Mario Campos
En una especie de mundo al revés, cuando se supo que un funcionario público usó un helicóptero para viajar con su familia al aeropuerto para irse de vacaciones, en vez de censurar el acto, algunos analistas regañaron a los que lo cuestionaron. El absurdo llegó al grado de que Carlos Mota acusó a los indignados —desde su espacio en El Financiero— de mostrar un “complejo de inferioridad” por envidiar que una persona pudiera viajar así.
En una lógica también de defensa, Ciro Gómez Leyva advirtió en estas páginas que el gobierno del Presidente Peña Nieto debería dejar de sucumbir ante las culpas. Y lamentó que la primera dama anunciara hace unos meses la intención de vender la ya célebre casa blanca.
En realidad es al revés. El actual clima de intolerancia hacia posibles o reales actos de corrupción es algo que deberíamos celebrar. Porque la norma ha sido la tolerancia, no la condena. Lo que ha dominado en la historia del país es la impunidad, no las sanciones. Y sin duda, sería una buena noticia que en México empecemos a ver como inaceptable cualquier conducta de este tipo, ya sea en el ámbito federal, estatal o municipal.
¿Que David Korenfeld “sólo usó” 8 minutos un helicóptero para fines personales? Pues da igual que lo hubiera hecho por tres horas porque el tema no es la duración ni la gravedad, ni el daño del hecho, sino lo que el acto revela. ¿Qué tiene que pasar por la cabeza de un funcionario para que le parezca una buena idea usar un helicóptero con fines personales? ¿En qué mundo eso es normal?
En el mismo, supongo, en que otros funcionarios ven normal que contratistas de sus gobiernos sean sus proveedores de casas, ya sea para comprarlas o rentarlas. O en el que algunos gobernadores no tienen problema en hacerse de una presa, de un banco o de unos terrenos para aumentar su riqueza personal.
Lo cierto es que en México tenemos un serio problema, no sólo por la corrupción, sino por la cultura que la avala; aquella que dice como gracia que “el que no transa no avanza”, o que tonto es el que tiene un cargo público y no saca provecho.
Necesitamos desmontar la visión que supone que ciertas conductas son normales. No lo son y no deberíamos aceptar como natural el uso de bienes públicos para beneficios privados. Se trate de quien se trate.
Si queremos cambiar como país, necesitamos un cambio cultural. Ya lo han dicho en estas y otras páginas analistas como Mauricio Merino o Alberto Serdán, lo que en México parece gestarse, no es un movimiento social o político, sino un cambio en la percepción de lo aceptable. Y en ese sentido los medios y quienes en ellos participamos tenemos una responsabilidad, pues es también desde estos espacios que se construye la cultura política de un país, incluyendo su intolerancia a la ilegalidad.
Así que bienvenidos los ciudadanos “imprudentes” que graben a funcionarios abusivos, que sigan las denuncias de políticos favorecidos por contratistas aunque en el proceso se puedan cometer errores, que continúen las condenas en redes sociales a quienes creen que el poder es para servirse. Porque esa es la ruta para cambiar a este país.
Politólogo y periodista.
@MarioCampos
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