12/26/2010

Mar de Historias de Cristina Pacheco


Aún hay tiempo


Queda una hoja en el calendario. Del 22 al 3l se tiende una línea verde que engarza los números. Carolina la contempla y recuerda que puso esa marca desde finales de noviembre, cuando su hija Alicia le aseguró que ella o su marido, Raymundo, vendrían antes de Navidad para llevársela a la casa y celebrar las fiestas decembrinas en familia: hijos, nueras, yernos, nietos y una bisnieta –Nayeli– a la que apenas conoce y sueña con tener en los brazos.

Guiada por el almanaque, Carolina reconstruye su vida en los últimos días. El 22 se tiñó el cabello con un tinte rubio cenizo que compró en el supermercado. El 23 por la mañana se vistió con el traje sastre que se pone sólo en las grandes ocasiones, tomó la bolsa con sus efectos personales y se dirigió al recibidor. Mientras esperaba a su hija o a su yerno vio salir a otros asilados en compañía de sus familiares. Intercambió con ellos buenos deseos y bromas.

A la una de la tarde Olga, la voluntaria de guardia, le sugirió que se fuera a comer. Si alguien iba a buscarla Renato, el conserje, la llamaría. Carolina se negó a abandonar el recibidor. Su ausencia podía ser vista por su hija y su yerno como desinterés y no era justo causarles esa mala impresión. Después de todo Alicia y Raymundo habían hecho el viaje desde Ojo de Agua hasta el asilo: por lo menos dos horas de camino en medio del tráfico intenso y cada vez más desordenado.

No. Ella tenía que permanecer en el recibidor vestida con su ropa de gala, en actitud de alguien que espera sin angustiarse, consciente de que en la ciudad ya nada es como antes y a causa de los conflictos viales ya nadie logra ser puntual. Alicia le había dicho que iban a pasar muy temprano a recogerla y eran casi las dos. Quizá la tardanza se debiera a que su hija había topado con un congestionamiento, una protesta, un accidente, una peregrinación, un espectáculo callejero o carriles intransitables a causa de las obras o el bacheo.

A las tres de la tarde Olga volvió para recordarle que faltaba media para que se cerrara el comedor y no volvería a abrirse hasta las siete de la noche, hora de la merienda. Carolina tuvo que resignarse a abandonar su puesto, pero antes le suplicó a Renato que la llamara en cuanto aparecieran su hija o su yerno.

En el comedor quedaban sólo tres asilados. Ella eligió la mesa junto a la ventana. Desde allí no podía mirar la calle, pero estaba más cerca de la salida para acudir a la puerta apenas oyera los pasos de Renato. Se dio cuenta de que el tiempo había pasado cuando Ana, la mesera, le dijo que ya iba a levantar los platos.

Carolina volvió al recibidor desierto. Desde esa hora hasta las siete de la noche estuvo mirando la televisión sintonizada siempre en el mismo canal. No quería oír a Olga diciéndole: acuérdese que a las ocho se cierra el comedor y si no cena de una vez se va a quedar con hambre. Antes de las siete regresó a su cuarto.

Al entrar encendió la luz y fue a sentarse en el único sillón. Para no quedarse dormida sintonizó la radio. Después de todo aún podía llegar Renato para avisarle que Alicia o Raymundo la esperaban. En tal caso se levantaría con cara alegre, decidida a disculpar a su hija o a su yerno por su tardanza antes de que ellos se la explicaran. Nada de eso ocurrió y al fin se quedó dormida.

II

El 24, a las 6 de la mañana, la despertaron el escandaloso transporte de la basura y los gritos de los empleados de limpia. Carolina se extrañó al verse en el sillón, vestida con su traje de gala. De la radio que se había quedado encendida salió un villancico: Esta noche es nooooche buena, noooche buena/ y mañana es Navidad. Carolina sonrió. Era muy posible que su hija o su yerno –mejor ella que él– llegaran a buscarla para tenerla como huésped de lujo hasta el fin de año.

Se levantó aturdida, molesta al ver que su ropa de lujo se había marchitado. Se dedicó a plancharla antes de entrar al baño para asearse. Quería tener buen aspecto cuando sus familiares se presentaran a recogerla, demostrarles que es una anciana cuidadosa, autosuficiente y capaz de insertarse otra vez como un miembro útil de la familia: cuidar a Nayeli era su sueño.

A las ocho de la mañana entró en el comedor y puso en la silla de junto la bolsa con sus efectos personales. Dos mudas de ropa, cepillo, pasta de dientes, un desodorante, peine y un jabón: todo lo necesario para mantenerse limpia sin causarles gastos a su hija y a su yerno.

