eloísa. Se pasó la que iba a ser su última celebración del día del abuelito dando vueltas del comedor al zaguán con el pretexto de desentumirse las piernas, pero todos sabían que su ir y venir ocultaba otro motivo: el deseo de que su hijo Román, en caso de presentarse, la encontrara en la puerta, esperándolo.
Román no llegó para, al menos, posar con su madre ante la cámara. (
¡Digan whisky!) En la foto que le tomaron aquel día, Eloísa aparece rodeada por varios compañeros, con Pascual y Leonardo hincados ante ella, fingiendo rendirle pleitesía. Ese desplante simpático, que todos celebraron y aún comentan, no suavizó la expresión amarga en los labios de Eloísa. Gelo trata de ocultarla cubriéndolos con la punta de sus dedos. Es inútil. En la mirada de Eloísa sigue escrita la palabra
soledad.
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