11/28/2011

Terrorismo estatal e impunidad


Carlos Fazio /IV
México vive una grave crisis humanitaria producto de una deliberada política estatal que busca imponer un nuevo modelo autoritario de seguridad. En el marco de la guerra de Felipe Calderón contra grupos de la economía criminal, el tránsito hacia un nuevo Estado de corte policiaco-militar ha estado sustentado, de facto, en medidas propias de un estado de excepción y prácticas de tipo contrainsurgente, mismas que han sido apoyadas y legitimadas desde los medios de difusión masiva bajo control monopólico –en particular los electrónicos– a través de la construcción social del miedo y la fabricación de enemigos míticos y elusivos que operan como distractores, tales como el populismo radical y el narcoterrorismo.

En forma paralela al acelerado proceso de militarización, paramilitarización y mercenarización del país, y de acuerdo con planes de alcances geopolíticos elaborados por sucesivos gobiernos de la Casa Blanca, el bloque de poder dominante ha venido imponiendo un reordenamiento capitalista del territorio mexicano que, con eje en megaproyectos contenidos en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el Plan Puebla-Panamá, la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN) y la Iniciativa Mérida, incluye la tierra como mercancía y el saqueo de recursos (entre ellos petróleo, gas, agua, biodiversidad, minerales) por compañías multinacionales, de capital nacional y extranjero.

La violencia estructural es consustancial al sistema capitalista. Desde sus orígenes el capitalismo ha sido depredador y salvaje. Pero, según Walter Benjamin y Giorgio Agamben, desde la Primera Guerra Mundial el estado de excepción devino en la regla. Para ambos, el estado de excepción no es el que impone el poder soberano para suspender el estado de derecho y doblegar la rebelión que subvierte el orden establecido; se refieren al estado de excepción permanente que sufren los oprimidos y las víctimas de la historia, incluso dentro del estado de derecho, que no de justicia.

Según Agamben, vivimos en el contexto de lo que se ha denominado una guerra civil legal, forma de totalitarismo moderno que recurre al estado de excepción y que operó tanto para el régimen nazi de Adolfo Hitler como para los poderes de emergencia concedidos por el Congreso de Estados Unidos al presidente George W. Bush después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Una de las tesis centrales de Agamben es que el estado de excepción, ese lapso –que se supone provisorio– en el cual se suspende el orden jurídico, durante el siglo XX se convirtió en forma permanente y paradigmática de gobierno.

Para el filósofo italiano el estado de excepción contemporáneo no tiene como modelo la dictadura de la antigua Roma, sino imita a otra institución romana, el iustitium, suspensión de todo orden legal que creaba un verdadero vacío jurídico. El actual estado de excepción no tiene nada de constitucional, y al suspender toda legalidad deja al ciudadano a merced de lo que Agamben llama poder desnudo. Estaríamos frente a un cambio de paradigma, donde la excepción hace desaparecer la distinción entre la esfera pública y la privada. En ese esquema, el estado de derecho es desplazado de manera cotidiana por la excepción, y la violencia pública queda libre de atadura legal. El nuevo paradigma de gobierno que hace de la excepción la norma elimina toda distinción entre violencia legítima e ilegitima, con lo que queda pulverizada la noción weberiana del Estado.

Tras los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York, el repliegue democrático en Estados Unidos fue asombroso. Philippe S. Golub señaló que bajo la apariencia de un estado de excepción no declarado pero efectivo, al ordenar la guerra al terrorismo la administración Bush procedió a la demolición sistemática del orden constitucional, mediante un doble movimiento de autonomización y concentración de poder en el Ejecutivo y una marginalización de los contrapoderes. La forma de gobierno por decretos secretos y decisiones presidenciales arbitrarias devino práctica normal del Estado. Bush lanzó operaciones ilegales de espionaje interno y, arrogándose poderes extrajurídicos, pisoteó los tratados internacionales, legalizó la tortura, secuestró-desapareció presuntos terroristas y arrestó de manera indefinida y sin juicio a quienes fueron identificados como combatientes ilegales, que, como los prisioneros del campo de concentración de Guantánamo, han sido mantenidos en un limbo legal hasta el presente, apoyado por un sistema judicial paralelo y secreto controlado por el Pentágono y la Casa Blanca.

Igual que en Auschwitz y otros campos nazis, donde lo que ocurría era algo más allá de lo que pudiera considerarse una bestialidad, bajo el estado de excepción permanente instaurado por Bush –y reproducido por Barack Obama y otros gobiernos occidentales en nombre de los imperativos de seguridad– se puede matar sin que signifique delito; por decreto. Agamben dice que en el capitalismo actual estamos sometidos a una nuda vida (vida natural) y expuestos a ser exterminados como piojos (tal como decía Hitler respecto de los judíos) por la biopolítica, debido a la creciente implicación de la vida natural del hombre en los mecanismos y cálculos del poder.

Si el enemigo es tratado como no-persona, como bestia, se le puede exterminar a la manera de la solución final nazi. Para Agamben el estado de excepción no es un accidente dentro del sistema jurídico, sino su fundamento oculto.

Hannah Arendt habló de la banalización del mal, en el sentido de una naturalización o normalización de acciones indudablemente criminales. Podríamos concluir que bajo el estado de emergencia permanente no declarado de Felipe Calderón –con sus decapitados, sus muertos torturados semidesnudos y sus fosas comunes– la excepción se convirtió en regla. Y como regla duradera, la excepción hace que todo sea posible.

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