Margaret Thatcher
Marcos Chávez M.
El desastre en que se ha convertido el abastecimiento eléctrico en el Distrito Federal y los estados de México, Hidalgo, Puebla y Morelos –que afecta a 400 colonias, aproximadamente, de la zona metropolitana, directamente a más de 360 mil usuarios con un pésimo servicio, e indirectamente a más 400 mil con el suministro de agua, además de provocar pérdidas del orden de 100 millones de pesos a las empresas, hasta el momento– no es un simple accidente. Esa situación formaba parte del cálculo político de Felipe Calderón, Fernando Gómez Mont, Genaro García, Javier Lozano, Georgina Kessel y Alfredo Elías Ayub, entre otros involucrados, desde el momento en que planearon y decidieron el brutal asalto policiaco-militar en contra a de las instalaciones de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro (LFC), el 10 de octubre, con el objeto de destruir a la paraestatal y al Sindicato de Trabajadores Electricistas (SME), aumentar las tarifas del energético y reducir o eliminar los subsidios a la población, los cuales ya se transfieren a los empresarios que, como buitres, devoran los despojos que les arrojaron, y a los nuevos que llegarán al festín o que ampliarán su participación en el mismo.
Es un deliberado precio “colateral”, económico y sociopolítico, necesario e inevitable, que conscientemente aceptaron asumir los líderes referidos del proyecto neoliberal de nación, dentro del proceso de devastación del Estado, cuando resolvieron allanar el terreno de esa manera para acelerar el desmantelamiento y la reprivatización de las industrias petrolera y eléctrica, y las telecomunicaciones asociadas a la última. Desde luego que esas infamias pudieron sortearse o atenuarse, pero ello implicaba una estrategia diferente, normalmente empleada en las democracias formales: la reorganización a fondo de la empresa para tratar de subsanar sus deficiencias, a través de una mejor planeación y manejo administrativo, una dirección profesional, responsable, sometida a una supervisión rigurosa y la evaluación interna y externa de sus resultados (la Secretaría y Comisión de Energía, el Congreso, representantes de la sociedad), lo que hubiera implicado el despido y la sancionar de sus últimos funcionarios, el cambio en la política de precios y subsidios; la demostración seria de su inviabilidad operativa y financiera para justificar el imperativo de fusionarla con la Comisión Federal de Electricidad (CFE), desaparecerla o crear otra; el consenso social; negociar con los trabajadores, respetar sus derechos laborales y constitucionales y ofrecerles opciones laborales; respetar las leyes primarias y secundarias y apegarse a los procedimientos e instancias (el Congreso), jurídicamente establecidos, si la decisión era desaparecerla o integrarla a la CFE; evaluar la pertinencia de la reprivatización luego del fracaso de todas las experiencias mundiales, entre ellas las emblemáticas inglesa, estadunidense y chilena, cuyo rescate resultó más oneroso que los ingresos redituados por su venta; diseñar un programa que anticipara esos problemas y los enfrentara satisfactoriamente, lo que hubiera implicado reforzar la CFE o crear una nueva sólida financiera y operativamente, con un periodo de transición y una ruta crítica, en un plazo razonable.
Para nadie es un secreto el premeditado estrangulamiento financiero de la CFE –al igual que LFC y demás empresas estatales– que explica, en gran medida, el deterioro de su eficiencia y su descrédito público –estimulado por el gobierno–, proceso reforzado por la voracidad de los impresentables líderes de su sindicato corporativo que, con la venia oficial, y la depredación a que es sometida por los empresarios nacionales y extranjeros, le venden sus gravosos, turbios e inconstitucionales servicios –obras y fluido–. Su deplorable estado, al que se le añadió súbitamente la carga de trabajo de LFC, sin la ampliación de su presupuesto y de su plantilla de empleados, garantizaba la crisis energética que padece el centro del país. Pero el primer objetivo de Calderón y sus rudos no era evitar el síndrome Enron, sino reventar a LFC y al SME. El colapso forzado ofrecería la coartada intencional esperada para la segunda meta: reprivatizar y ampliar la presencia empresarial en el servicio. Ese oscuro interés particular fue ocultado con la fachada de la “seguridad nacional”.
¿Qué razones existen para esperar una acción distinta a la asumida, que Calderón se apegaría a las leyes si, como un “moderno” Atila, siempre las ha violado impunemente, con la infame complicidad de quienes han convertido en una zahúrda a los poderes Legislativo y Judicial y que legitimaron la villanía al largarse despectivamente de vacaciones en lugar de enfrentar las tropelías, como legalmente les correspondía, y sufrir una insultante amnesia de los problemas cuando regresaron? ¿Si cometieron una vileza en contra de más de 40 mil trabajadores electricistas y arteramente han sacrificado a millones de mexicanos con su política antisocial, por qué esperar que no se ensañaran con las más de 20 millones de personas que habitan en las entidades citadas y dependían del servicio de LFC, en especial en contra los capitalinos que han derrotado a Calderón y su clerical partido, que se han convertido en un fastidioso valladar contra su neoliberalismo y su rabioso mandato teocrático?
La crisis eléctrica, diabólicamente o no planeada, constituye una venganza ejemplar que se magnifica ante la ausencia de normas, mecanismos legales e institucionales que permitan a los usuarios defender sus derechos ante los abusos y los daños ocasionados por el gobierno y los empresarios. Los que existen son simples celestinas o se suman en contra de ellos, como ocurre con los “representantes populares”. Quién y cómo compensará los perjuicios cometidos en contra de los usuarios: la reducción y parálisis de la producción, el atraso en la entrega de pedidos o la atención de los servicios, el deterioro de los equipos, las pérdidas pecuniarias, la afectación de los aparatos, alimentos y otros productos o la falta de agua en los hogares.
