La agresión fue perpetrada por agentes de una empresa de seguridad
privada, responsable de custodiar los trenes, a la que precedían
numerosas denuncias contra sus guardias por agresiones a migrantes en
tránsito que, al seguir naturalmente su camino, dejaban procesos
inconclusos y, por ende, agresores en la impunidad.
Hasta entonces, no se había difundido un dato de especial relevancia:
la empresa de seguridad era propiedad de Miguel Nazar Haro, el
sanguinario exjefe de la Dirección Federal de Seguridad.
Durante varias semanas el sobreviviente del ataque, Germán Turcio
Bonilla, convaleció en un hospital y luego fue alojado en un hotel que
las instancias policiacas de aquella entidad que solían destinar a la
custodia de personas en arraigo. La víctima era sometida así a un
encierro próximo a la prisión, con el propósito de que se mantuviera en
la ciudad y siguiera el proceso por homicidio, hasta que el obispo Raúl
Vera y el sacerdote, Pedro Pantoja, consiguieron asumir su manutención y
alojamiento.
Aquel episodio consolidó la fama que para entonces se había ganado
Saltillo por la violencia contra migrantes y que, sin embargo, en 2007,
se extendería a toda la ruta migratoria desde la frontera sur hasta la
frontera norte, teniendo como perpetradores ya no a las empresas de
seguridad sino de una entelequia: el crimen organizado que, se decía,
sometía a todas las instituciones, inclusive al Instituto Nacional de
Migración.
Una vez más, como ocurre con dirigentes sociales, periodistas,
opositores o cualquiera que resulte incómodo para los intereses
políticos o económicos, y es victimado, el Estado tiene la coartada
perfecta al desaparecer y asesinar migrantes, porque no tendrá
responsables más que –a veces y sólo bajo presión interna y externa– a
algunos miserables, identificados como sicarios al momento de ser
presentados, gente sin muchas posibilidades de defensa. Difícil sin
embargo era, articular respecto a agresiones, asesinatos y crímenes,
cuál era el negocio que es el objetivo primero y último de un grupo
criminal.
Quizás por ello, el siguiente paso fue endilgarles “el crimen” a los
migrantes, con filtraciones sobre presuntas operaciones ilícitas –que el
pretexto del narco da para todo–, sobreexponer aquellos crímenes en los
que presuntamente había incurrido algún caminante, magnificar un robo
de famélico y establecer una opinión xenófoba a pequeña escala, en
ciudades y cruces fronterizos, donde deambulan migrantes con el hambre a
rastras.
Si una estampa me resulta memorable de las fronteras que he conocido
es, por lo dramática, la de Tecún Umán-Frontera Hidalgo, con su ir y
venir de mercancías en balsas de entarimado y llanta vieja; con piquetes
de soldados que atestiguan el libre tránsito de personas y la versión
más dolorosa de libre comercio, a través del Suchiate, ámbito espacial
del intercambio de miserias.
A tres lustros de haberla atravesado, me sorprendo hoy en las
crónicas, leyendo que las condiciones de esa frontera son las mismas y
que sólo ante la caravana migrante cambiaron momentáneamente, mientras
los cuerpos de seguridad del Estado se expusieron víctimas; otro cambio
es porque la incursión de la pobreza en masa exaltó el largo trabajo de
inculturación xenófoba; y finalmente, un cambio más es porque la
visibilidad de la caravana ocurre en un momento electoral clave para el
estadunidense Donald Trump.
Desde aquel 2003 hasta ahora, una conclusión: con marca privada,
anónima o gubernamental, sin beneficiario conocido, en México, por
sistema, se sigue lapidando literal y simbólicamente, a Ismael y Germán,
mientras un cierto sector de la sociedad mexicana festina con ruindad.
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