4/18/2015

De cunnilingus y millones

Las cincuenta sombras de Grey.
lasillarota.com

“Obediencia: la Sumisa obedecerá inmediatamente y con entusiasmo todas las órdenes dadas por el Dominante. La Sumisa aceptará toda actividad sexual estimada oportuna y agradable por el Dominante, con excepción de las actividades figurando en la lista de límites a no atravesar”, párrafo del contrato entre Christian y Anastasia en 50 sombras de Grey.

“La diosa que llevo dentro no deja de dar saltitos y palmadas como una niña de cinco años. Por favor, di que sí…. si no acabaremos con un montón de gatos y tus novelas, como única compañía”: Reflexiones de Anastasia Steele.

“Pensé: Esto es tan irreal, porque ningún hombre le practica tanto sexo oral a una mujer”: Madonna, refiriéndose a Cincuenta sombras de Grey.

O la soltería virginal  –clase media y rodeada de gatos- como personaje decimonónico, o la sumisión en un pacto sado/masoquista en espacios millonarios.  Con trasfondo, eso sí, de vaga historia de amor. Algo así parecería ser el agudo dilema de Anastasia Steele,  al conocer a Christian Grey. El señor Grey –insiste la autora- despierta a la “diosa” que Anastasia lleva dentro. La “diosa interior” por aquí. “La diosa  interior” por allá.  Me pasma la fuerza de una fórmula que atrajo a cien millones de lectores,  la mayoría, hasta ahora,  mujeres.  No he leído Cincuenta sombras de Grey (ni me muero por hacerlo), tampoco conocía más detalles de los que hace tiempo me transmitió mi hijo Diego: “¿Cómo sucede que la trilogía basada en una relación de Dominador y Dominada sea un best seller en pleno siglo XXI,  entre las mujeres de todas las edades?”.

Este fin de semana vi la película.  Me interesa intentar entender tan inmenso éxito de taquilla en tantos países del mundo. Me imagino que hay claves: Lo de la “diosa”, por ejemplo. Ese planteamiento va más o menos así. En una vive una mujer salvaje, apasionada, creativa, intrépida, deseosa de aventuras, que se oculta. Hasta que el Maestro llega.  Utilizo acá la palabra “Maestro” deslizándola hacia el doble significado que  Maître tiene en francés y que es muy útil en este contexto: Maestro y Amo.  Ambas a pronunciarse con mayúsculas.

Sólo el Maestro/Amo trae esa llave que conduce a una misma, porque para empezar –nos dice la película-  una ni siquiera sabe que esa otra yo existe. En principio no podríamos estar más de acuerdo, sin necesidad de Maître o Maîtresse. ¿Qué ser humano no ha vivido la llegada de ese amor –que como todo amor- se convierte en una revelación del otro y de una misma?  Esos amores que trastocan, transforman la cotidianidad, le otorgan a la pasión un sentido nuevo con intensidades de principios del mundo. ¿Quién no ha descubierto el cuerpo del otro como un milagro que conduce hacia el otro milagro, el del propio cuerpo?  Digamos que esta fórmula trae mucho de verdadero, pero como suele suceder en la película, todo se convierte en verdades-botarga.

¿Cuántas mujeres no hemos fantasmeado con un hombre todopoderoso que nos “controle”- a sus y nuestras horas- y nos proteja –a sus y nuestras horas- como un padre de infancia casi totémico? Utilizo la palabra “fantasmear”, y no “fantasear”, porque el “fantasma” (desde el psicoanálisis) nos remite a las marejadas inconscientes que nos habitan.  La “fantasía”, en cambio, correspondería más a los sueños despiertos, al territorio de lo consciente. No sé si este fantasma de ser dominado exista en muchos hombres, me imagino que también, pero debo confesar que ciertas intimidades las he hablado muy poco con hombres y  muchísimo con mujeres. Y me basta recordar un juego de infancia con mi padre, que prolongamos por años y años hasta edades francamente inadecuadas: “Papá, ¡ordénale al mundo que se ordene!- Y del otro lado de la línea escuchaba la voz de mi padre: “¡Mundo, te ordeno que te ordenes!”.- Yo sentía un alivio inmediato. Una protección. Un abrazo. Pensamiento mágico, que le dicen.

