Foto Fotograma de la película
boy and his dog, una extraña película de culto basada en un breve relato de Harlan Ellison y dirigida en 1975 por L.Q. Jones, narraba la historia de un niño condenado a errar, luego de la destrucción de nuestro planeta, en compañía de su mascota canina por territorios devastados, haciendo frente a depredadores humanos vueltos caníbales. La película circuló mínimamente en México en video formato VHS, y sería difícil encontrarla hoy en el catálogo de un video club o en la programación de un ciclo de cine fantástico. Su marginalidad se debe no a una pretendida falta de calidad, sino a su cínica propuesta narrativa de un perro que logra comunicarse telepáticamente con su amo y lo convence sin gran dificultad de que su novia sirva de alimento para ambos. En toda cinta de catástrofes hecha en Hollywood, la ausencia de un mensaje moral, preferentemente de redención, es hasta el día de hoy una herejía.
Lo anterior viene a cuento porque El último camino (The road), del australiano John Hillcoat, llega a la cartelera sin el soporte publicitario reservado a las descomunales cintas de catástrofes dirigidas por Roland Emmerich o sucedáneos, con paisajes apocalípticos saturados de efectos especiales y Nueva York como una nueva Sodoma devastada digitalmente. Tiene además la reputación de ser una película escéptica e intimista: el drama de dos seres (un padre y un hijo) que a la dura supervivencia diaria deben añadir el duelo por la mujer (madre y esposa –Charlize Theron) que eligió como única salida a la debacle el suicidio. Una película sin cinismo, pero también sin grandes ilusiones. Nada de esto suena muy comercial ni augura nada bueno en taquilla, a pesar del reparto que incluye, además de Mortensen, al veterano Robert Duvall y a Guy Pearce, y que está basada en una novela, premio Pulitzer 2007, del formidable escritor estadunidense Cormac Mc Carthy (Sin lugar para los débiles –llevada a la pantalla por los hermanos Coen–, Blood meridian y también Suttree, relatos de atmósferas faulknerianas y aliento épico digno de Herman Melville).
En la cinta de Hillcoat, la adaptación puntillosamente realizada por Joe Penhall, muestra a los personajes despertando en un mundo sin alimentos ni petróleo suficiente, privado de animales, con una flora en extinción acelerada y con las violentas réplicas de un terremoto. No se refieren las causas del colapso del planeta, pero cada espectador puede imaginar a su antojo una catástrofe ambiental capaz de desplazar ventajosamente a la vieja amenaza nuclear. El último camino describe el largo peregrinar de un Hombre (Viggo Mortensen) y su Hijo (Kodi Smit-McPhee), de 10 años, del norte al sur estadunidense en busca del mar y de un clima más benigno. En la desolación de territorios industriales vueltos hacinamiento de chatarra, el mar semeja una última frontera, un hipotético azul capaz de albergar vida. Hay un juego continuo de contrastes espacio-temporales que la fotografía del camarógrafo vasco Javier Aguirresarobe captura con destreza: desde los flash-backs luminosos que aportan información sobre la vida familiar de ese Hombre antes de la catástrofe, hasta la atmósfera mortecina del presente, pasando por las gradaciones más sutiles de color y de textura en el desplazamiento de padre e hijo hacia la tierra meridional prometida. No hay, por supuesto, la penetrante perspectiva metafísica en paisaje post apocalíptico de una cinta como la del soviético Alexander Sokurov (Los días del eclipse, 1988), y sí un realismo descarnado que no hace economía de detalles gore ni de osamentas vueltas espectáculo familiar (No hay nada aquí que no hayas visto antes
, dice el hombre al Hijo ante el cadáver de un niño carbonizado sobre una cama), y que difícilmente logra liberarse de las convenciones narrativas hollywoodenses, aun cuando sea notable su esfuerzo por encontrar un lenguaje propio. El último camino es un relato sostenido por actuaciones de primer orden (Mortensen, con la solvencia acostumbrada; el niño Smit-Mc Phee, toda una revelación), muy eficaz en su manejo de emociones en ese largo ritual de duelo anticipado que ofician las dos últimas generaciones del planeta, y que ofrece más pasto a la reflexión que a los estímulos del entretenimiento masivo. Una estupenda cinta sobre la pérdida sentimental y también, a su manera, una crónica desengañada de cataclismos largamente anunciados.
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