Anthony J. Hall (Traducido del francés por Carla Francisca Carmona Young, especial para ARGENPRESS.info)
Durante largos años, algunos sociólogos han alcanzado cierta posición, participando en una campaña destinada a mancillar cualquier crítica en contra de la política estadounidense, atribuyéndola a una fascinación patológica masiva por el complot. Los tiempos cambian. El 6 de marzo de 2009, durante la prestigiosa conferencia anual de sociología de la Universidad de Winnipeg, el profesor Anthony J. Hall cuestionó la impunidad que le confiere el tabú del 11 de septiembre al gobierno de Bush.
Reproducimos una versión ampliada de su intervención.
Graves acusaciones vinculan en actos criminales tanto al ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush, como al actual presidente de Sudán, Omar al-Bashir. A fines de febrero de 2009, trascendió que la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya se disponía a emitir una orden en contra de al-Bashir, a propósito de su presunta responsabilidad en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Mientras se preparaban tales documentos contra el presidente de Sudán, el ex presidente Bush se aprestaba, por su parte, a dar una serie de conferencias remuneradas que comenzarían el 17 de marzo en la ciudad de Calgary, en Alberta (Canadá). La visita de Bush a la capital petrolera de Alberta puso a prueba la coherencia y la autenticidad de la posición “inequívoca” del gobierno canadiense, según la cual «Canadá no es, ni se convertirá, en un refugio seguro para personas implicadas en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad u otros actos reprensibles».
El contraste entre el trato conferido a Bush y a al-Bashir fue puesto de manifiesto casi inadvertidamente por Geoffrey York, un colega con quien discutía a menudo, hace 20 años atrás, cuando los dos éramos corresponsales regulares del periódico Globe and Mail de las peripecias de Asuntos Aborígenes de Manitoba (Canadá), temas que, en varias ocasiones, fueron de interés nacional. En su reportaje sobre los cargos en contra de al-Bashir, York escribe:«Por primera vez en la historia, un tribunal penal internacional se apresta a emitir una orden de arresto contra un jefe de Estado, acusándolo de haber orquestado una campaña de asesinatos, torturas y violaciones». El periodista consideraba que esta iniciativa de la CPI «sería vista por muchos como una prueba de que ninguna persona está por encima de la ley».Este contraste abrumador entre el trato otorgado a al-Bashir y el trato que se le da a Bush, deja en evidencia la división que existe en el mundo entre criminales (o presuntos criminales) en dos grandes categorías: la primera, constituida por una pequeña elite que, esencialmente, está por sobre la ley y una segunda, compuesta por gente que no es lo suficientemente rica ni lo suficientemente influyente como para escapar de la fuerza coercitiva de la ley.
Con ironía he llegado a esta conclusión. Por una parte, la decisión de la CPI de emprender acciones legales en contra de al-Bashir, como también, de abrir un juicio contra el comandante congolés Thomas Lubanga Dyilo en enero de 2009, son señales de una transformación importante de la CPI. Este tribunal ya no es un simple difusor de la expresión vacía de ideales nobles, sino más bien una instancia de real compromiso que busca someter las leyes del asesinato, la mutilación y la intimidación a la autoridad máxima del derecho.Por otra parte, estableciendo la responsabilidad, en su primer acto jurídico, de a poderosas figuras locales de aquellas regiones de África que sufren y que, a menudo, son dominadas por los cárteles de materias primas y sus regímenes clientelistas, la CPI ha subrayado la hipocresía de un Occidente que protege, en el seno del complejo industrial militar, a sus propios señores y beneficiarios de guerra de toda responsabilidad jurídica por los actos de violencia cometidos por sus agentes. En efecto, muchos de los que, generalmente, planifican, instigan, financian, arman, facilitan y se apuntan en esta explotación, forman parte de lo que llamamos sector privado.
De esta forma, el doble estándar promovido por la CPI en la elección de sus objetivos, en materia de acciones legales, no es más que la repetición a escala internacional del gran doblez del sistema de justicia penal de Estados Unidos.Tal como lo ilustra crudamente el porcentaje desigual y escandalosamente elevado de Negros hacinados en las prisiones privatizadas de la superpotencia declinante1, las fuerzas del orden y la justicia hacen esfuerzos desproporcionados –de forma evidente– para criminalizar a los afro-estadounidenses pobres, teniendo cuidado de excluir de su atención a los habitantes de piel clara de los barrios de casas y a los pocos enclaves de la extrema riqueza. Las autoridades encargadas de aplicar el nuevo Derecho internacional, por su parte, se limitarán a perseguir a los jefes de las bandas de ese gueto continental que es África, con la mirada puesta en el exterior, cuando se trata, realmente, de redes criminales más globales, con sedes en Norteamérica, en Europa, en Israel y, cada vez más a menudo, en China, India y Rusia.
