Masculinidades & Cambio
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Hablar sobre el hombre es coger la patata caliente que siempre rula
de mano en mano. Y no rula por casualidad: la poca tradición de la
masculinidad como tema hace que haya –con pasmosa diferencia– muchas más
incógnitas que respuestas. Por ello, al hablar son inevitables los
titubeos, los tumbos y las contradicciones. Si la masculinidad es
contradictoria por definición, ¿cómo hablar de ella con certezas? Las
líneas que siguen, en consecuencia, no son sino una crónica de la incertidumbre.
Un caminar errante por un sendero que no me abandona, y que se incrusta
en mi piel a cada paso, hasta tal punto que no entenderme como hombre
es no entenderme en absoluto.
La tarea de hablar sobre masculinidades revela su importancia cuando,
a pesar de que los éxitos del feminismo se noten cada día más, los
hombres siguen (seguimos) utilizando sistemáticamente privilegios
afectando o poniendo en riesgo a multitud de personas en situación de
vulnerabilidad. Cómo esos privilegios se encarnan en los cuerpos y cómo
son vividos por los hombres son temas que necesitan pensarse con calma
pero sin pausa.
Evidentemente, los cambios en la vida personal de los hombres no van a
conseguir destruir el patriarcado. Independientemente a los hombres,
existen unas estructuras objetivas que siguen dinamitando las
posibilidades de igualdad real. Pero el hombre puede decidir si intentar
poner palos en la rueda del patriarcado y colaborar en la creación de
espacios de igualdad, o aceptar el patriarcado y no hacer nada.
Lógicamente, es mucho más interesante escribir sobre la primera opción.
Pensar sobre los privilegios masculinos desde un cuerpo masculino es
complicado y, al hacerlo, me descubro bailando entre la facilidad para
invisibilizar las relaciones de opresión que ejerzo, la certeza de que
no soy “mala persona” y, sin embargo, la seguridad de que tengo
privilegios y los uso constantemente, aunque a veces no sepa del todo
qué privilegios son esos, cuántos tengo y cómo los ejerzo. Y aun con
todo, tengo la suerte de haberme topado con un feminismo con el que
inicié un proceso individual (y con algunos compañeros) para romper el
trono de un sujeto autosuficiente que con conciencia y voluntad puede
solucionarlo todo. Si yo, privilegiado hombre en deconstrucción,
universitario concienciado y pretendido aliado del feminismo, tiene
problemas incontables, imaginaos al que el feminismo le pilla lejos…
La tradición patriarcal por la cual el hombre renuncia al mundo de
los sentimientos no sale gratis: nos pesa el analfabetismo emocional que
nos vuelve incapaces para identificar, entender y gestionar emociones. Y
eso supone una importante barrera para la conciencia de los
privilegios. Contamos con un arsenal enorme de excusas que nos
repetimos, a nosotros y a los demás, sobre nuestra situación. Por ello,
la mitad de los privilegios no pueden considerarse plenamente
conscientes: pululan en algo parecido a lo que Orwell llamaba doble-pensar por el que nos mentimos y seguidamente nos olvidamos de que nos hemos mentido.
¿por qué va a querer cambiar un hombre? Está claro que los hombres no van a querer simplemente renunciar a sus privilegios, ¿o sí? ¿Cuál es la clave para querer quitarle peso a esa mochila de privilegios?
Si bien cada uno es responsable de sus decisiones (y esto es una
verdad como un templo), pasar por alto la dimensión estratégica del
asunto (tenemos que conseguir llegar a la gente) y plantear el problema
en términos de culpas es a veces complicado: aunque a un puñado de
hombres de la izquierda moral nos gusta eso de lamentarnos por la
incoherencia para buscar niveles cada vez más altos de congruencia, la
mayoría no se sienten ni opresores ni mucho menos malas personas y antes
morirán matando que caer en la desvalorización personal.
¿Mujeres, coches y fútbol?