Antes de las nueve de la mañana volvió a ocupar su sitio en el recibidor. Olga aún no encendía la televisión ni las series de focos que adornaban el pino artificial. Carolina pensó en volver a su cuarto, tomar el tejido inconcluso y continuarlo mientras esperaba a sus familiares, pero no lo hizo. Imaginó a Alicia deshaciéndose en disculpas y explicaciones. Ella la descargaría de toda responsabilidad diciéndole: no te preocupes, hija. Entiendo que esta época es muy complicada. Lo importante es que ya estás aquí y tendré tiempo de ayudarte en lo que haga falta.

La voz de Olga la sacó de sus imaginaciones: acaban de avisarme que servirán la cena a las seis y media y no a la siete. Por mí, ¡mejor! Quiero irme temprano porque hoy me toca recibir a la familia. Lo bueno es que cada quien va a llevar un platillo. Yo hice pierna claveteada. La cociné desde anoche, pero como nunca faltan cositas de última hora pedí mi taxi para las ocho. Mi hermano Carlos se ofreció a venir por mí. Con el tráfico que hay de seguro llegará tarde y a mí no me gusta esperar. A usted sí, ¿verdad?

Los comentarios de Olga despertaron en Carolina suficiente confianza como para preguntarle cuánto pensaba que podía costar un viaje en taxi hasta Ojo de Agua. Como 300 pesos, pero si es de sitio un poco más. Carolina pensó que era algo menos de lo que guardaba en su cuarto. Valía la pena gastar parte de sus ahorros con tal de evitarles a su hija y a su yerno la molestia de ir por ella hasta el asilo.

Miró el reloj: doce y media. Si tomaba el taxi en ese momento tendría tiempo suficiente de llegar a la casa antes de la cena y darles a sus anfitriones una sorpresa: había sido capaz de hacer sola el viaje hasta Ojo de Agua, con sus propios recursos y sin necesidad de molestarlos. Por un momento dudó si era correcta su iniciativa. Desechó su indecisión al recordar lo que siempre dice una compañera del asilo: “me he arrepentido más de lo que no he hecho que de lo que hice… y vaya que si hice”.

Carolina se quedó en el recibidor sólo para esperar la hora de la comida. No quería aparecer hambrienta y desganada en casa de su hija y su yerno. Deseaba mostrarse en condiciones de servir a Alicia como un apoyo en los preparativos de la cena o solucionando las cositas de última hora, como había dicho Olga.

En el galerón solitario comió de prisa. Al terminar se dirigió a la administración y se puso a ver los teléfonos escritos en una hoja de computadora pegada en la pared: Bomberos, Cruz Roja, Doctor Enríquez, Farmacia de Lourdes, Funeraria de la Caridad, Hospital Gallegos, Laboratorio Azteca, Refrigeración Ituarte (composturas). Se detuvo en el Sitio Bonales. Marcó el número y pidió un taxi. Lo abordó a la una y media de la tarde.

Mientras viajaba pensó que llegaría a la casa de su hija y su yerno alrededor de las cuatro, con tiempo suficiente para ofrecerse a levantar la mesa, darle el visto bueno a los platillos para la cena de Navidad e inclusive prepararles el ponche de frutas que tantas veces le habían elogiado.

Eran más de las cuatro de la tarde cuando descendió del taxi en Charcas 26. Al ver a Santa Claus y a los Reyes Magos de cartulina sobrepuestos en los vidrios de las ventanas sintió gran emoción. Pensó que iba a llorar, pero se dominó. Si estaba allí era, entre otras cosas, para causarle alegría a su familia y no para aburrirla con sus sentimentalismos de vieja. Tocó el timbre una, dos, tres, cuatro veces. Aunque lo había escuchado pensó que tal funcionaba mal. Con los nudillos golpeó la puerta.

Desde la azotea de la casa vecina se asomó una mujer: Ya no toque. Salieron. Con expresión amable, Carolina le preguntó a qué horas pensaba que volverían. Hoy no. Será el lunes. Desde el 23 se fueron a Acapulco. Me encargaron que le echara un ojito a su casa. ¿Puedo ayudarla en algo? Carolina sólo le preguntó en dónde había un sitio de taxis.

III

A las siete de la noche estaba de vuelta en el asilo. Renato le dijo que, dándose prisa, alcanzaría a cenar con los demás internos. Obedeció como autómata y tomó asiento en la primera banca. No alcanzó pasta con crema, pero le sirvieron pechuga en salsa blanca y gelatina. En vez de ponche eligió la copa de sidra.

Pasadas las siete y media entró en su cuarto. Encendió la luz y se detuvo frente al calendario. Desde esa hora ha estado mirando los números unidos por la línea verde. Otra vez se detiene en el 24. No hay duda: faltan siete días para el 3l. Ante la evidencia renace su esperanza de que, al volver de Acapulco, su hija y su yerno vengan a invitarla para que pase con ellos, en familia, el último día del año.

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