Pedro Miguel
Tres momentos en la muerte de Bernadette Soubirous: recién fallecida,
recién exhumada y tal y como luce hoy día en su capilla de Saint
Gildard de Nevers.
L
a Secretaría de Marina y las procuradurías General de la República y de Coahuila sudan la gota gorda con su película de Capulina sobre la presunta muerte de un señor que tenía parecido físico con un matón y hombre de empresa legendario apodado El Lazca. De
acuerdo con los registros policiales mexicanos, este hombre mide (o
medía) 160 centímetros; la DEA gringa afirma que su estatura era de 174
y la autopsia que dicen que se le practicó al muerto arrojó el dato de
180 centímetros. Los resultados de lo que pudo ser esa necropsia
sugieren que tal vez el difunto recibió un tiro de gracia pero en las
dos fotos del cadáver distribuidas por la autoridad no es posible
observar la lesión correspondiente.
coser las orejaspara alterarse la expresión; otro funcionario público negó tajantemente que el cuerpo presentara huellas de semejante intervención quirúrgica. De todos modos ya no hay manera de esclarecer esos y otros puntos oscuros del episodio porque, horas después de ser acribillado y autopsiado, el sujeto se dio a la fuga, con la ayuda, obviamente indispensable, de unos sicarios. Las diligentes autoridades, que afirman haber obtenido muestras de ADN del cadáver, acaso en previsión de un desenlace como el que a la postre sucedió, ahora están tramitando la exhumación de los padres del capo que se parece (o se parecía) al cuerpo desaparecido, con el fin de dilucidar si el muerto realmente fue quien sospechan que era y no un impostor cualquiera.
Por supuesto, la opinión pública ha pasado unos días de inmenso regocijo gracias a la comedia producida por el calderonato en pleno ocaso y muchos en las redes sociales se han dado a la tarea de analizar las huellas de Photoshop que, para colmo, ostenta la foto del pretendido Lazca pretendidamente difunto. Esta manipulación de imágenes, de cuerpos y de datos me hizo recordar la maestría con la que la Iglesia católica ha producido, a lo largo de los siglos, una abundante ración de presuntos cuerpos incorruptos de santos y santas y beatos y beatas, y me pregunto si los chicos del almirante Saynez y de la procuradora Escobedo no habrían debido acudir, en busca de asesoría, con los muchachos del arzobispado y no, como al parecer ocurrió, con los chambonazos productores de García Luna.
Quiere la tradición católica que las personas que se conducen con santidad a lo largo de su vida pueden recibir, cuando ésta termina, el premio terrenal de la preservación de su cuerpo. Claro que, a la luz de la teología, eso es una mera propina, un pilón de cortesía divina sin mucha trascendencia ante lo verdaderamente fundamental, que es la salvación del alma y la vida eterna en la corte de un señor barbón, todopoderoso y buenísima onda. Creo que Italia, Brasil, Perú y Ecuador encabezan la lista de los incorruptos. En Francia hubo muchísimos, pero en tiempos de la Revolución los jacobinos sacaron las reliquias de las iglesias y las tiraron masivamente al Sena, a otros ríos, a fosas comunes o a la basura.
Hay
casos de indudable momificación, como el experimentado por el cuerpo de
Santa Rosa de Viterbo, que es paseado en procesión todos los años,
desde 1251, el 2 de septiembre, en la localidad a la que debe su
apelativo.
Luego, hay falsificaciones tan burdas como la del pretendido
cuerpo de Santa Narcisa de Jesús (nacida en 1832) que se exhibe en un
santuario de Guayas, Ecuador, y que es a todas luces una escultura.
Luego está la increíble historia de Bernadette Soubirous, una pastora
gascona que dijo haber atestiguado apariciones marianas en Lourdes y
fue, por ello, considerada santa incluso en vida. Fallecida en 1879,
Bernadette ha dejado de ser una chica más bien feúcha y se ha ido
transformando, en el curso de su muerte, en un verdadero cuero, a
juzgar por las fotos. Un caso semejante es el de la normanda Santa
Teresita del Niño Jesús (1873-1897), carmelita que realizó dos milagros
póstumos: el primero fue derrotar a la misoginia característica del
alto clero católico y fue nombrada Doctora de la Iglesia, la tercera
mujer que ha conseguido semejante nombramiento en 2 mil años; el
segundo fue embellecer de manera notable gracias a la muerte: sus cejas
se acentuaron y depuraron, su nariz se volvió respingona, le crecieron
las pestañas, su mandíbula se replegó, sus mejillas adelgazaron y sus
labios se volvieron carnosos.
Un fraude inocultable es el de Pío de Pietrelcina (1887-1968), cura
tramposísimo que fingía milagros, se presentaba con heridas milagrosas
en las manos (estigmas) que en realidad eran lesiones autoprovocadas
con ácido nítrico, se enriquecía con las limosnas y se cogía a sus
seguidoras más fieles. Pese a ello, murió venerado, sus funerales
fueron tumultuosos y en 1999 Karol Wojtyla lo canonizó. (Un destino
semejante habría podido correr Marcial Maciel si sus tercas víctimas no
hubiesen porfiado en la denuncia de sus crímenes). El cadáver de Pío
fue primorosamente embalsamado y cuando lo exhumaron, tres décadas
después, lo presentaron como un cuerpo incorrupto por motivos
milagrosos.
La tarea de preservar un cuerpo humano para que parezca recién
muerto es una broncota. Bien lo saben las generaciones de expertos
embalsamadores que han cuidado la momia de Lenin y quienes, a pesar de
todo, no han logrado impedir que el cuerpo del bolchevique haya llegado
a convertirse en un muñeco pelirrojo y chapeado que aparenta una edad
dos décadas menor que la que tenía el propio Vladimir Ulianov en el
momento de su muerte. A Eva Perón le fue mucho mejor en manos del
doctor Pedro Ara, quien hizo con sus restos una verdadera obra maestra
de embalsamamiento que le tomó más de un año. La dejó tan guapa que,
como lo contaba documentadamente Tomás Eloy Martínez en su novela Santa Evita, un milico perverso se enamoró de ella y la hizo su amante.
Pero esto ya no tiene nada que ver con el asunto inicial, que era la misteriosa desaparición del muerto que se parecía a El Lazca. Perdonarán la digresión.
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