Terapia de choque, lo que tendrá la economía mexicana hasta el final del sexenio. La política abrazada a partir de 2015 no tendrá reversa: control de la demanda local a través del recorte del gasto público programable, la restricción monetaria, la contención de la inversión y de los salarios, el desmantelamiento del Estado. A todo esto le llaman “austeridad”, como al ajuste fiscal le dicen “consolidación”
Como
si fuera una maldición bíblica, los neoliberales de la restauración
conservadora priísta, encabezados por Enrique Peña Nieto y Luis
Videgaray, repiten el mismo sendero y el mismo destino fatalmente
ineludible de sus predecesores, los de la derecha priísta neoliberal de
la primera generación, los delamadridistas, los salinistas y los
zedillistas, y la clerical-neoliberal del segundo ciclo, los teocráticos
panistas.
Por razones similares, internas y externas, a todos se les desfondó
prematuramente la economía durante su mandato, junto con sus promesas
de crecimiento económico, empleo, bienestar (bajo el supuesto de que
ellas fueran sinceras y realmente existentes, más allá de la retórica de
la plaza pública). Porque endógenamente, el modelo neoliberal, criollo y
global, desde su emergencia, hace 40 años, está estructurado para
generar los efectos contrarios: el estancamiento crónico, el alto
desempleo, la precariedad laboral, la miseria generalizada, costos
necesarios para restaurar la tasa de ganancia –como señala el francés
Michel Husson– y otros economistas que no comulgan con las doctrinas
monetaristas.
Las únicas diferencias entre ellos son formales: la profundidad del hoyanco en que se han desplomado; el estrépito de la caída; las pinceladas en medidas empleadas para tratar de restaurar los equilibrios económicos.
Faltos
de creatividad desde hace tiempo, esos fundamentalistas de las
políticas ortodoxas de ajuste y estabilización macroeconómica siempre
recurren a la misma estrategia anticrisis, de corto plazo y de largo aliento (reformas estructurales): las tradicionales terapias de choque
fondomonetaristas. El control de la demanda local, a través del recorte
del gasto público programable (excluye a los compromisos financieros, sagradamente
pagados a costa de aquellos egresos), la restricción monetaria (altos
réditos), la contención de la inversión y los salarios nominales y
reales, el desmantelamiento del Estado.
Como
esos programas están desacreditados, en virtud de sus onerosos costos
económicos y sociopolíticos, desde hace algún tiempo se les ha
maquillado de una manera más sexy. Ahora se le llama “austeridad”.
Tienen sobradas razones para hacerlo, pues su aspecto macabro no es presentable.
Su
aplicación en México y el resto de América Latina, a partir de la
década de 1970 –con excepción de los gobiernos democráticos que después
desertaron del consenso neoliberal–, que han buscado restablecer el
equilibrio fiscal (recorte del gasto y mayores impuestos al consumo) y
de las cuentas externas (devaluaciones cambiarias), y el control de la
inflación (contención de la demanda con los altos réditos y la represión
salarial), sólo han arrojado una estela de precarización laboral,
desempleo, pobreza, miseria y exclusión social; desmantelamiento del
Estado y del aparato productivo; la privatización de empresas estatales y
de sectores estratégicos; la entrega de la economía a los monopolios;
la subordinación a las metrópolis como aportadores especializados de
materias primas, manufacturas de bajo valor agregado y mano de obra
barata para la reducción de costos dentro del proceso de acumulación y
reproducción del capital a escala mundial; el despotismo y el
autoritarismo disfrazado de democracia.
Como
represalia a la decisión de los vietnamitas por defender su soberanía
nacional por cualquier medio ante la criminal intervención
estadunidense, el general Curtis LeMay dijo: “Bombardear hasta hacerlos
regresar a la edad de piedra”.
Afortunadamente
en México y otros países los gobernantes metropolitanos no han tenido
que recurrir a esa barbaridad, ya que, salvo en algunos casos que han
sido tratados con otra clase de guerras sutiles, generalmente los grupos
de poder locales han entregado dócil e higiénicamente las plazas,
debido a cuando menos un par de factores: porque generalmente solicitan
el apoyo del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Casa
Blanca cuando se encuentran en plena crisis financiera y sin márgenes de
acción (a cambio, aceptan instrumentar los programas ortodoxos de
estabilización y las reformas estructurales neoliberales que les son
impuestos); y porque las elites comparten las directrices del
neoliberalismo, las cuales, económica y políticamente, les resultan
rentables, y les otorgan legitimidad y confianza ante los “mercados”.
Con sus contrarreformas
estructurales, entre ellas la reprivatización petrolera y la eléctrica,
y su política de “consolidación fiscal” de 2015-2018 –como ahora se le
dice al ajuste fiscal por el lado del gasto no financiero y los
gravámenes regresivos–, los peñistas reafirman la dominación y la
continuidad neoliberal.
Tempranamente, en 1976, el economista marxista André Gunder Frank, en sus cartas abiertas dirigidas a los Chicago boys Milton Friedman y Arnold Harberger, padrinos del primer programa de choque en regla, parido en un baño de sangre, calificó a éste de “genocidio económico”.
Esa
historia, originalmente diseñada para el mundo subdesarrollado, fue
impuesta en la Unión Europea, la eurozona y, en menor medida, en Estados
Unidos, a raíz de la segunda gran depresión (2007-…) que estalló en
esos lugares.
En su trabajo Los límites del keynesianismo
(enero de 2015), Husson señaló que “resulta chocante constatar que los
países que han sufrido la austeridad presupuestaria (y salarial) más
fuerte son también países en los que los beneficios se han restablecido
de forma neta. Los países de la periferia (Grecia, España, Portugal e
Irlanda) han recuperado la tasa marginal a pesar del hundimiento de su
economía y de la explosión del paro [desempleo]”.