Nuestro contexto es el de un modelo de masculinidad monolítica que
estalla en identidades y relatos muy diversos: las instituciones de la
masculinidad –agresividad, mujeres, coches y fútbol– se han debilitado
junto con la seguridad del macho –aunque quien crea que no pueden
hacerse fuertes otra vez se equivoca estrepitosamente–. Ante esta
situación, la fragmentación de identidades genera un malestar que, de no
articularse en un discurso que dé salida práctica a la frustración,
puede repolitizarse (como de hecho está pasando) en un neomachismo
nihilista, ácido y rencoroso. El concepto de culpa, usado en algunos
contextos, puede terminar de decantar la balanza: ¿quién quiere sentirse
culpable? ¿Qué sentido tendría acercarse a un movimiento que espera de
mí que me autoculpabilice? Además, en un contexto postcatólico, el
sentimiento de culpabilidad es fácilmente eludible. Como decía, será por
argumentos para escapar de la culpa y arrojársela a otro (o más bien otra) …
Sin embargo, resulta igual de inapropiado caer en el victimismo
masculino: es muy sencillo terminar hablando del hombre en términos de
“víctima” del patriarcado. Y, aunque siendo estrictos, el hombre debería
ser considerado igual de producto del patriarcado –a nivel de gustos, intereses, formas de comportarse, maneras de relacionarse…– que la mujer, plantearlo como víctima
diluye la materialidad del asunto equiparando hombre y mujer, como si
uno no dominase sobre la otra, como si uno no pudiese
invisibilizar/anular/agredir/violar/matar a la otra.
Aun así, presentar al hombre como un verdugo por naturaleza tampoco es solución: si integramos el enfoque “interseccional”,
vemos que las relaciones de desigualdad son diversas y no pueden
reducirse sólo al sexo/género. Etnia, clase, raza o sexualidad también
intervienen. Puede hablarse de hombres que sufren igualmente
desigualdades según se articule el eje de masculinidad con el de clase
baja y/o el de etnia y sexualidad discriminadas.
Entender esto es importante para no caer en la victimización del hombre: no todos los privilegios, pero tampoco todos los costes
de la masculinidad se reparten equitativamente. No todos los hombres
son víctimas del patriarcado. La vivencia de la masculinidad de un
hombre blanco heterosexual económicamente solvente sufre costes mínimos
mientras ostenta los máximos privilegios, pero no así los jóvenes
migrantes que viven en sus carnes la precariedad laboral y vital y sólo
encuentran refugio identitario en una hipermasculinidad exacerbada. De
nuevo, todos somos responsables de nuestras decisiones, pero en algunos
casos hay que afinar la mirada para ver qué lógicas operan y cómo
podemos incidir mejor para su transformación.
Para los que intentamos avanzar en esto de los modelos alternativos
de masculinidad una pregunta nos taladra la cabeza: ¿por qué va a querer
cambiar un hombre? Está claro que los hombres no van a querer
simplemente renunciar a sus privilegios, ¿o sí? ¿Cuál es la clave para
querer quitarle peso a esa mochila de privilegios? La obligación ética
no es una causa muy probable y de serlo, un movimiento basado en el
requisito de tener altura moral parece un poco arriesgado. Quizás en los
entornos más politizados se podría dar este tipo de causas, pero desde
luego, en los menos concienciados, no.
Sin embargo, esa obligación ética puede venir también de experiencias
de sensibilización como la de conocer los casos de violencias de las
mujeres que nos rodean. Al estar ligados a las personas que nos cuentan
casos de acoso, desprecio, miedo o intentos de violación, hay una
motivación directa para un replanteamiento de nuestra vida masculina.
Entender esto es importante para no caer en la victimización del hombre: no todos los privilegios, pero tampoco todos los costes de la masculinidad se reparten equitativamente. No todos los hombres son víctimas del patriarcado
La deseabilidad de la deconstrucción puede ser otra
motivación probable. Esta se dará cuando los modelos de lo deseable
muten incluyendo otros perfiles de masculinidad. Cambia la moda
y se altera la estructura de valores integrando perfiles otrora
excluidos: belleza andrógina, sensibilidad doméstica, gustos textiles,
inteligencia emocional, etc. Estalla en pedazos la noción de lo
aceptable y se revalorizan determinados rasgos. Sea para encajar, para
ser más aceptado, para ligar o para estar a la moda, cambiar se vuelve
deseable. En estos casos, el motivo suele estar alejado de un
planteamiento político feminista: no se cambia por justicia social, se
cambia por deseo (aunque algunos dirán que eso da igual y que lo
importante es el cambio). También puede darse deseabilidad en los
entornos feministas: cuando para encajar en un grupo se transforman mis
prioridades para acomodarse al grupo, a veces eso implicará cuestionar
mi masculinidad.