¿Y qué se juega en cada persona  -cuando es religiosa- y en momentos  de absoluta desolación dice frases como: “Señor, pongo mi vida en tus manos,  haz de mí lo que sea tu voluntad”. El inmenso deseo de sentirnos protegidos. ¿Esto nada tiene que ver con la película?  No, porque la película es un producto del fast food  de una banalidad inagotable. Todo allí es de plastiquito: Los personajes, la trama, las “soluciones”. Sí tiene que ver, porque sus claves –al parecer- convocan a necesidades inscritas en millones de personas, dado que la trilogía y la película son un éxito de ventas. Pero como en el caso de la sensualidad y del amor, este anhelo de protección  se convierte – en la cinta- en otra verdad-botarga, porque no es lo mismo ponerse en las manos del otro como una experiencia lúdica y sensual, o como un llamado puntual –y mágico- en momentos de desolación, que hacer entrega de su entera persona y someterse al dolor físico y moral, como si el amor y la sensualidad no pudieran suceder sino a cambio de los reiterados castigos y sus esperadas expiaciones.
              
Hay otra clave en Cincuenta sombras de Grey que tiene que ver con la posibilidad de “liberarse” sexualmente, renunciando a la responsabilidad de las elecciones y de los actos. Christian se lo explica a Anastasia en una escena a la que podríamos ubicar como uno de los “grandes momentos del mensaje” de la peli, me permito parafrasear: Una se “libera” cuando el otro toma el control, se hace cargo y da órdenes, porque allí una mujer no se siente responsable de sus actos, ni de su placer.  Dejarse dominar ofrecería entonces la inmensa ventaja de ser desculpabilizante, y una vez alejadas de las culpas –aún por los caminos más tortuosos- todititas nos descubrimos locachonas y pluriorgásmicas.
              
No en balde las dos citas literarias importantes (Anastasia estudia literatura inglesa) que Christian le hace a su discípula/dominada son de autores del siglo XIX: La escritora Jane Austen y la novela Tess  d’Urberville de Tomas Hardy, que le regala en su primera edición. Sobreentendemos: Las mujeres tenemos algo de personaje decimonónico reprimido y castigado en su sexualidad, hasta que el Maestro llega a liberarnos –curiosamente- con las técnicas más decimonónicas de dominio, control y castigo. Así va la botarga que tiene su punto de verdad: a mayor distancia con la culpa, más cercanía con el orgasmo. En general.

LAS REGLAS DEL JUEGO
              
Llegamos a los latigazos. Si la película se tratara de una relación sado/masoquista asumida y consentida, coherente de principio a fin, sería eso: Una película sado/maso y allí quedaría. Pero sin duda no causaría furor en los cines.  Acá el punto es que todo es confuso y patidifuso: ¿A ella le gustan los azotes o no? Primero se asusta ante “la habitación de juegos”, no es para menos, una parafernalia como del museo de las torturas.  Si una piensa –lánguida y “perverzuela”- que el juego de dominación será un juego de mordidita, jaloncito  de cabellos,  chupetito,  algún inofensivo juguetito sexual que vibra, o unas bolitas chinas, todo “osadísimo” pero suavecito y en diminutivo, ¡a bajarse del sueño!  En esa botica de Grey habría con que convertirla a una en carne –mera carne- para el rastro. Lo que ya deja de ser gracioso y se desliza hacia la historia de terror.
              
Nos dicen claritito que los niveles de necesidad y gusto por infligir dolor del señor Grey,  son desmesurados y peligrosísimos. Pero, ¿qué creen? Él mismo vivió una relación Sumiso/Dominadora durante seis años, ni más ni menos que con una amiga de su madre adoptiva. Sí, él también, lo que ya agrega un mensajito de equidad de género. Algo como: “yo lo viví, así que no vayan a creer –lectoras/espectadoras- que estamos reduciendo este asunto del masoquismo a lo femenino”. El masoquismo no es –ciertamente- sólo femenino en la vida, pero sí lo es en la película.  Pero la cinta nos abota(r)ga de muchas maneras.
              
Por ejemplo: él es un Maestro que jamás irá más allá de lo que ella “pueda soportar”. Le ofrece palabras de seguridad para que ella lo detenga cuando el dolor sea demasiado: “rojo, amarillo”. Es más: la hace firmar un contrato  en el que ella tiene el derecho a decidir cuáles técnicas de dominio acepta y cuáles no: A) No al puño en la vagina y en el ano. B) No a las pinzas en la vagina… así. Sí acepta los latigazos.  Observamos –estremecidas –que él es de veras un hard, pero –por ella, sólo por ella- está dispuesto a renunciar a sus urgencias extremas.
              
