Mario Patrón
En recientes semanas, la
agenda de discusión pública ha estado protagonizada por temas
judiciales. Entre ellos, sobresalen la extradición de Emilio Lozoya, la
detención en Estados Unidos del ex gobernador César Duarte y el
seguimiento al proceso de extradición de Tomás Zerón de Lucio, ex
director de la Agencia de Investigación Criminal, prófugo de la
justicia, a quien se le ubica en Canadá, y uno de los principales
autores de la llamada
verdad históricasobre el caso Ayotzinapa, cuyo derrumbe se ha confirmado en semanas recientes.
Estos casos están precedidos por hechos que ahora es pertinente traer
a cuento, como el encarcelamiento de la ex secretaria de Estado,
Rosario Robles; la
renunciadel ex ministro de la SCJN, Eduardo Medina Mora; la orden de captura contra el general Eduardo León Trauwitz, quien fuera jefe de escoltas de Enrique Peña Nieto (EPN) cuando éste era gobernador del estado de México, y nombrado subdirector de Salvaguarda Estratégica de Pemex cuando EPN ocupó la Presidencia de México, cargo –por cierto– que incluía la responsabilidad de vigilar la red de ductos y combatir la
ordeñade combustibles.
Bien es sabido que una de las banderas políticas más emblemáticas de
Andrés Manuel López Obrador, tanto en campaña como en el ejercicio de
gobierno, ha sido la lucha contra la corrupción. Si bien el Presidente
ha incurrido en excesos en esta narrativa, pues de pronto pareciera que
toda acción de gobierno se justifica bajo el paraguas anticorrupción,
hay que reconocer que los anteriores y otros casos del orden penal
vinculados con personajes importantes del gobierno de EPN, podrían
convertirse en un verdadero punto de inflexión en la agenda del estado
democrático de derecho de nuestro país.
Si acudimos a experiencias comparadas, particularmente en
Latinoamérica, Perú podría ser el caso más significativo en dicho
ámbito. Las investigaciones de corrupción ligadas a la constructora
brasileña Odebrecht han provocado encarcelamientos, acusaciones y
abdicaciones de personajes que ocuparon puestos importantes en los
gabinetes de los últimos cuatro presidentes que gobernaron Perú (Toledo,
2001-2006, García 2006-2011, Humala 2011-2016 y Kuczynski 2016-2018).
Todo estado democrático de derecho sustenta su correcto
funcionamiento y legitimidad en la consolidación de sistemas judiciales
que garanticen el acceso a la justicia. La corrupción entendida como la
captura de las instituciones del Estado para intereses privados, en
México ha pervivido gracias a la impunidad, no sólo porque las propias
cifras oficiales reconocen que 99 por ciento de los delitos denunciados
no se investigan, sino porque uno de los grandes incentivos para violar
la ley, radica en que no hay consecuencias.
Las narrativas oficiales en la materia son eficaces, siempre y cuando
vayan acompañadas de la formalización de procesos de justicia y de
verdad. Los múltiples llamados del presidente López Obrador para estar
atentos del caso Lozoya, dan cuenta de un claro propósito de
mediatización de dicha causa. En otros sexenios ya hemos conocido la
práctica de detener a denominados peces gordos en el arranque de las
nuevas administraciones como emblema de un ajuste de cuentas con el
pasado; sirvan para ejemplificar, el llamado
quinazo; la detención del
hermano incómodo, Raúl Salinas de Gortari, y el encarcelamiento de la profesora Elba Esther Gordillo. Al pasar el tiempo, de esos y otros casos similares nada realmente trascendente surgió, ni en términos de justicia, ni de fortalecimiento de la agenda democrática de derecho. Hoy nos encontramos ante la oportunidad de presentar de nueva cuenta ese examen que reiteradamente hemos aplazado.
Para consumar una auténtica transformación, México requiere contar
con una política nacional anticorrupción; ello pasa, en efecto, por
combatir los delitos que son consecuencia de la corrupción, pero también
es necesario profundizar sobre sus causas, para diseñar e implantar
medidas, políticas públicas y programas de gobierno que eviten que se
perpetúen, con otros partidos y otros funcionarios públicos.
Esto no sucederá sólo con el llamado permanente del Presidente a la
honestidad; es imprescindible una política que reduzca el incentivo de
que violar la ley es rentable. La corrupción, como fenómeno, prospera y
se reproduce cuando los entornos son oscuros, cuando la discrecionalidad
es rampante y sólo unos cuantos tienen el monopolio de las decisiones
públicas. Por ello hemos de repetir una vez más que la amplia
participación social en la vida pública y la mayor transparencia y
rendición de cuentas, pueden ser grandes antídotos contra la corrupción.
En esta clave, los procesos de justicia pueden ser eficaces
catalizadores de transformaciones profundas en la medida en que se
conozca la verdad, lo cual supone develar los pactos, estructuras y
prácticas de poder que permiten la captura del Estado para fines
privados. Sólo así podremos decir que estamos ante la posibilidad de
construir una política nacional que combata la corrupción desde sus
causas, pero que también cancele su vía de salida, la impunidad.
En el escenario actual, dicha lógica nos obliga a subrayar que no
debemos perder de vista y pasar de largo sin más sobre el hecho de que,
tanto los detenidos como los prófugos de la justicia –Lozoya, Zerón,
Duarte, Robles, Trauwitz–, ocuparon cargos públicos de primer nivel, que
implicaban no sólo una relación institucional directa y estrecha con
EPN, sino también una cercanía personal del ex presidente con cada uno
de ellos; relación que no debiera quedar fuera del foco de la acción de
la justicia.
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