La contracara de la deseabilidad es el cambio por obligación social
que implica una variación independientemente de lo que se quiera por
ser censurados algunos comportamientos. Esto hace que no se tenga otra
opción distinta al cambio: por imperativo social el machismo y los
privilegios no quedan impunes impulsando como respuesta modelos de
masculinidad distintos. Esto, lógicamente, se dará en entornos con un
feminismo muy asentado y con la capacidad de imposición suficiente como
para legitimar el discurso que penaliza comportamientos machistas. Tiene
que ver, pues, con la hegemonía local del feminismo. Pero cabría
discutir si es suficiente una estrategia que no venga con el
convencimiento del hombre. ¿Basta con que no se tengan comportamientos
machistas de cara hacia los demás o el convencimiento es condición
necesaria?
Las motivaciones que pueden encontrarse para comenzar el cambio
pueden ser muy diversas. Sin embargo, ninguna es suficiente para
realizar un proceso de revisión efectivo y es que querer cambiar no significa saber cómo hacerlo.
Y lo digo por experiencia. Los quebraderos de cabeza son legión y es
fácil que, ante la incapacidad de responder con certeza al ¿qué hacer?, surja la frustración.
¿Cómo ser hombre?
Precisamente la parte menos clara y más débil del pensamiento sobre
las masculinidades es la que propone modelos alternativos de ser hombre.
Algunas propuestas se atreven a definir rasgos de la masculinidad que
vendrá (poco claros o poco creíbles la mayoría) pero los demás lo
plantean como una cuestión de procesos más que de resultados: se trata
de generar espacios de pensamiento, diálogo y ensayo conjunto.
Laboratorios de masculinidad donde poder darle palabras a un mundo
emocional informe que nos ronda en la cabeza. Huid de quien diga que
expresarse es sencillo: la masculinidad opera en lo velado y
difícilmente encontraréis hombres con un discurso perfilado sobre lo que
significa ser hombre. Ese discurso hay que construirlo a base de
trabajo colectivo y los iluminados sobran.
La mala noticia es que estos grupos de masculinidades tampoco terminan de escapar del riesgo de convertirse en polos ultracoherentes
de concienciación (y de reparto de carnets, lógica que nos suena). Si
bien el ir despejando el camino de las nuevas articulaciones que puede
tener lo masculino es importante, el reto sigue siendo el mismo:
extender la concienciación y dar con un discurso que pueda articular el
malestar masculino que produce la desaparición de las certezas.
He conocido a hombres que han desarrollado cierta inquina hacia el
feminismo por la incapacidad de dar salida práctica al malestar. El
reflejo quebrado del espejo no es placentero y es muy sencillo que la
autocompasión se convierta en autojustificación. Cuando aparecen
discursos (simplones y estúpidos pero sencillos) que te lamen las
heridas y te permiten soldar la fractura del espejo, ¿quién puede decir
que no cederá nunca a ellos? De ahí la importancia de que ante el peso
que cobran los “discursos neomachunos” se haga un contrapeso con discursos de masculinidades profeministas.
La lucha feminista, tan potente en los últimos años, aparece aquí
como una plataforma de oportunidad. La lógica del contagio que permite
que el feminismo se difunda como una pandemia (¡bendita pandemia!) y que
abre una puerta de empoderamiento femenino, puede servir al hombre para
arrojar luz sobre sus privilegios y, más importante aún, sobre en qué
lucha puede volcar su esfuerzo. Aunque esto pone sobre la mesa el último
reto del que quería hablar: volcarse en el feminismo sin robar
protagonismo y sin exigir que el feminismo se haga cargo de “la cuestión
masculina”.
Y en esas estamos. Sin muchas respuestas, con cada día más
incógnitas, dando tumbos y ensayando a pequeña y mediana escala espacios
de aprendizaje individual y colectivo. A fin de cuentas, el feminismo
no va sobre el hombre y, si queremos algo, tendremos que ser los propios
hombres los que nos saquemos las castañas del fuego.
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