En memoria de Margarita Murillo, dirigente campesina, defensora de derechos humanos y militante del FNRP.
“Es
necesario crear una democracia que no sea manca; que tenga dos manos:
La representación inevitable y la participación esencia de la política” Enrique Dussel
Los
procesos de reforma agraria en Latinoamérica penalizaron el acceso de
la mujer campesina a tierras y demás activos productivos. Un argumento
teórico es que las unidades de producción campesina son homogéneas, en
tanto comparten sus bienes y el trabajo entre todos sus miembros y
también sus ingresos o pérdidas, asignándole al jefe de hogar, en este
caso el hombre, un derecho de propiedad legitimado por el Estado.
La
mayor parte de las leyes de reforma agraria aprobadas en décadas
pasadas, años 60s y 70s, consignan este derecho de propiedad al
tipificar como único beneficiario de dicho proceso impulsado por el
Estado, al hombre cabeza de hogar. En las fincas colectivas creadas,
llámese cooperativas, unidades de producción de base o empresas
asociativas campesinas, el trabajo de los campesinos es colectivo, pero
un vez pagado el valor de la tierra al Estado, pasa a su poder en caso
que la unidad de producción colectiva no se disuelva; pero si esto
último sucede, el dueño de la tierra es el cabeza de hogar sin tener
ninguna obligación moral ni jurídica para compartir este beneficio
(físico o en dinero) con su cónyuge.
Los programas de
ajuste estructural reivindicaron el derecho de propiedad de la mujer
sobre las tierras de la reforma agraria entregadas por el Estado, pero
buscando conseguir otros resultados: a) debilitar el trabajo colectivo;
b) aumentar el grado de explotación de la fuerza de trabajo de la unidad
familiar. Se diseñaron programas de compra de tierra para mujeres
campesinas sin tierra o en posesión precaria de esta, al margen de la
tierra adjudicada por el Estado para fines de la reforma agraria;
acompañado de proyectos de desarrollo productivo que al final
incrementaron el tiempo de trabajo de la mujer rural.
Otro
argumento teórico para excluir a la mujer, se basa en la invisibilidad
de su trabajo en el campo y falta de cuantificación de su remuneración y
aporte a la economía familiar, comunidad, municipio, región y país.
Según este argumento, la mujer campesina tiene poco tiempo disponible
para asumir nuevas obligaciones como aquella de ser sujeta de crédito
por los bancos y participar en la organización y administración de las
empresas campesinas.
La experiencia latinoamericana
demuestra no solo lo débil de estos argumentos y errático de las
políticas de gobierno que los acompañan, sino también que la mujer
campesina es el principal actor social y político de la lucha en contra
de la pobreza, la indigencia, sequia, hambre, inseguridad y soberanía
alimentaria, defensa de los territorios y recursos naturales como los
bosques y las fuentes de agua; un actor muy visible y fundamental para
transformar el agro latinoamericano. En las peores condiciones
socio-económicas siguen produciendo alimentos en la parcela de tierra o
fuera de esta, son jornaleras estacionales, responsables de atender la
familia y niños, participar activamente en la vida comunitaria y
religiosa. El tiempo de trabajo de la mujer (no reconocido ni
remunerado) es mayor que el realizado por el hombre, pero no se escucha
su clamor cuando exigen políticas de Estado a su favor y en contra de la
injusticia social y desigualdad económica.
La recién
declaración de la V Asamblea de Mujeres de la CLOC- Vía Campesina
celebrada en la Argentina en el marco del VI Congreso de la Coordinadora
Latinoamericana de Organizaciones del Campo de fecha 12 y 13 de abril
de 2015, exige la vigencia de una reforma agraria integral y popular,
agricultura limpia (no tóxica y libre de transgénicos), derechos de
propiedad sobre los territoritos y recursos naturales y ambientales,
derogación de tratados comerciales excluyentes, vigencia de nuevas
relaciones sociales de producción en el campo y la no agresión y
violación de derechos humanos. Pero también exigen mayores espacios para
la participación y representación social y política, convirtiéndose en
actor principal de su propio destino; o sea representando a sus bases
sociales en las instancias de decisión política, y actuando como auditor
social de las intervenciones públicas ejecutadas por el Estado.
En
este marco, hay en la agenda pública cuatro temas que deben
priorizarse. El primero es la organización nacional para la integración
regional. En la Argentina el movimiento de organizaciones de mujeres
mostró sus fortalezas, pero a lo interno de los países falta todavía
trabajo que realizar. Para el caso, las organizaciones o federaciones de
mujeres campesinas en gran parte de los países de la región
centroamericana no tienen agende propia, y sus actuaciones están
delimitadas por las políticas de gobierno, los programas y proyectos que
ejecutan con la cooperación internacional y los pocos espacios que se
brindan por los partidos políticos progresistas.
En
segundo lugar se apuesta a una reforma agraria integral con soberanía
alimentaria y enfoque de género, pero es evidente que las condiciones de
lucha no son las mismas que 40 o 50 años antes; caso particular de los
interlocutores que están representados ya no por terratenientes y
compañías bananeras, sino por empresas transnacionales corporativas con
sede en el exterior que utilizan incluso las embajadas de sus países de
origen cuando son afectados por las “tomas” de tierras (C. Kay: 2012).
Esta lucha es a mediano y largo plazo, pero en el corto plazo la
vigencia de nuevos programas de reforma agraria territoriales, impuestos
a tierra(s) ociosa y mal utilizada, fondos de tierra y los bancos de
crédito y semillas son alternativas también posibles.
En
tercer lugar los movimientos de mujeres campesinas tienen mayor
conciencia de los efectos e impactos negativos de los tratados
comerciales unilaterales en la producción y consumo de los alimentos
básicos, que afecta también las condiciones de reproducción material de
las familias ya que se inundan los mercados de productos alimenticios
subsidiados. El clamor, tal como se desprende de la declaración de
CLOC-Vía Campesina, es la revisión y derogación de los tratados
comerciales. En la región centroamericana las organizaciones exigen la
revisión del CAFTA-RD, pero no todo el movimiento campesino apoya esta
iniciativa. Urge la conformación de una agenda de trabajo unificada y,
además, la exigencia de los reparos por daños causados a los productores
de bienes “sensibles” (maíz y arroz por ejemplo) y sus familias. En
Nicaragua, Honduras y el Salvador, organizaciones de mujeres campesinas y
de comercialización de alimentos hablan de una agenda complementaria al
tratado, la vigencia de un Observatorio de Tratados Comerciales y la
derogación de cláusulas leoninas como controles fitosanitarios en EEUU
que encuentran siempre una justificación para que pequeños productores
de la región no exporten.
Finalmente, la lucha por la
defensa de los territorios, recursos naturales y culturas ancestrales es
una lucha de país, por lo que las alianzas son parte de la estrategia
de cada organización campesina y étnica. Es también una lucha política
que necesita de la participación de una organización más amplia como los
partidos políticos a lo interno, y los gobiernos de otros países afines
a lo externo. En Centroamérica está vinculación es menos fuerte, por lo
que hay que participar activamente en las negociaciones para cargos de
elección popular y posicionarse en discursos políticos y programas de
gobierno futuros.
Tegucigalpa, 15 de Abril de 2015
http://alainet.org/es/articulo/168969
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