Lo –casi- más tramposo de la película: nunca Anastasia luce más bella, segura de sí misma, “empoderada”, como dicen, que cuando entra en la sala de juntas con paso firme para “negociar”  las cláusulas de su contrato de sumisión al Amo.  ¿Qué más mensaje de “libertad” en la sumisión podrían ofrecernos? Cada mujer en su casa sólo tiene que imaginar qué negocia: los latigazos no quedan en el contrato, y se queda –en cambio- con la corbata (Armani o similar) con la que él le ata las manos para ofrecerle abundantes cariñitos, la pluma de pavo real con la que le acaricia el cuerpo,  lamiditas, y cunnilingus à volonté!
              
Les recuerdo la cita de Madonna que me pareció muy reveladora: “A la cantante algunas de las escenas eróticas de la novela no le parecieron muy creíbles. ‘Pensé: Esto es tan irreal porque ningún hombre le practica tanto sexo oral a una mujer”. Ah, ¡gran razón para emocionarse y conmoverse editando el detalle de los latigazos! Pues sí –hasta- Madonna lo dice, podríamos pensar que –efectivamente- hay mucho de decimonónico en las relaciones sexuales del siglo XXI.
              
La película no abunda en escenas eróticas, pero en todas ellas, menos la última, Anastasia consciente y disfruta los latigazos. Es más,  el Amo tiene la caballerosidad de preguntar: “¿Te dolió?”. “No”- dice ella, envuelta en una voluptuosidad sin techo ni ley. “¿Ves? La mayor parte de tu miedo está en tu cabeza”. ¿Acaso eso de que “la mayor parte del miedo está en nuestras cabezas” no es una verdad profunda con respecto casi a lo que sea? Pero, ¿casi todas seríamos masoquistas si nuestro miedo-represor no nos lo impidiera?
              
Me imagino que aquí de nuevo la espectadora le baja varias rayitas a la escena y se queda con algo como: “Mañana corro a la sex shop a comprarme unas maripositas clitoridianas. Segurito –sin rubor y sin miedo- mañana”.  “Y hasta le pido un cunnilingus a mi amorcito. Segurito –sin rubor y sin miedo- mañana”.  Veo difícil que los amantes de las lectoras de Cincuenta sombras lleguen con su látigo –parafraseando a Nietzche- y las señoras se lo festejen.
              
Lo más tramposo de toditita la película: Él es un Amo desalmado, impedido de amar porque sufrió mucho de chiquito, pero puede cambiar.  Lo vemos: está cambiando. ¿No es el fantasma de fantasmas de cantidad de mujeres? ¿No es la esperanza más peligrosa a las que se aferran las mujeres en situación de violencia? “Él va a cambiar porque me quiere”. “Yo soy su única, su indispensable, el amor de su vida y la fuerza de mi amor, mi comprensión, mi tolerancia infinita van a transformarlo en el hombre de mis sueños”.  Me hizo pensar, toda proporción guardada, porque esa sí que es una excelente película, en “Te doy mis ojos”,  de la directora Icíar Bollaín.
                                             
EL ALMA FEMENINA Y PURA QUE  -CASI- SALVA AL MALANDRO

“Algunas personas dicen que no tengo corazón en lo absoluto”- declara Grey. “¿Por qué lo dicen?” –pregunta ella en el primer encuentro. “Porque me conocen”. Zas. Pero aquello va para peor. Tiempo después ella le pregunta: “¿Vamos a hacer el amor?”. “Yo no hago el amor. Yo cojo (fuck) duro (hard)”. Ella, una mujer universitaria de 21 años que jamás ha conocido varón, jamás ha dado un beso, y jamás ha explorado su propio cuerpo, tiembla. Ella tiembla y se muerde los labios todo el tiempo. Se tropieza. Es una muchacha ingenua, virgen, tan distraída y tan silvestre que casi muere atropellada por una bicicleta si no fuera porque él la salva.  Sólo de mirarlo llegar y toda ella se convierte en un volcán de voluptuosidades reprimidas y a punto de estallar.
              
