Por Ricardo Raphael
¿Por qué el movimiento internacional de los indignados aún no ha izado banderas en México?
Aquí sobra el sentimiento de cólera que en tantos otros lugares ha conducido a los más jóvenes a ocupar las plazas y las calles, y sin embargo éste ha sido insuficiente para que la indignación contra la injusticia y la violencia se traduzca en acción política.
Fue Stéphane Hessel quien, con un breve panfleto, encendió la mecha. La suya es una consigna sencilla: el futuro será sombrío para la generación que ahora se incorpora a la vida activa, a menos que quienes la integran hagan algo serio para evitarlo.
A este hombre le tocó participar en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1945; de ahí su legitimidad para ser ahora escuchado. Vivió una época de reconstrucción después de la Segunda Guerra, cuando las economías europeas estaban quebradas. No obstante, en Occidente (particularmente en el viejo Continente), se erigieron instituciones que conjuraron por un tiempo la incertidumbre económica y social.
Hessel afirma que la indignación de sus contemporáneos condujo a inventar realidades que antes no existían: un sistema general de pensiones, instituciones de salud, seguro de desempleo, educación gratuita y de calidad, equidad, crecimiento económico, desarrollo, en fin.
A partir de su experiencia combate a los que están permitiendo el secuestro de las instituciones del Estado y reclama la apatía de quienes hoy se dispusieron a dejarse aplastar por los grandes poderes económicos que tan arduamente han trabajado para desmantelar ese patrimonio común.
¿Cómo es posible que países mucho más ricos, en comparación con los que había en 1945, sean hoy incapaces de otorgarle a las futuras generaciones la certidumbre y los derechos que pertenecieron a sus padres y sus abuelos?
Con frecuencia se dice que el movimiento de los indignados carece de “aparato crítico”, y es que, en efecto, más allá de algunos argumentos interesantes no hay detrás de esta expresión social un discurso que se haga cargo, hasta la última consecuencia, de la complejidad de la crisis.
Todo lo contrario: si algo caracteriza a los indignados es la incompletud de sus planteamientos.
Quienes en Madrid, París, Barcelona, Berlín, Nueva York o Los Ángeles han decidido ocupar el espacio público, no comparten tanto las propuestas como una forma de organizarse. Mirándolos de cerca se constata la seriedad con que se han tomado aquella vieja consigna de que el mensajero es el mensaje.
En efecto, el movimiento de los indignados vale más por el repertorio de elementos alrededor del cual se organiza que por las soluciones que ofrece; o dicho de otra forma: el proceso de deliberación entre sus integrantes resulta igual de fundamental que el producto resultante.
En sus reuniones, los indignados no utilizan micrófono porque las frases breves de sus discursos se van repitiendo, en círculos concéntricos, de voz en voz. No tienen líderes ni oradores oficiales, porque todos los participantes han de pesar por igual.
Aunque sus reivindicaciones pueden sonar radicales, no se trata de un movimiento que se asuma extremista. Su sello de identidad es la no violencia; quiere desafiar a la autoridad, pero no pretende derrocar al Gobierno. Y si bien reclama a la élite en el poder por su indolencia, llama a colocar la responsabilidad individual del ciudadano por encima de todo.
Si de lo que se trata es de fracturar la apatía, el ludismo y la creatividad juegan también un papel principal. Se quiere movilizar con inteligencia en contra de las formas y las instituciones más tradicionales: los partidos y las organizaciones políticas que extraviaron músculo para transformar la realidad.
Este movimiento es síntoma de una expresión innovadora de participación política. Paradójicamente su habilidad para darle la vuelta a la tuerca dependerá de la tenacidad que tenga para revolucionar el lenguaje y el estilo, y sólo más tarde, de las soluciones que aporte a los problemas grandes.
¿Cuán cerca se encuentran los más jóvenes de la sociedad mexicana para asociarse en esta movilización no violenta, igualitaria, lúdica, autónoma, no tradicional, no protagónica y seriamente deliberativa?
Probablemente en México habrá movimiento de los indignados cuando la desesperación por transformar el futuro sea tan intensa como la necesidad de organizarse de una manera distinta; cuando la indignación colectiva de los jóvenes supere tanto a la frustración como a la exasperación individual; cuando estemos todos dispuestos a asumir la parte de responsabilidad que a cada quien le corresponde.
