Editorial La Jornada
fracasode los programas gubernamentales para incentivar el empleo; se señala que este año el desempleo creció de forma exponencial, que la economía informal se ha incrementado y que los derechos de los trabajadores se han visto violentados, además, se indica que casi 65 por ciento de la población económicamente activa (PEA) no tiene acceso a la seguridad social.
Un elemento de contexto ineludible de estos señalamientos, que constituyen un diagnóstico devastador del ámbito laboral en México, es la inconsistencia en los datos oficiales en esa materia: por un lado, el titular del Ejecutivo federal se congratuló ayer de que la cifra de desocupación en el país se ubica apenas en alrededor de 5 por ciento, a pesar del incremento de los mexicanos en edad de trabajar
, y celebró la creación de 962 mil nuevas plazas laborales este año, la cifra más alta en la historia
; por el otro, el Instituto Nacional de Geografía y Estadística ha venido informando en días recientes sobre un repunte del desempleo en noviembre (5.28 por ciento de la PEA), y un incremento de 65 por ciento en la tasa de desocupación desde que Felipe Calderón asumió el cargo, hace cuatro años, y de más de 300 por ciento desde que el PAN llegó a la Presidencia. Lo anterior hace inevitable inferir que el gobierno federal se encuentra más centrado en maquillar la realidad que en transformarla, y que para ello se vale de la lectura a modo de los indicadores económicos.
Pero, aun dando por buenas las cifras oficiales, la realidad del país en materia laboral dista mucho de ser satisfactoria, si se le coteja con los preceptos constitucionales al trabajo digno y el salario remunerador. El grueso de la población vive un ensanchamiento de la informalidad y un deterioro generalizado de las condiciones laborales al amparo de la denominada flexibilización
, que no es sino una estrategia de desprotección de los trabajadores. Otro tanto ocurre con los salarios: luego de dos décadas de una política deliberada de contención, hoy las remuneraciones de los estratos medios y bajos resultan insuficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos
, como lo consagra el artículo 123 de la Constitución.
Algunos datos reveladores al respecto son proporcionados por un estudio del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, según el cual, como resultado de la crisis económica –cuyos efectos se agravaron y acentuaron en el país debido a la complacencia de las autoridades y a su renuencia a adoptar medidas para contrarrestarlos–, 28 por ciento de los hogares ha tenido dificultades económicas para enviar a sus niños al médico; 27 por ciento para enviar a sus hijos a la escuela, y 44 por ciento, para comprar artículos escolares, libros y uniformes.
La falta de empleo suficiente y de calidad, así como de salarios remuneradores, son indicadores lo bastante contundentes para afirmar que la realidad laboral en el país es mucho más desoladora de lo que dibujan las cifras oficiales. Pero a esto ha de añadirse la persistencia de agresiones oficiales contra la libertad de asociación y la vida interna de los gremios; el empleo de mecanismos administrativos como instrumento de golpeteo político –caso de la denominada “toma de nota–, y el refrendo de las alianzas entre el gobierno y las expresiones más arcaicas y antidemocráticas del sindicalismo.
A contrapelo de los datos y los dichos oficiales, en el año que concluye no se han producido mejoras sustanciales en materia laboral; por el contrario, la pérdida de puestos de trabajo, la ofensiva contra el poder adquisitivo de los trabajadores y el agravio a los derechos laborales básicos configuran una situación de riesgo que no es solamente económica, sino también política y social.
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