Un estereotipo tras otro.  El hombre experto (y canalla) que ya ha arrastrado a quince mujeres hacia su “habitación de juegos”. La mujer prístina y alabastrina. Pero, ¿acaso no es esa pureza suya de virgen salvadora de los discapacitados emocionales lo que lo va a salvar de sí mismo? ¿Tendría menos oportunidades él de salvarse si llegara a su vida una mujer con experiencia? Todo parece indicar que sí. La paloma para el nido, y el león para el combate, como escribió don Melchor.
              
¿Acaso no es la virginidad de una doncella lo que permite capturar al esquivo unicornio de las leyendas?  Mensaje: se necesita una buena mujer  -virgen de preferencia- para salvar a una bala extraviada en el fantasma de dañar lo más posible.  Pero si la espectadora ha vivido una vida sexual, no importa. Con que sea buena, buenísima, con eso basta (me imagino que eso se dice la espectadora). Con que sepa manejar una mezcla -¡tan femenina si una se esfuerza! - de leve “insolencia” y devota docilidad. Pero aún en medio de las horribles declaraciones de Christian y de su “pasión” como de la sección de congelados del Walmart. No -¡qué digo! - del City Market, una sabe (¡somos tan intuitivas!) que él va a cambiar. Porque el amor sana a perversos narcisistas y mueve montañas.
              
Por ejemplo: Él le presenta a su madre. La lleva a cenar a casa de sus papás. Se deja fotografiar junto a ella para el periódico. Ofrece un discurso en su ceremonia de graduación y habla de “erradicar la pobreza y el hambre en el mundo”. En fin, es un empresario descarnado,  metalizado, ajeno a sus emociones, pero en algún lugar lejano de sí mismo, cree –también- en la bondad humana y la paz mundial. “¿Qué hombre con ‘malas intenciones’ te presenta a su mamá y va a tu fiesta de graduación?”- se dice la espectadora arrellanada en su –ya flotante- butaca.
              
La controla, la invade en su vida cotidiana, no le permite ir sola ni a la esquina, pero la cubre de regalos cada vez, como si para obtener su desmemoria y su perdón bastara con corromperla.  La patita fea se va convirtiendo en una cisna.  Porque además del clasicazo de la virgen y el experto encanallado en el más bajo sexo (algo así), ¿qué creen? Él es desquiciantemente millonario.  ¿Y qué más? Ella es una estudiante que trabaja en una ferretería para costear sus estudios. Desfilan los estereotipos de la felicidad que el “poderoso” ofrece: el helicóptero que aterriza en la azotea de la torre toda suya de él, el planeador, el chofer trajeado.  Él le regala vestidos, un carro, una Mac.
              
En algunos de esos regalos tiene una  -espectadora- que caer, es inevitable. Si bien me muero del horror fóbico ante el viajecito en helicóptero, ¿cómo no suspirar –envidiosa- cuando me compré mi Mac en 24 meses sin intereses en la tienda de Telmex?  “necesito a un Grey en mi vida”- casi podría decirse una por fracciones de segundos. Ese punto, el de la asociación regalo=amor, en el fondo –oscuro y silenciado- de los corazoncitos femeninos, es todo un tema que ha atravesado los siglos.  Sólo que acá no son  exactamente regalos, sino bonos de compra.  Además, debo confesar que me causó desazón y profunda desconfianza que en la película  nunca le regalara ni una sola joya. Nunca. Lo que es muy sospechoso en una relación tan –supuestamente- inscrita en la sexualidad.  La Mac es muy práctica, pero los regalos –como homenaje a la sensualidad, sobre todo si el señor no para de exhibir sus millones- tenderían a ser más regalos bellos e inútiles, que regalos prácticos.  Sospechosísimo. ¿A qué público femenino está dirigida la película? Supongo que a la amplísima clase media occidental.

EL ¿INEXPLICABLE? ENCANTO DE CHRISTIAN GREY
              
Corre el vino blanco servido por mujeres etéreas y con chongos, que desaparecen en segundos. Y el doble juego: él la está salvando de ser esa muchacha insegura que se mira en el espejo y no sabe qué hacer con sus cabellos. La de la blusa de cuellito y florecitas. La que vende tuercas y tornillos en una ferretería mientras piensa en la virginidad mal ofrecida de Tess d’Urberville, (una mujer campesina) que lo perdió todo por amar al hombre equivocado, en la maravillosa novela de Hardy. Él le dice: “No te avergüences de tu desnudez”, y la mira fascinado. Bueno, tan fascinado a como el personaje puede mirar desde su esencia de plastiquito que me hizo pensar todo el tiempo en el Ken (el muñeco novio de la Barbie) y en Peña Nieto.