¿Por qué el movimiento internacional de los indignados aún no ha izado banderas en México?
Aquí sobra el sentimiento de cólera que en tantos otros lugares ha conducido a los más jóvenes a ocupar las plazas y las calles, y sin embargo éste ha sido insuficiente para que la indignación contra la injusticia y la violencia se traduzca en acción política.
Fue Stéphane Hessel quien, con un breve panfleto, encendió la mecha. La suya es una consigna sencilla: el futuro será sombrío para la generación que ahora se incorpora a la vida activa, a menos que quienes la integran hagan algo serio para evitarlo.
A este hombre le tocó participar en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1945; de ahí su legitimidad para ser ahora escuchado. Vivió una época de reconstrucción después de la Segunda Guerra, cuando las economías europeas estaban quebradas. No obstante, en Occidente (particularmente en el viejo Continente), se erigieron instituciones que conjuraron por un tiempo la incertidumbre económica y social.
Hessel afirma que la indignación de sus contemporáneos condujo a inventar realidades que antes no existían: un sistema general de pensiones, instituciones de salud, seguro de desempleo, educación gratuita y de calidad, equidad, crecimiento económico, desarrollo, en fin.
A partir de su experiencia combate a los que están permitiendo el secuestro de las instituciones del Estado y reclama la apatía de quienes hoy se dispusieron a dejarse aplastar por los grandes poderes económicos que tan arduamente han trabajado para desmantelar ese patrimonio común.
¿Cómo es posible que países mucho más ricos, en comparación con los que había en 1945, sean hoy incapaces de otorgarle a las futuras generaciones la certidumbre y los derechos que pertenecieron a sus padres y sus abuelos?
Con frecuencia se dice que el movimiento de los indignados carece de “aparato crítico”, y es que, en efecto, más allá de algunos argumentos interesantes no hay detrás de esta expresión social un discurso que se haga cargo, hasta la última consecuencia, de la complejidad de la crisis.
Todo lo contrario: si algo caracteriza a los indignados es la incompletud de sus planteamientos.
Quienes en Madrid, París, Barcelona, Berlín, Nueva York o Los Ángeles han decidido ocupar el espacio público, no comparten tanto las propuestas como una forma de organizarse. Mirándolos de cerca se constata la seriedad con que se han tomado aquella vieja consigna de que el mensajero es el mensaje.
En efecto, el movimiento de los indignados vale más por el repertorio de elementos alrededor del cual se organiza que por las soluciones que ofrece; o dicho de otra forma: el proceso de deliberación entre sus integrantes resulta igual de fundamental que el producto resultante.
En sus reuniones, los indignados no utilizan micrófono porque las frases breves de sus discursos se van repitiendo, en círculos concéntricos, de voz en voz. No tienen líderes ni oradores oficiales, porque todos los participantes han de pesar por igual.
Aunque sus reivindicaciones pueden sonar radicales, no se trata de un movimiento que se asuma extremista. Su sello de identidad es la no violencia; quiere desafiar a la autoridad, pero no pretende derrocar al Gobierno. Y si bien reclama a la élite en el poder por su indolencia, llama a colocar la responsabilidad individual del ciudadano por encima de todo.
Si de lo que se trata es de fracturar la apatía, el ludismo y la creatividad juegan también un papel principal. Se quiere movilizar con inteligencia en contra de las formas y las instituciones más tradicionales: los partidos y las organizaciones políticas que extraviaron músculo para transformar la realidad.
Este movimiento es síntoma de una expresión innovadora de participación política. Paradójicamente su habilidad para darle la vuelta a la tuerca dependerá de la tenacidad que tenga para revolucionar el lenguaje y el estilo, y sólo más tarde, de las soluciones que aporte a los problemas grandes.
¿Cuán cerca se encuentran los más jóvenes de la sociedad mexicana para asociarse en esta movilización no violenta, igualitaria, lúdica, autónoma, no tradicional, no protagónica y seriamente deliberativa?
Probablemente en México habrá movimiento de los indignados cuando la desesperación por transformar el futuro sea tan intensa como la necesidad de organizarse de una manera distinta; cuando la indignación colectiva de los jóvenes supere tanto a la frustración como a la exasperación individual; cuando estemos todos dispuestos a asumir la parte de responsabilidad que a cada quien le corresponde.
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