El renombre de Omar al-Bashir está lejos de ser internacional, mientras que George Bush es uno de los hombres más conocidos del mundo. En efecto, a lo largo de los ocho años de su desastroso mandato, Bush logró hacerse odiado mundialmente. Bush es ampliamente detestado por sus decisiones políticas, así como el conjunto de acérrimos belicistas, corsarios del capital, propagandistas de la mentira, evangélicos fanáticos, usureros, dementes defensores de la tortura y generales sicóticos que conformaban su círculo más cercano2. Una parte importante de la opinión pública mundial ve a este hombre desacreditado como la encarnación de algo peor que un execrable dirigente; estas personas consideran al 43º presidente de Estados Unidos un individuo grosero, irrespetuoso de las leyes. De esta forma, y con buenas razones, muchos perciben a Bush como a un desviado patológico que alimentaba la fantasía delirante de que el poder de su función le otorgaba toda la facultad de autorizar a las fuerzas armadas de su país y a mercenarios privados para cometer masacres, desapariciones y torturas de la más grave índole y de envergadura genocida.
Esta visión, tan popular, se basa en un número creciente de estudios jurídicos de profesores universitarios que utilizan elementos de prueba ya disponibles en la esfera pública suficientes para establecer que George Bush y sus subalternos violaron numerosas leyes nacionales e internacionales, incluyendo los Convenios de Ginebra y las instancias de la ONU que prohíben la tortura. Philippe Sands, Francis Boyle y el profesor Michael Mandel, de la Osgood Hall Law School, tres de los más activos juristas internacionales, demostraron que George Bush y su gabinete de guerra transgredieron el Derecho internacional en muy repetidas ocasiones. De hecho, es muy larga la lista de juristas que buscan llevar al ex presidente estadounidense ante de la justicia. Vincent Bugliosi, quien fue fiscal en el caso Charles Manson, se adhiere a la causa con su nuevo libro «The Prosecution of George W. Bush for Murder» (El procesamiento de George W. Bush por asesinato)
Teniendo en cuenta la cantidad y la contundencia de la documentación ya reunida para inculpar a Bush y muchos de sus principales colaboradores en crímenes nacionales e internacionales, la facilidad con que el ex presidente atraviesa fronteras para dar discursos en lugares como Calgary, hay una manifestación de la disfunción jurídica de los organismos que aplican la ley.
¿Acaso el rol de estos organismos es proteger la propiedad y el prestigio de los ricos de la incursión de los marginados y desposeídos? ¿Acaso la ley no se reduce a una simple teoría cuando no puede restringir la utilización de manera abusiva de la violencia para arraigar los privilegios e intimidar a la disidencia? ¿Se levantarán las autoridades de la Corona en Canadá o el ministerio público en otros países para demostrar su respeto por el poder de la ley y su aplicación uniforme, tanto al presidente como al indigente, al colono como al nativo y al blanco como al negro? ¿Cómo podríamos trascender los códigos, a menudo racistas, contenidos en la retórica de la ley y del orden y elevarlos a las normas requeridas por el respeto a la primacía del derecho?¿Nunca daremos lugar a la difusión de la verdad en el marco de un juicio que exigiera no sólo a Bush, sino a Richard Cheney, a Donald Rumsfeld, a Paul Wolfowitz, a Condoleezza Rice y otros, rendir cuentas sobre sus decisiones y sus actos en la dirección de guerras de agresión? En calidad de principales estrategas, los industriales del armamento y del petróleo, los propietarios de sociedades mercenarias y sus cabilderos y propagandistas, la mayor parte de estos individuos han contribuido a la edificación del proyecto del Proyecto Nuevo Siglo Estadounidense (PNAC, por su sigla en inglés, N. de la T.), o sea, la privatización de nuestra economía basada en el terror y las falsas justificaciones para las supuestas «guerras preventiva».
Un año antes del 11 de septiembre, el PNAC anunciaba la necesidad de «un nuevo Pearl Harbor», que permitiera provocar el clima de histeria necesario para lograr los objetivos de sus patrocinadores. El más ambicioso entre todos era la creación de un pretexto para tomar el control de los recursos petrolíferos de Irak y de todo el Oriente Medio.Imaginando al mundo regido por el Derecho internacionalDesde hace varias generaciones se ha establecido el principio de que todos los pueblos del mundo, junto con sus gobiernos, deben reconocer el beneficio común de la competencia universal cuando se trata de casos de la más alta criminalidad. A su regreso de África, en 1980, George Washington Williams, un misionero negro de Estados Unidos, ayudó a enfocar el pensamiento legal en esta dirección.
Williams buscaba palabras lo suficientemente evocadoras para describir las espantosas violaciones de los derechos humanos de las que había sido testigo en el llamado Estado Libre de Congo del rey Leopoldo y así fue como encontró la expresión «crímenes contra la humanidad». En 1944, Raphael Lemkin, un judío polaco que logró escapar del horror nazi en Europa, se basó en su experiencia para reforzar el vocabulario de la criminalidad internacional.
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