Gustavo De la Rosa
El nuevo México que augura López Obrador no puede construirse en un
solo sentido, y sólo con la inclusión de la ciudadanía se le puede
vislumbrar; aunque el Gobierno puede cambiar internamente (y creo que
sería fácil porque está en pocas y poderosas manos), la transformación
del país es más compleja y muchos elementos se deben conjugar para
alcanzarla.
El fin de semana AMLO, de visita por Chihuahua, describió su
esperanza para un país diferente y señaló cómo ejecutará los cambios
desde el poder para alcanzar la felicidad del pueblo: la utopía por
excelencia. Sorprende escuchar de alguien que está a un mes y algunos
días de asumir el poder, ya no como argumento de campaña sino como
auténtico propósito, que el país debe buscar la felicidad de sus
habitantes.
Aristóteles define así la felicidad: “vivir de acuerdo con lo más
excelente que hay en nosotros mismos. Y parecerá que cada uno de
nosotros consiste precisamente en esto, que lo principal es también lo
mejor”, pero, ¿será posible en este México plantearse la felicidad del
pueblo como objetivo? ¿Quién puede ser feliz si la realidad social es
una desgracia y una miseria? La felicidad es un asunto del Estado, que
incluye a la población y el territorio, y no sólo al Gobierno, aunque
sus políticas influyen mucho.
Aunque la discusión académica en torno a la felicidad como proyecto
del Estado se ha reanimado últimamente, este concepto era fundamental en
el ideario de Morelos, quien impulsó la redacción del Artículo 24 en la
Constitución de Apatzingán: “La felicidad del pueblo y de cada uno de
los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y
libertad. La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la
institución de los gobiernos, y el único fin de las asociaciones
políticas”.
Es importante, en un país que viene de una revolución armada y de una
larga lucha civil por el respeto al voto del ciudadano, escuchar que el
próximo presidente se propone buscar la felicidad de los mexicanos;
porque un país que busque la felicidad la puede lograr si sustituye la
inercia del capital por el deseo de igualdad.
Sólo podemos ser felices y esperar un México mejor si
individualmente, y colectivamente, somos capaces de construirnos dejando
de lado las transas, superando los conflictos de interés, acabando con
las prácticas de acumulación salvaje de capital y dándole la oportunidad
a nuestro vecino de mejorar también.
Los mexicanos necesitamos una gran transformación, pero no es
difícil: cada uno de nosotros debe decidirse a transformarse y renunciar
a las ventajas y privilegios que ha conseguido sobre los demás a través
del engaño y la ilegalidad. Es posible que en este país todos vivamos
bien si se le da prioridad a quienes viven en la pobreza y se crean
nuevas fórmulas que permitan transferir la riqueza del Estado a un mayor
número de sus habitantes.
La cuarta transformación no es una obra de arquitectura estatal, es una
reingeniería social responsabilidad de todos y cada uno de los
ciudadanos del país. Debemos trabajar por nuestra felicidad, y la de los
demás mexicanos (con o sin documentos).
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