Ricardo Raphael
Sólo el ingenuo pensamiento mágico nos puede hacer suponer que los mataron por andar en malos pasos; y gracias a esta tara infantil es que terminamos creyendo que al resto no nos va a ocurrir un final tan trágico. Continuamos la vida como si nada, salimos por la mañana al trabajo, por la noche cenaremos con la familia, antes quizá despejemos la mente con algún programa bobo de televisión. Y es que gracias a la evasión ingenua que nos tiene convencidos de estar a salvo, valoramos las 50 muertes de Culiacán y Guadalajara como un suceso lejanísimo de nuestra existencia.
No nos hemos dado cuenta aún de que hace tiempo los números de la ruleta comenzaron a tocarle a la gente inocente. No queremos asumirlo, o acaso no sabríamos qué hacer con esa información: la ley fuga que practican tanto los soldados como la policía ha caído más de una vez sobre la cabeza de un joven honesto en Juárez y Matamoros; los levantones que cotidianamente practican los sicarios ya no distinguen entre enemigos, adversarios o pobres mortales que no la deben ni la temen. La maquinaria del mal destroza por igual a unos y otros.
Tendríamos ya que aceptarlo: la ola de violencia a la que está sometido el país es total y rematadamente ciega; no discierne, no discrimina, no entiende de matices; su única constante es que cada día se monta sobre sí misma con mayor furia. Devora con una lógica idéntica a la de la guerra y sólo porque es tan monstruosa es que nuestro cerebro nos conduce al engaño para asumirla distante.
De manera muy parecida actuaron tantos durante la Segunda Guerra, cuando la Gestapo vino a recoger judíos y los vecinos pasivamente les miraban partir, seguros de que la mala suerte sólo podía caer sobre los descendientes de la raza de David. No fueron pocos, por cierto, quienes se enteraron de su propia ascendencia judía cuando ya viajaban en el tren camino al campo de concentración.
Lo recién ocurrido en Boca del Río, Culiacán y Guadalajara habrían de merecer un minuto de silencio cada día; los 50 mil muertos de la violencia que hoy consume al país necesitan un minuto ofrecido por nosotros los vivos, no sólo para recordar a quien murió injustamente, sino para hacer a un lado nuestra tremenda apatía.
El horror comenzó en el país hace algunos años, cuando criminales enloquecidos dejaron cabezas humanas frente a la puerta de una alcaldía, luego siguieron los cuerpos disueltos en ácido, los ahorcados pendiendo de los puentes, los asfixiados y los calcinados. Con tan tremenda narrativa, al resto de los mexicanos el mal se nos fue metiendo en las venas; al punto en que hoy nos escandaliza poco la tragedia: ¡Fueron 52! ¡Fueron 26! ¡Hoy fueron sólo 12! Caso cerrado, nos apartamos porque en nuestra cabeza un juez diminuto ya dictó sentencia: ¡probablemente se lo merecían!
Importa poco que no se investigue, que las supuestas pruebas de culpabilidad nadie las conozca, importa nada que las familias de los muertos deban cargar con un estigma social arbitrario, que se trate de un muchacho de 16 años a quien un arma le disparó sin deberla ni temerla.
Son culpables sólo por el hecho de haber muerto según el ritual de una orden fanática de mafiosos que se han montado en México un gran teatro de horror cuya finalidad, entre otras, es anestesiar nuestras conciencias.
Precisamente para luchar contra esa pócima que nos adormece y nos vuelve cómplices es que propongo aquí dedicar todas las mañanas un minuto de silencio por los muertos y los desaparecidos. Un minuto al día, siquiera, para dejar que nuestra razón obre y nos arranque del pensamiento infantil en el que nos encontramos.
La batalla seguirá perdida mientras por acción u omisión continuemos apartando la mirada de la herida que a todos nos desgarra. La violencia seguirá creciendo mientras creamos que este asunto sólo atañe a policías y ladrones. La destrucción de familias y comunidades no cesará mientras dormir en paz sea más importante que despertar de la pesadilla. La ola de horror tomará alturas insospechadas si no aceptamos de una vez que en cualquier momento ésta puede caer sobre nuestra propia cabeza.
Los discursos del gobierno y de los asesinos son tan parecidos: los culpables (por traicionar a la ley o a la mafia) se merecen morir trágicamente. Esa narrativa es responsable también de la confusión. A estas alturas la palabrería de los señores del poder y de los señores de la muerte, así los llamó antes Javier Sicilia, habría de merecer nuestro más profundo rechazo.
Nadie se merece una muerte tan funesta y apenas van 50 mil. Es la hora del minuto de silencio, es decir, del minuto dedicado a la conciencia. Las respuestas a nuestra enfermedad sólo podrían venir después.
Twitter: @ricardoraphael
Analista político
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