El nuevo gobierno federal ya dio a conocer los Criterios Generales de la Política Económica 2019 y,
como suele suceder en los terrenos del debate público, los primeros
rasgos que salieron a relucir y a saturar la discusión al respecto
fueron los montos que se asignaron a los diferentes Ramos (Autónomos,
Administrativos y Generales), Entidades (de Control Directo y de Control
Indirecto), Empresas Productivas del Estado y los Programas y Proyectos
de Inversión dentro del Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación.
En estricto, que el tema fundamental de discordia entre los amplios sectores que componen la comentocracia mexicana por los Criterios Generales terminará
siendo las cifras asignadas no es algo que sorprenda dada la naturaleza
del propio documento. Más bien, lo que trasciende —sin tener mayor
cobertura por parte de aquellos que hoy se asumen como la oposición crítica, autocrítica y responsable de
cualquier decisión que provenga de la administración de Andrés Manuel
López Obrador y su plataforma política y de gobierno— es que el problema
de fondo sigue siendo la discusión de la cifras por las puras cifras,
como si la forma en la que se administran, para qué se destinan, por qué
se erogan y cómo se gastan esos recursos fuesen aspectos que ni
siquiera valen la pena ser sometidos a consideración.
Que en el debate actual sobre el Presupuesto importe
infinitamente más cuánto se pretende gastar en un rubro o por una
institución que el saber administrar esos recursos (en qué gastarlos,
cómo gastarlos, por qué razones y para conseguir qué fines) es un
sentido común popular que los voceros de la economía convencional han
venido popularizando entre las masas desde siglos atrás: primero, por
intermediación de la ideología liberal; y después, mediante del programa
neoliberal. Y es que, en efecto, y por contradictorio que pudiese
resultar de cara al decálogo del neoliberalismo más purista, en el
fondo, la lógica que rige a esta manera cuantitativa de comprender los
egresos de cualquier Estado está determinada por una premisa
fundamental: la magnitud de la cifra indica la importancia del rubro y
condiciona la consecución de cualquier éxito deseado.
Ejemplo
claro de esta manera de proceder en el momento actual tiene que ver con
la discusión que los sectores más conservadores del sistema político
mexicano, en general; y sus representantes institucionales en, por
ejemplo, órganos del Estado como el Congreso federal, en particular; han
buscado colocar en el centro de la atención pública, respecto de la
disminución de recursos a ramos como los de educación y cultura,
mientras que al de defensa nacional (Ejército y Fuerza Aérea) se le
incrementa de manera sustancial.
En
este orden de ideas, los argumentos que la oposición al actual gobierno
federal colocan sobre la mesa tienen que ver con ese reclamo histórico
que diversos sectores de izquierda hicieron a los gobiernos de Vicente
Fox, en 2000-2006; Felipe Calderón, en 2006-2012; y Enrique Peña Nieto,
2012-2018: dar prioridad a los rubros de cultura y educación por encima
de los gastos que, en última instancia, terminarán ahondando la
degradada situación de derechos humanos en la que viven los mexicanos y
las mexicanas; la militarización del país y las lógicas belicistas de
combate a la criminalidad y la delincuencia.
El
problema de salir al debate público con ese argumento, tanto hoy como
en los sexenios pasados, redunda sobre el hecho de que no se termina de
comprender que no es el monto de los recursos, por sí mismo, lo que
define los objetivos y/o el éxito de una política pública determinada. Y
es que, por supuesto, mayor presupuesto para un Ramo o una institución
no hace diferencia alguna —en términos del despliegue, el alcance, la
eficacia y la eficiencia de capacidades operativas— si el grueso de ese
monto no se administra de una manera en que la población sea el objetivo
final de su ejercicio y no, por lo contrario, apenas el remanente de
una serie de gastos que se dispendian en lujos y una infinidad de gastos
onerosos a los que apenas accede un reducido número de privilegiados.
