Los festejos duraron todo el mes de septiembre: se abrieron el día primero con la inauguración del Manicomio General de La Castañeda a la que asistieron los miembros del gabinete y el cuerpo diplomático en pleno, además de unas tres mil personas. Ese mismo día la colonia italiana obsequió a la ciudad una estatua de Garibaldi, que por cierto enojó a quienes veían al prócer como enemigo de la religión católica. Al día siguiente llegó a la capital la pila bautismal de don Miguel Hidalgo que recibió honores militares antes de quedar colocada en un museo. El día 3 puso Díaz la primera piedra de la nueva cárcel de Lecumberri; el 4 hubo desfile de carros alegóricos; el 5 entrega solemnísima de cartas credenciales de los embajadores especiales que venían a las fiestas; el 8 homenaje a los Niños Héroes y el inicio de un Congreso de Americanistas; el 9 exposición de arte español; el 11 colocación de la primera piedra del monumento a Pasteur que los franceses obsequiaban a México y desfile de trajes típicos; el 12 inauguración de la Escuela Normal para Maestros; el 13 se develó en la Biblioteca Nacional un busto de Humboldt, regalo del káiser alemán; el 14 homenaje en la Catedral a los héroes de la patria y desfile, y por fin el 15 (la fecha original del levantamiento se adelantó un día para hacerla coincidir con el cumpleaños del caudillo) el grito “en la más suntuosa ceremonia que haya registrado nuestra historia”, según escribió Antonio Garza Ruiz.
Multitudes aplaudieron al presidente cuando salió al balcón central y le gritaron vivas cuando tocó la histórica campana de Dolores, traída especialmente para la ocasión.
Posteriormente en Palacio Nacional se efectuó una recepción a la que siguieron cena y baile que se celebraron en el patio central al que se había cubierto con un hermoso emplomado mandado a hacer para esa noche. Cientos de invitados asistieron engalanados con levitas, elegantes vestidos y ricas joyas. En el convivio degustaron platillos de la comida francesa que, como escribió Salvador Novo, vino a sustituir a la comida española. El menú de esa noche de gran gala fue: “Consomé de res y ternera, sopa de tortuga, trucha salmonada, filete de res, pollo y pavo con espárragos y legumbres varias, trufas y hongos y patés, todo regado con excelentes vinos, agua mineral y al final cognac”. También corrió el champagne que, como escribiría Mariano Azuela, “ebulle burbujas donde se descomponen la luz y los candiles”.
Para esa que fue la fiesta más importante de la temporada, la señora Carmelita de Díaz llevaba un vestido de seda bordado con oro, broche y al cuello varios hilos de perlas del mejor oriente. Cual si fuera reina, completaba el atuendo una espléndida diadema de brillantes. Y don Porfirio, con todas sus condecoraciones al pecho (como se ve en un óleo pintado por Cusachs) aparecía como “la majestad de la República”, según escribió Juan A. Mateos.
En el Zócalo y en las calles de la ciudad, profusamente iluminadas, había bailes populares. Cuentan las crónicas de la época que la alegría se prolongó durante toda la noche, con las luces de bengala, las campanas al vuelo en las iglesias, la música.
Y al día siguiente, como cierre magnífico de las festividades, se inauguró la columna de la Independencia, monumento diseñado por el arquitecto Antonio Rivas Mercado, en el cual la victoria alada se elevaba sobre la ciudad desde un altísimo pedestal de casi 40 metros, levantado en el elegante y afrancesado Paseo de la Reforma. El señor diputado Salvador Díaz Mirón, “el primero de los poetas nacionales” declamó las palabras: “Salve a Nuestra Señora/La Virgen Democracia”.
De ese festejo ya han pasado cien años. En unos días podremos hacer el balance y la comparación.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Doña Clementina Díaz y de Ovando, destacada historiadora, cronista de la UNAM, transcribe parte de ellas en su magna obra de tres volúmenes Invitación al baile: arte, espectáculo y rito en la sociedad mexicana de 1825 a 1910, que reseña la vida de esa época alrededor de los bailes.
La obra comienza con el primer baile que se celebró en el México independiente, y concluye con el gran baile que ofreció Porfirio Díaz en Palacio Nacional para festejar el centenario de la Independencia. Asistieron los invitados que habían venido de distintas partes del mundo y desde luego la aristocracia capitalina, anfitriona en sus mansiones de muchos de ellos.
La decoración llevó varias semanas, ya que el enorme recinto se transformó en un palacio de las Mil y una noches. Se instalaron 30 mil lámparas eléctricas. El patio principal, las galerías y los salones del buffet de honor se cubrieron con una lona encerada de 4 mil 500 metros cuadrados.
El palacio se cubrió de follaje, plantas tropicales y adornos florales, que eran el marco para los cortinajes, gobelinos, pinturas, tibores, esculturas, espejos monumentales y demás ornamentos de lujo, que prestaron las familias de abolengo para enriquecer la colección del propio inmueble.
Se realizó una plataforma con columnas de mármol para el lucimiento de los 150 músicos que amenizaron el baile. Dice la crónica: “A las nueve y media de la noche se presentó el señor Presidente de la República acompañado de su distinguida esposa, para recibir a los invitados... Entre tantas elegantísimas ‘Toilettes’, con las últimas creaciones de los modistas parisinos destacaba doña Carmen Romero Rubio de Díaz, con un riquísimo vestido de seda de oro... El corpiño y la falda adornados con perlas y canutillo de oro. En el centro del corpiño, un gran broche de brillantes. Gruesas perlas en el cuello y una diadema de brillantes en el tocado”.
La reseña de los trajes y joyas de las invitadas es larguísima al igual que la de los múltiples detalles de la decoración. El menú de la cena ¡en francés!, menciona entre varios otros platillos: los Petit Patós a la Russe, el Foie gras de Strasbourg en Croûtes, Filet de Dindes en Chaul Froid, brioches, musselines y los Desserts. El acompañamiento etílico: jerez español, vinos franceses, champaña Mumm y licores. Las delegaciones extranjeras y los embajadores declararon que no habían asistido a una recepción semejante en ninguna parte del mundo.
Hace unos días asistimos a la inauguración en Palacio Nacional de la exposición México 200 años. La Patria en construcción, con la que se estrena la Galería Nacional, de lo que hablaremos en futura crónica. Lo que quiero mencionar aquí es el contraste con el festejo porfirista. El presidente Felipe Calderón llevó a cabo la inauguración y después de visitar la exposición, presidió una cena en el antiguo Salón de la Tesorería. Su esposa Margarita llevaba unos aretes mexicanos de filigrana y un precioso rebozo color buganvilia. El menú de la cena mostró el rico mestizaje que ha conformado la cocina mexicana: Joroches
que son unos tamalitos campechanos hechos a base de pescado, bañados con salsa de pepita. Enseguida sopa de chipilín con quelite, grano de elote y bolitas de masa de maíz. El plato fuerte fue uno de nuestros mejores moles: el manchamanteles. El postre: una suculencia de mamey y almendras. Todo exquisito.
El conjunto instrumental Capilla Virreinal de la Nueva España acompañó la cena, entre otras, con música barroca que se compuso para la Catedral Metropolitana en el siglo XVIII. Salimos contentos de un festejo muy republicano.
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