R. Aída Hernández Castillo1
El
29 de marzo pasado la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)
presentó un informe sobre la situación de las mujeres en reclusión,
fundamentado en diagnósticos realizados durante 2014 en 77 de las 102
prisiones del país. Estos centros de reclusión, que albergan
actualmente a 12 mil 690 mujeres, se caracterizan por la violación
sistemática a los derechos humanos y por el control que ejerce el
crimen organizado sobre estos espacios, según los datos presentados por
dicho organismo. El citado informe ha venido a ratificar lo planteado
por diversos estudios de quienes realizamos investigación en espacios
penitenciarios femeninos: que las mujeres que delinquen son más
estigmatizadas que los hombres, que se les ve y trata de forma más
degradante y que muchas sufren el abandono de sus parejas y familiares.
Si bien las mujeres representan actualmente sólo 5.07 por ciento de
la población penitenciaria en México, en los últimos 15 años se ha dado
un crecimiento vertiginoso del número de mujeres presas: de 1997 al mes
de abril de 2013 el incremento de la población femenil fue de 175.04
por ciento. Esta misma tendencia la encontré entre la población
indígena femenina, que en los pasados cinco años ha experimentado un
aumento de 120 por ciento, el cual está estrechamente vinculado a la
feminización de la pobreza y a la mayor participación de las mujeres en
el narcomenudeo.
A las graves irregularidades y al maltrato que ha caracterizado al
sistema penitenciario mexicano, se añaden distintas formas de violencia
de género que marcan las experiencias de las mujeres en reclusión. Esta
violencia va desde la prostitución forzada y el maltrato físico hasta
la penalización más alta que reciben por los delitos cometidos. Desde
el trabajo pionero de Elena Azaola, El delito de ser mujer (1996),
las investigaciones sociales sobre las mujeres en el sistema
penitenciario mexicano han mostrado cómo las desigualdades de género
influyen no sólo en la falta de acceso a la justicia, sino en la manera
en que se vive la reclusión. En el informe de la CNDH de 2013 se
señalaba:
Cuando se analiza el sistema penitenciario relacionado con la reclusión de las mujeres, puede observarse la añeja y de ninguna manera justificable situación de discriminación en razón de género que permea en dichos establecimientos, desde la regulación normativa interna, la estructura de las cárceles, la clasificación de la población penitenciaria, así como el funcionamiento y operación de los centros de reclusión, que se manifiesta en una notoria falta de presupuesto y atención específica relacionada con el internamiento de las mujeres, que presenta un notorio desequilibrio con el de los varones. Más aún en el caso de las mujeres indígenas, quienes dentro de este contexto representan una minoría adicional, y que a menudo padecen o sufren de una mayor discriminación por dicha circunstancia, cuya principal barrera es el idioma. El informe presentado un año más tarde reproduce muchas de las denuncias de 2013 y repite las mismas recomendaciones. Cotejando ambos documentos podemos ver que el gobierno ha puesto oídos sordos a las denuncias del organismo de derechos humanos.
Mis
investigaciones con mujeres indígenas presas han documentado que el
racismo institucional profundiza la vulnerabilidad de este sector, que
en la mayoría de los casos no cuenta con apoyo de traductores (Del
Estado Multicultural al Estado Penal 2013). En la revisión de los
expedientes judiciales de 30 mujeres indígenas presas en los estados de
Morelos y Puebla, encontramos que ninguna de ellas contó con ayuda de
traductor, a pesar de que en la reforma constitucional de 2001 se
establece el derecho a contar con apoyo de traducción y de peritajes
antropológicos que den cuenta del contexto cultural de los acusados/as,
que puedan dar elementos atenuantes de la comisión del delito. Más de
la mitad de ellas estaba presa por
delitos contra la salud, como está tipificada la participación en el narcomenudeo, y tenían condenas que iban de 10 a 15 años, a pesar de que solamente tres de ellas tenían antecedentes penales y ninguna se encontraba armada o había estado involucrada en delitos violentos. Estas mujeres pobres son presas de la
estadísticadel Estado mexicano, que necesita presentar números para comprobar que está haciendo algo en la lucha contra el narcotráfico.
La violación a los derechos lingüísticos y culturales de las mujeres
indígenas no es sólo producto de la falta de personal y capacitación
que posibilite mayor acceso a la justicia por parte de los pueblos
indígenas, sino que va aunada a un trato denigrante y racista por parte
de los funcionarios públicos, que caracteriza a todo el sistema de
justicia y que en muchos sentidos reproduce las jerarquías raciales que
marcan a la sociedad mexicana en su conjunto. En el caso de las mujeres
indígenas, este racismo estructural que reproducen las instituciones
del Estado se ve profundizado por la violencia sexual, que muchas veces
es utilizada durante la detención o como una amenaza latente durante
los interrogatorios.
Desde la academia, el activismo legal y el periodismo hemos venido
denunciando la violencia de género y el racismo institucional del
sistema penal mexicano, sin que se logren modificaciones sustanciales
ni en la impartición de justicia ni en las políticas penitenciarias. La
implementación de la reforma en materia de seguridad y justicia penal
aprobada en junio de 2008, cuyo supuesto beneficio impactaría en el
combate del crimen organizado, sólo ha servido para otorgar derechos
jurídicos a las distintas corporaciones policiacas del Estado y poner
en una posición de mayor vulnerabilidad a los sectores más pobres y
excluidos de la sociedad mexicana, que se están convirtiendo en
estadísticas en la guerra contra el narcotráfico.
A la fecha sigue pendiente la ley penitenciaria que anunciaba la
reforma de 2008 y que tenía 2011 como fecha límite para su
promulgación. Si bien es importante la promoción de políticas
penitenciarias con perspectiva de género para acabar con las
violaciones a los derechos humanos que reporta la CNDH, es fundamental
que éstas se den en el contexto de una transformación profunda del
sistema penal y de una reforma del Estado que permita poner un alto a
la corrupción y la impunidad que caracterizan a nuestro sistema de
justicia.
1 Profesora-investigadora de CIESAS
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