Ustedes disculpen, no  se trata de incluir a Peña Nieto en donde sea y con calzador, es que les juro que se le parece muchísimo. La sonrisa perfecta, la mirada perfecta. El boleado perfecto. El aire finolais y el copetito engomado.  Ese aire de una cierta “virilidad” empresarial y “poderosa” que al parecer ahora funciona – y no deja de ser interesante- como producto en el mercado.  Será que yo me quedé en aquella antigualla de los “feos, fuertes y formales”. Será que tanto atildamiento  -tan escandalosamente narcisista- provoca desconfianza.  Eso debe de ser.
              
Pero el doble juego consiste en que quizá –ese es nuestro sueño-  el verdadero salvamento es el que ella está haciendo con él: lo está volviendo humano. Con humano quiero decir que poco a poco él se despeina un poquito. Él incapaz de hablar de sus emociones –y de vivirlas- se confiesa: “La mujer que me dio la vida era una adicta al crack. Una prostituta. Murió cuando yo tenía cuatro años”.  La clave de entre todas las claves que nos estruja el alma: ¡claro que lo está cambiando! Lo va a convertir en un hombre nuevo, porque él es muy bueno y tan pronto como logre expresar sus emociones –en cuestión de segundos- erradicará el mal que lo habita.  Cenicienta ya es una princesa –aunque sea fueteada- y él está a punto de pasar de príncipe sádico a príncipe a secas.
              
Tan espantosa mentira. Y tan peligrosa. ¿Un hombre que necesita someter a una mujer a esos extremos va a cambiar porque lo amen? Pero si de lo que se trata –justo- es de destruir al objeto porque lo ama. ¿Un hombre que para sentir excitación y placer sexual necesita violentar a una mujer  y cosificarla, va a ser capaz de vivir una sexualidad de pares que exige la aceptación de dos sujetos en una cama, cuando lo que él necesita es el escenario emocional del amo y la esclava?  Pobrecito don Segismundo Freud, ni para qué se quemó las pestañas.

Pero me estoy adelantando, hasta un momento de la película él es desalmado y la azota, nos dicen que tiene todo para cambiar y amarla (su dinerísimo, sobre todo) y que estamos presenciando una gran –y disruptiva- historia de amor, y que ella disfruta los latigazos como una loca, si bien quisiera que en algún lado, ambos sentaran cabeza.  Pero llegamos a una escena en la que ya todo da la vuelta. Nos parece comenzar a entender que ella –a pesar de todo lo que nos mostraron- no disfruta los azotes sino que se siente humillada y aterrada. ¿Cómo?

Pues sí, el sado-maso no es lo suyo. ¿Pero no se suponía que ella quería un matrimonio feliz con sado-maso incluido? No. Le pregunta por qué quiere lastimarla, por qué lo necesita. Se lo pregunta en lágrimas. No le dice: “me pareció divertido pero ya me aburrí y cambié de opinión”, o “querido mío, esto es muy retorcido”. No sé, algo así que le dé a la trama un mínimo de coherencia.  Nada de eso. La violenta escena que sigue deja de lado todo el supuesto glamour  de las experiencias anteriores y nos encontramos con una escena de un masoquismo muy otro: la mujer que sin placer físico alguno se inmola para saber hasta dónde puede llegar él.  Hasta dónde es capaz de lastimarla. Ya no hay caricia alguna, sólo una horrible escena de violencia. La diferencia, nos dicen, es que ella se enamoró. Es decir, disfrutaba los azotes cuando no lo amaba. Pero la espectadora sabe que ella lo amó desde el primer segundo.  Rarísimo todo. “¿Esto es lo que quieres, quieres verme así, esto te da placer?”.