Pese
a ese “cinismo hipócrita de las políticas de austeridad”, agrega
Husson, éstas no deben analizarse “como políticas ‘absurdas’ o
deficientes, sino como una terapia de choque que, más allá de
sus efectos colaterales negativos, buscan alcanzar tres objetivos
combinados: restablecer los beneficios, liquidar lo más posible las
conquistas sociales y proteger las instituciones financieras y bancarias
de una desvalorización de sus activos”.
La política monetaria ha sido inoperante para acelerar la reactivación económica y ha limitado la capacidad de acción de los bancos centrales. Tampoco han servido los estímulos monetarios”
Si
bien la reducción salarial permitió restablecer la tasa de beneficio,
no ha garantizado la reactivación capitalista, continúa Husson, que se
pregunta: “¿Quién va a comprar las mercancías producidas por la clase
asalariada cuyo poder de compra avanza a una velocidad inferior que la
del valor producido?”.
Pero lo
anterior es justamente lo que se busca con la contención salarial, del
consumo, la inversión, la reducción del gasto público, el equilibrio
fiscal y de las cuentas externas, que limitarán las necesidades de
financiamiento internacional. Lo que se pretende es generar excedentes
de bienes para orientarlos hacia el mercado internacional y generar las
divisas necesarias que garanticen el pago del servicio de la deuda
pública y privada.
Ése siempre ha sido el sentido de los programas de choque.
El
problema es que los demás países aplican simultáneamente. Hay más
vendedores que compradores, lo que ha frustrado el ritmo de la
reactivación internacional.
A los
perniciosos efectos recesivos del ajuste fiscal monetarista y del lento
crecimiento internacional, debe añadirse otra medida ortodoxa que ha
fracasado en su intento por tratar de reanimar a las economías: la
política monetaria de tasas de interés nominales cercanas a cero por
ciento (Zero Lower Bound) –de 0 por ciento-0.25 por ciento de
la Reserva Federal estadunidense, 0.05 por ciento del Banco Central
Europeo, 0.1 por ciento del Banco Central de Japón, de 3 por ciento del
Banco de México–, negativas en términos reales. En los casos extremos,
el Banco Nacional Suizo (BNS), desde el 18 de diciembre de 2014, aplica
tasas negativas para la transferencia de activos (-0.75 por ciento), y
el Banco Central de Dinamarca redujo sus tipos de depósito de referencia
a -0.5 por ciento, en ambos casos para tratar de contener los furiosos
ataques especulativos en contra de sus monedas.
Esa
política monetaria expansiva ha sido inoperante para acelerar la
reactivación económica y ha limitado la capacidad de acción de los
bancos centrales.
El propio Banco de
Pagos Internacionales y la Reserva Federal han admitido que ese tipo de
política monetaria ha sido completamente incapaz de resolver la crisis
financiera y relanzar el crecimiento.
Lo mismo ha sucedido con las masivas inyecciones de liquidez, conocidas como “estímulos monetarios (QE, sigla de quantitative easing), recursos que, en lugar de orientarse hacia las actividades productivas, sólo han servido para generar nuevas burbujas
especulativas, sobre todo en los mercados financieros como los de
México, los cuales actualmente se estremecen ante los movimientos de los
capitales de corto plazo.
La contención salarial, del consumo, la inversión, la reducción del gasto público, el equilibrio fiscal y de las cuentas externas limitarán las necesidades de financiamiento internacional”
Adicionalmente,
se ha suscitado otro fenómeno no menos nocivo: la llamada “trampa de la
liquidez”. Es decir, esa situación en donde los tipos de interés se
encuentran muy bajos, próximos a cero por ciento y, sin embargo, los
recursos no son empleados para el consumo y la inversión, sino que las
personas prefieren conservar el dinero antes que invertirlo.
Es
obvio que a la población siempre le resultará digerible el discurso
neoliberal que dice que los males económicos, el alza de impuestos y de
precios de los bienes y servicios estatales, el endeudamiento y el
déficit público, se deben al derroche, la corrupción o la ineficiencia,
entre otras lindezas, de la elite política.
Sin
duda esos calificativos son plenamente justificados por la elite
político-empresarial mexicana. Sin embargo, existen otros factores
económicos de mayor envergadura que ofrecen una mejor explicación de los
problemas fiscales del Estado: la regresividad de la política
tributaria; la baja recaudación asociada al bajo crecimiento y los
problemas de empleo; el boquete ocasionado por la dependencia de los
ingresos petroleros; los subsidios otorgados al sector privado.
El
sentido común del despilfarro o la corrupción ofrecen la coartada para
el recorte del gasto, tal y como quiere el gobierno peñista.
Pero
como dice Marshall Auerback, economista del Roosevelt Institute: “Las
elites que se escandalizan contra este gasto público vienen a ser como
alguien que proporciona a otro cinco paquetes de cigarrillos al día para
luego indignarse del hecho de que su beneficiario hubiera contraído
irresponsablemente un cáncer de pulmón”.
Auerback
añade que “hay pruebas empíricas abrumadoras de que esa hipótesis es
falsa y de que la puesta en práctica de políticas fundadas en esa
hipótesis causan daños –que afectan a generaciones enteras– en términos
de caída en el volumen de producción, de ingresos, de empleos y de
quiebras empresarias” (Alfredo Zaiat, Austeridad).
Por
desgracia, los peñistas adaptaron esa estrategia desde 2015 y la
mantendrán lo que resta de su mandato, con sus consecuentes efectos
recesivos, de desempleo y pobreza, temas que veremos en la siguiente
entrega.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
[BLOQUE: ANÁLISIS] [SECCIÓN: ECONÓMICO]
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