CRISTAL DE ROCA
Por: Cecilia Lavalle*
¿Somos
humanas las mujeres? Cosa parecida preguntó la sufragista Susan B.
Anthony en el siglo XIX. Porque, para no reconocer nuestros derechos, se
dijo hasta la náusea que en realidad no éramos plenamente humanas.
Verdaderamente humanos, los hombres, por supuesto.
En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en 1948,
las mujeres logramos que por primera vez se reconociera nuestra
humanidad y, por tanto, nuestro derecho a la igualdad.
Varias sufragistas se encargaron de que se estableciera, desde el
título, que teníamos derecho a tener derechos. Porque originalmente iba a
llamarse Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Y luego se empeñaron, con éxito, en incluir la prohibición a discriminar
por razones de sexo. De modo que formalmente quedó decretado que era
tan grave la discriminación por sexo como la de raza o la de credo.
A partir de entonces el derecho a la igualdad de las mujeres figura en
numerosos tratados internacionales y en varias leyes nacionales.
La igualdad no hace referencia a ser idéntica a otra persona. Muy por el
contrario, precisamente porque reconoce las diferencias y diversidades
entre las personas, postula que las humanas y los humanos valemos lo
mismo por el hecho de pertenecer a la especie humana y, por tanto,
tenemos derecho a la garantía, goce y ejercicio de todos los Derechos
Humanos.
El derecho a la igualdad va unido al principio de No discriminación,
porque se reconoce que, a partir de las diferencias entre las personas,
la sexual para empezar, se ha construido una desigual garantía, goce y
ejercicio de los derechos.
Y para nadie es ya un misterio que la diferencia sexual ha justificado
que a lo largo de la historia se le nieguen, escatimen o escamoteen
diversos derechos a las mujeres.
En este contexto se inscribe la paridad.
La paridad es la expresión política del derecho a la igualdad. Por eso el Estado está obligado jurídicamente a garantizarla.
De acuerdo con el Consenso de Quito (2007), “la paridad es uno de los
propulsores determinantes de la democracia, cuyo fin es alcanzar la
igualdad en el ejercicio del poder, en la toma de decisiones, en los
mecanismos de participación y representación social y política, y en las
relaciones familiares al interior de los diversos tipos de familias,
las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales, y que
constituye una meta para erradicar la exclusión estructural de las
mujeres”.
En pocas palabras, paridad significa la mitad del poder. Y parte de la
certeza de que el ámbito de lo privado y de lo público no tienen sexo;
por tanto, debe asumirse que la mitad de las decisiones en el ámbito
público corresponden a las mujeres y la mitad de las tareas en el ámbito
privado corresponden a los hombres.
De manera que la paridad no es una amable concesión. Tampoco es un
privilegio. Al contrario, precisamente se trata de eliminar de raíz el
privilegio que se adjudicaron los hombres en el siglo XVIII cuando
excluyeron a todas las mujeres del poder público.
Un privilegio que, con matices, han conservado hasta nuestros días.
Como bien dice la filósofa española Amelia Valcárcel, no se trata de que
por ser mujeres nos den la silla. Se trata de evitar que por ser
mujeres nos excluyan de la silla.
Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com.
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
Imagen retomada del sitio wikimedia.org
Cimacnoticias | México, DF.-
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