¿Supondríamos entonces –lo que no se sostiene en el resto de la película- que cada vez ella se dejó violentar sólo para ofrecerle placer a él? ¿Sólo para obtener su amor? Pero si así fuera, ¿por qué a las mujeres nos gustaría algo tan espantoso? Es un punto de lo más inquietante. Me imagino que la contradicción queda editada y que cada una toma lo que coincide con su fantasma.  La mujer denigrada que encontraba a su “diosa interior en “el cuarto de juegos” (lo que ya era siniestro) toma su dignidad a dos manos y se escapa. Él, como es un sádico caballeroso, la deja escapar. Así nomás. Pero faltan dos películas, y aunque no he leído el libro se lo puedo jurar: él va a cambiar. ¡La cantidad de avatares que nos faltan, pero él va a cambiar!
                                             
TE PEGO PORQUE TE QUIERO           

Otra clave –quizá- para entender la fascinación que esta historia tan extravagante, mal actuada,  y sin pies ni cabeza ofrece: Los seres humanos vivimos en una contradicción permanente; nuestro deseo de certidumbres y nuestro deseo de sorpresas.  Nuestra necesidad de rutinas y nuestra ansia de aventuras. La película pareciera “resolverlas”, ¿ya les dije que Christian es un hombre fiel? Pues sí, tiene esa virtud. Él no desea –y así se lo dice- azotar a mujer alguna que no sea ella.  Ella es –además- la única mujer a la que ha llevado en su helicóptero. Se lo juro.  Si la historia prospera -como amor verdadero- se van a acabar los azotes, pero queda en cambio todo lo que se supone exaltante y que puede comprar el dinero. Queda que cada uno habrá aceptado “la parte oscura de sí mismo” y la encaminará –ellos ya son así para siempre – hacia una sensualidad liberadísima y de cortar el aire hasta que la muerte los separe. Sin rutinas y sin facturas. Me imagino.
              
En Francia, después de la publicación de la trilogía subió la venta de juguetes sexuales. He leído frases como: “Un aprendizaje acerca del deseo y del placer femenino”, “cambia la manera de mirar la sexualidad femenina”. ¿A ustedes - si la vieron- ¿les cambió algo?  ¿Por qué funciona tan bien esa fórmula cunnilingus, millones, promesa –algún día - de una historia de amor entre la cenicienta y el príncipe?  ¿Tanto como para que permita editar todo lo demás?  ¿Las mujeres necesitamos que una de nosotras se deje fuetear – malactuando un gozo indecible- para enterarnos de que tenemos derecho a nuestra sexualidad?
              
La sensualidad es en sí misma trasgresora y lúdica. Pero no es lo mismo jugar a la sumisa –sin violencia-  una noche de luna llena, que la violencia y el control absoluto en la sexualidad y en la vida.  No es lo mismo aceptar lo erotizante que puede ser un regalo, que emocionarnos porque a una de nosotras le compran el alma con una Mac. Ni siquiera le regala un collar del siglo XIX con lo que a  Anastasia le gustaban Thomas Hardy y Jean Austin.  Ni siquiera la lleva a la Toscana y a París, sólo a Seattle. Les digo, todo en él es práctico y expedito. Les digo, para mí, que además de perverso, ¡tacaño!
              
Pero es toda una idea de la vida esos espacios minimalistas, esas ciudades de inmensas torres iluminadas, ese montón de carros, esos clósets impecables e inmensos. ¿Alguien se erotiza todavía con las casonas antiguas, los gobelinos y  la luz ocre de una película de Bertolucci?  Hay en “Cincuenta sombras” una imagen femenina denigrante: “la oruguita que se convierte en mariposa”, a costos muy altos. Y una imagen masculina igual de denigrante: ¿quién sería Christian Grey sin su torre de oficinas que nos muestran y nos muestran (en la tan sobada metáfora masculina) sus trajes, sus empresas, su poder de comprar, pues. ¿Cómo serían esas escenas si en lugar de suceder en esos espacios con vistas  que “dominan” la ciudad y vino blanco, sucedieran en un sótano húmedo o en un hotel de paso desvencijado?  ¿Le hubiera  perdonado Anastasia que no le permitiera estar a solas con su mamá, sin el paseo en planeador con el que la calló?  La invitó a volar, ¡no se pierdan la metáfora!
              
¿La diferencia entre la  violencia presentada como consensuada y sensual, y la violencia brutal y sórdida, está en qué puede pagar el Amo?  La película no sería sino un divertimento banal, si no fuera por su éxito. Si las mujeres la celebran en masa, es porque ofrece algo de lo que necesitamos.  En la realidad, o en el fantasma.
              
En dos momentos le preguntan a Anastasia: “¿cómo estás?”- y ella responde: “mejor de lo que merezco”. Valga la respuesta como dato inquietante.



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