En
el caso del recorte a diversas universidades públicas, por ejemplo, un
tema que a menudo se obvia tiene que ver, en el mejor de los casos, con
el hecho de que se desconoce la magnitud de los recursos que se destinan
para el mantenimiento de una clase de académicos, administrativos y
demás trabajadores universitarios que no únicamente gozan de sueldos
cercanos y/o por encima de los cien mil pesos mensuales; sino que,
además, son beneficiarios directos de diversas prestaciones que les
permiten, entre otras cosas, viajar constantemente a eventos académicos
en sedes extranjeras con todos los gastos pagados, en clase ejecutiva
(algo muy parecido a la añeja práctica del turismo legislativo con cargo
al erario); con independencia de la calidad de su producción docente y
de investigación. Pero no sólo es eso, pues, asimismo, se encuentra un
tema que no es menor: los casos en los que programas universitarios de
investigación (o las propias universidades) sirven como mecanismos de
desvío de recursos públicos.
En este sentido, parte de la racionalidad detrás de la propuesta de Presupuesto de Egresos del
gobierno de López Obrador tiene que leerse, por un lado, como la puesta
en marcha de un ejercicio que sí es de amedrentamiento a ese tipo de
prácticas de corrupción que constantemente acusa en la burocracia
gubernamental, pero que también tienen lugar en las burocracias de las
instituciones de educación básica y superior públicas; y por el otro,
como una réplica de su estrategia política en torno del cuestionamiento
de las remuneraciones de los servidores públicos a nivel federal, en
general; y de los miembros del poder judicial, en particular; que no es
sino una estrategia, hasta ahora bastante efectiva, que tiene como
objetivo el crear una conciencia colectiva en torno de los mecanismos de
control de poderes del viejo régimen que impiden el pleno despliegue y
funcionamiento del nuevo.
Así pues, el empuje de López Obrador sobre la austeridad republicana de
su gobierno no debe pasarse por alto pretendiendo ver en ella sólo una
estrategia discursiva, mediática y/o demagógica que buscaría implantar
en el imaginario colectivo nacional una representación falsa del
presidente y su plataforma. Antes bien, ésta cumple, en lo fundamental,
dos objetivos que en la práctica parecen excluyentes (por provenir, cada
uno, de extracciones ideológicas divergentes): por un lado, mantener
cierta fidelidad al cumplimiento de una parte del decálogo del
neoliberalismo; y por el otro, el lograr, a través de esa austeridad y
reducción de la burocracia gubernamental, una mayor transferencia de
recursos hacia programas sociales, clientelares y asistenciales.
Es
por estas razones que si bien es cierto que la cantidad de recursos
destinados refleja, en cierto grado, la prioridad que un rubro tiene
para una administración federal, ésta no explica, por sí misma, el
espectro completo de todo lo que se juega en esa erogación. Sin duda, el
juego político de los recursos siempre está sobre la mesa, pero ello no
excluye que este gobierno realmente busque el poder llevar a cabo la
mayor parte de su política social valiéndose de algunos de los
postulados del neoliberalismo. El detalle aquí, más bien, se encuentra
en no perder de vista que el equilibrio de poder que se está
construyendo es en extremo frágil, lo que lo hace susceptible de
decantarse con mucha facilidad por cualquiera de los extremos en pugna
del espectro ideológico.
Para
muestra, basta con observar que, más allá, por un lado, de la inversión
de signo ideológico de las banderas políticas del panismo, el
perredismo, el priísmo y sus respectivas rémoras —que ahora los lleva a
buscar venderse a la opinión pública y la ciudadanía como los partidos
políticos de izquierda que le hacen oposición a un gobierno de derecha—;
y por el otro, del ocultamiento premeditado de que esos mismos
sectores, durante los gobiernos de Acción Nacional y del Revolucionario
Institucional, promovieron, implementaron y celebraron los recortes y
la austeridad en cualquier ramo que no tuviese que ver con el
fortalecimiento de los aparatos represivos del Estado y con la
profundización de la matriz de producción y consumo neoliberal; un rasgo
que no debe pasarse por alto en el debate actual tiene que ver con el
hecho de que los principales ideólogos nacionales del liberalismo y el
neoliberalismo no sólo no han condenado a la totalidad de los Criterios Generales porque
en sus líneas generales es una aceptación, por parte del gobierno
federal, de los postulados básicos del consenso de Washington en materia
presupuestaria y fiscal; sino que, antes bien, al mismo tiempo que
condenan los recortes que resultan sensibles en los sectores populares
(en una lógica que claramente busca irritar a las colectividades),
aplauden la disciplina fiscal, el superávit primario, la estabilidad macroeconómica, el tipo de cambio, la tasa de interés, etcétera
Ricardo Orozco
Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco
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