3/18/2013

Bergoglio y la herencia wojtyliana



Carlos Fazio
Tras una apresurada campaña mediática de control de daños dirigida a fabricar la imagen inmaculada del nuevo papa Francisco –y a lavar la del sacerdote Jorge Bergoglio, acusado de colaboracionismo con la dictadura militar argentina de los años setenta−, la curia vaticana se apresta a diseñar las líneas maestras para la nueva etapa. Integrado por hombres de poder político y eclesial, en su mayoría conservadores y ultraconservadores, el Colegio Cardenalicio eligió a uno de los suyos. Por lo que, amén de estilos, modos, formas de actuación y discursos populistas retóricos, no habrá mayores cambios… ¡salvo un milagro!

Conviene recordar que antes del cónclave −y más allá de los escándalos de pederastia, amiguismo, nepotismo, corrupción y lavado de dinero que envuelven a la trasnacional religiosa con casa matriz en Roma−, Joseph Ratzinger había dejado a la Iglesia católica sumida en una profunda crisis estructural. Lo que hizo crisis fue un modelo de Iglesia de neocristiandad, con mucha estructura y poder, pero poco espíritu y teología liberadores. Lo que está en crisis es una forma de ejercicio de poder absoluto, clericalista, soberbio, patriarcal y autoritario, reforzado por la ofensiva neoconservadora nacida después y en contra del Concilio Vaticano II (1962-1965) y consolidado durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, quienes en clave de cruzada arremetieron contra la misión renovadora de Medellín, la Iglesia de los pobres, la teología de la liberación y la teología india.

La estructura corporativa y piramidal de la Iglesia −con su cadena de mando análoga a la de un ejército− tiene en la cúspide al Papa (después de Dios, el gobernante en la tierra es el soberano pontífice), seguido por el sacro colegio de cardenales, los obispos y el clero, y reproduce en su interior una sociedad de machos. Igual que el Islam, el judaísmo y otras denominaciones cristianas, la Iglesia católica está separada por sexos, por genitales. Todas esas religiones hablan de Dios padre y tienen origen o se inspiran en el jefe tribal. El papel dominante lo ejercen los que tienen pene. La mujer está sometida, ocupa un plano de inferioridad, casi servil. Como la institución castrense –el ejército es otra sociedad machista− y en la sociedad en general, en la Iglesia la mujer es despreciada por un orden jerárquico de dominación.

Durante el largo reinado del polaco Wojtyla, con Ratzinger como guardián de la ortodoxia vaticana, ambos jerarcas católicos normalizaron a la Iglesia con un estilo estalinista, o sea, sacando del paso a los incómodos. Uno de esos incómodos, al que neutralizaron tras sentarlo en el banquillo de la ex inquisición, fue el teólogo Leonardo Boff, quien no dudó en ver al Papa como un flagelo. En 1996, de visita en México, el ciudadano Boff dijo al autor de es­­tas líneas que el pontificado de Juan Pablo II era, posiblemente, la última expresión de una Iglesia que nació en 1077 con Gregorio VII, el papa célebre porque humilló en Canosa al emperador alemán Enrique IV.

Gregorio VII escribió un texto de título fantástico: Dictatus papa, que significa la dictadura del Papa. Son 33 tesis. La primera dice que el Papa tiene todo el poder, está por encima de todos y no obedece a nadie. Y la última, que el Papa es santo por participar de la santidad de San Pedro. Por más pecador que sea… es santo. ¿Cuál es la teología que está detrás?, preguntó Boff. Y respondió: El Papa no se siente sucesor de Pablo y Pedro, ni siquiera de Jesús, considerado el primer papa. Se siente representante de Dios. Por eso, Gregorio VII intervino en la política y puso reyes. Los teólogos de su corte lo llamaban el dios pequeño. En su arrogancia, representaba al Dios creador. No al Dios padre de la teología trinitaria, sino al Dios pagano, monoteísta, pretrinitario. Un solo Dios en el cielo, un solo tirano en la tierra, un solo jefe en la familia, un solo presidente… la dictadura del jerarca. La dictadura del papa.

Un tipo de Iglesia que entró en crisis en el Concilio Vaticano II. Wojtyla y Ratzinger reprodujeron la crisis, y, frente a ella, buscaron una salida que reforzó el poder, que puso orden, disciplina y encuadró a todos dentro de un proyecto. La estrategia privilegió el poder sagrado. Ambos papas clericalizaron la Iglesia; la romanizaron a partir de una visión imperial. Remedo de los papas feudales, erigieron el modelo de la dictadura clerical del cristianismo romano católico.
Sin embargo, como advirtió Hans Küng durante una visita de Ratzinger a Alemania en septiembre de 2011, el sistema romano ya no funciona, está enfermo. La Iglesia vive una situación de emergencia. Estamos en un sistema absolutista comparable a la época de Luis XIV, dijo Küng, y añadió que la Iglesia se encontraba en una fase de putinización, en referencia a las similitudes estructurales y políticas entre el primer ministro ruso, Vladimir Putin, y la política restauracionista de Ratzinger. En la práctica, tanto Ratzinger como Putin colocaron a sus antiguos colaboradores en puestos dirigentes y liquidaron a aquellos que les eran adversos. El resultado es que los resortes del poder son manejados por una camarilla predominantemente sumisa.

Roma lo tenía todo organizado para retener el poder. Además de ser una sociedad eclesiástica piramidal y autoritaria, la curia tiene el monopolio sobre la verdad de la Iglesia. Dijo Küng: Benedicto XVI “quiere ser señor de señores; como un faraón moderno (…) Ratzinger divide a la Iglesia. No es una Iglesia de nuestro tiempo. Su estructura es medieval (…) Cuando se debería dar el paso hacia la posmodernidad, la Iglesia católica regresa a la Edad Media, a la contrarreforma, al antimodernismo”.

Víctima de las contradicciones que Wojtyla y él desataron, Ratzinger se quedó sin fuerzas, dejó la cruz y abdicó; hereda una Iglesia corroída, una curia dividida y dos papas en el Vaticano. ¿Qué sigue ahora con el papa Francisco? A como están las cosas, da la impresión de que eso ni Dios lo sabe.

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