¿Acaso esperan que traten de hacer justicia por sus propios? Si la violencia policiaco-militar se ha convertido en un escándalo mundial, ante la indiferencia calderonista, ¿qué más da otra represión?
Al cuantificar Estefano Conde (CFE) que el servicio podría tardar 18-20 meses en normalizarse, está ponderando la magnitud del ultraje cometido. La forma en que han sido contratados los trabajadores de las firmas que sustituyeron a LFC –salarios por 4-6 mil pesos mensuales, menores a los pagados a los empleados despedidos, sin prestaciones sociales y ocupados temporales– envía otros mensajes: no les afecta la ilegalidad del proceso; fomentar la división y el conflicto de clase, entre los nuevos empleados, cuyas necesidades les obliga a aceptar una deplorable ocupación para subsistir, los que fueron ilegalmente arrojados a la calle y que defienden sus intereses y los de la nación y que ven a aquellos como saboteadores, y los usuarios descontentos que los cusan de la crisis, sin ver que el responsable está en los Pinos; la incitación y el solapamiento de Calderón a la violación de las leyes del trabajo, la regla con que buscan medir, “flexibilizar” e inmolar a todos los asalariados con la contrarreforma laboral que impulsa con su consistorio, empresarios y congresistas, para favorecer la acumulación capitalista.
Para lograr sus propósitos, Calderón no inventó nada, sólo empleó los bárbaros métodos conocidos: las pezuñas para pisotear la legalidad y el puño de hierro para aplastar a quien se interponga; la sanguinaria ferocidad empleada en los tres laboratorios donde la derecha radical diseñó el bacilo de la peste neoliberal y que luego diseminó a escala mundial para justificar la fingida superioridad del mercado sobre el Estado: imponer la terapia de la liberalización, la privatización, la desregulación y embestir a los trabajadores. Con las bayonetas y del brazo de los Chicago boys, Augusto Pinochet pudo aplastar a los opositores y vender corruptamente cuantas empresas públicas quiso, entre ellas a Endesa, responsable de la industria eléctrica (generación y distribución), e “inventar” el “capitalismo popular”, la venta de acciones a los trabajadores, como se pretender hacer con Petróleos Mexicanos. Al final, todo quedó suciamente en manos de los “hijos de Pinochet” y los españoles (Edasa-España). Margaret Thatcher privatizó Electricity Distribution (1990) y Electricy Generation (1991). Para asegurar las ventas, aplastó a los trabajadores, destacándose la histórica arremetida en contra de los 240 mil mineros que en 1984 iniciaron una ola de huelgas. Miles de ellos fueron despedidos y golpeados; varios, encarcelados. En 1986, Ronald Reagan quiso vender las cinco empresas “administradoras” de energía eléctrica, pero el Congreso lo impidió. Pero la desregulación de la producción y distribución eléctrica provocó la crisis de California y otros estados (2000-2001), que develó la picardía de las empresas, entre ellas Enron: los altos precios, la especulación en el servicio, la defectuosa infraestructura y las fabulosas ganancias, que costaron millones de dólares a los estados y los contribuyentes.
El fracaso de la privatización y la desregulación eléctrica en el Reino Unido, Estados Unidos, Australia (Sharon Beder, Energía y Poder. La lucha por el control de la electricidad en el mundo. FCE, México, 2005), Chile, Argentina y otros países, se resume en varios en varios puntos: la sustitución de los monopolios públicos por los privados, extranjerizados, sin competencia, que manipulan el mercado y subordinan el intereses nacional al particular, y que se crearon en turbias ventas, donde convergieron los oscuros intereses de los funcionarios estatales y los empresarios beneficiados; el privilegio a la máxima ganancia sobre la tecnología, la infraestructura y la cobertura, concentrada en las zonas densamente pobladas, descuidando al resto de la población; los altos costos operativos, convertidos en altos precios para los pequeños consumidores, afectados adicionalmente por la reducción o eliminación de los subsidios, y bajas tarifas para las empresas y las personas de altos ingreso; peores servicios y mayores abusos a los indefensos usuarios; los reiterados apagones y el desabasto que han obligado a racionar el consumo. Los grandes apagones de California, Nueva York-Sureste de Canadá, Buenos Aires, México, Italia, Europa y Australia son algunos ejemplos; una mala regulación, el solapamiento o la debilidad oficial para fiscalizar, controlar y garantizar que las productoras y distribuidoras se apeguen a la ley y las políticas energética de largo plazo ante el poder adquirido; la corrupción, evasión de impuestos, trato “privilegiado”, protección otorgada por el gobierno y la clase política, prácticas fraudulentas y manipulación contable o salidas de capitales que han caracterizado a las operaciones de las empresas; la pérdida y la precarización del empleo (inestabilidad, recorte de salarios y prestaciones, subcontratación, arbitrariedades laborales); la quiebra de algunas empresas cuyo costo para rescatarlas resultó mayor que el recibido por su venta y que se convirtieron en deuda pública que pagan los contribuyentes; la pérdida de la soberanía energética y el riesgo que implica para la seguridad nacional la entrega de la industria a los monopolios privados.
Nada de eso les importa a los déspotas orientales calderonistas. Lo que desean lo están obteniendo: arrollar a los electricistas y a la población, y reprivatizar la industria y las riquezas de la nación. El pasivo fastidio mostrado por la población ante sus intereses afectados, el escaso apoyo dado al SME y el vació generado alrededor de los problemas han facilitado las injusticias. Si se mantiene ese curso, los neoliberales se anotarán otro éxito.
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