Cristina Pacheco
El autobús iba
atestado, no había posibilidad de movimiento alguno; sin embargo, la
mujer junto al conductor se esforzaba por desplazarse unos centímetros
para no perderme de vista. Al darse cuenta de que su insistencia me
cohibía, sonrió. Me pasé la mano por las mejillas, temerosa de llevar la
cara sucia. La impertinente adivinó mi intención y agitó la cabeza en
sentido negativo para tranquilizarme.
Decidí ignorarla y me puse a mirar por la ventanilla procurando
fingir interés en un paisaje de sobra conocido: cerros tapizados de
obras negras, cables, basureros, chatarra, anuncios que envilecen el
horizonte y, por encima de todo, lejano, el cielo gris, de plomo.
Cuando llegamos a la megaplaza en construcción pedí la parada. Al acercarme a la puerta, la impertinente se dirigió a mí:
Los mismos ojos, la barbilla, ¡es increíble!Iba a preguntarle qué quería decirme con eso, pero el hombre detrás de mí me precisó a bajar. Lo hice de un salto y corrí hacia la base de las micros como si tuviera los minutos contados. En realidad sólo quería alejarme, confundirme con la gente, huir de esa mirada. Imaginé que jamás volvería a encontrarme con la desconocida y me sentí feliz.
II
Los jueves, al regresar de mi trabajo en la sastrería, me
doy una vuelta por el tianguis de la San Felipe. Llevo años de
frecuentarlo, conozco a muchos de los comerciantes, por eso me
sorprendió descubrir, entre un tenderete de loza y otro de compactos, a
la impertinente del autobús. Ella se alegró de verme y, como si
adivinara mis pensamientos, justificó su presencia en el puesto de
collares para mascotas:
Mi cuñada Emma se alivió el martes. Gracias a Dios su niño está bien, pero ella no, por la cesárea. Con todo y eso quería venir a trabajar. Le dije que no: me ofrecí a atender su puesto mientras se repone, pero no dudo que en una semana ya esté aquí.
En espera de mi comentario volvió a verme con la misma expresión que
semanas antes me había incomodado tanto. Esta vez no iba a pasarla por
alto:
Perdone: ¿tengo algo en la cara?Una mujer frondosa con un puddle en brazos se acercó:
¿Emma ya no va a venir?La suplente repitió la explicación que me había dado, más algunos datos acerca del bebé. Por el momento ella –
Rosario para servirle– estaba a sus órdenes, lista para mostrarle las novedades. La mujer no ocultó su desinterés y se encaminó a otro puesto.
En cuanto quedamos solas retomé el asunto de su curiosidad hacia mí. Rosario enrojeció:
Discúlpeme, señito, pero es que usted se parece muchísimo, pero muchísimo, a Jenifer. El día que nos encontramos en el autobús hasta pensé que era su hermana gemela. Los ojos, la barbilla, ¡todo!..
Ya la había oído decir eso. Evité que abundara en el tema preguntándole quién era Jenifer. Bajó la mirada:
¿Qué le puedo decir? Digamos que es una muchacha con mala suerte. La historia de siempre: padrastro abusivo, madre sin carácter, hermanos baquetones, por no decir mantenidos. ¿Qué iba a hacer la pobre más que echarse a la calle? Allí sigue, desperdiciando su vida.
Rosario se estremeció como si recordara algo importante que no me había dicho:
Espero que no le haya molestado lo de su parecido con Jenifer, aunque, como dice el refrán, hasta en la leña hay diferencias: una es para hacer carbón y otra para tallar santos. Era evidente que Rosario me colocaba en la segunda categoría.
Me despedí, pese a la curiosidad por saber algo más acerca de mi
dobley hasta por conocerla. Traté de imaginar cuál sería mi actitud al encontrarme con una persona físicamente idéntica a mí o cómo reaccionaría Jenifer cuando descubriera en mis rasgos los suyos.
A Pablo no le había mencionado el incidente en el autobús, pero
cuando regresé del tianguis le conté mi encuentro y mi conversación con
Rosario. Mi esposo me aconsejó no darle importancia y me aseguró que no
había en el mundo otra mujer como yo. Me sentí halagada, feliz (aunque
también un poco culpable) de que mi vida fuera tan diferente a la de
Jenifer.
Traté de seguir el consejo de Pablo, pero cada mañana, al mirarme en
el espejo, pensaba en Jenifer, en si Rosario le habría dicho que en
alguna parte de la ciudad andaba su doble; y si Jenifer, al saberlo,
alentaría el mismo interés que yo por conocerla.
III
Al siguiente jueves, cuando regresé al tianguis de la San
Felipe y vi a Rosario en el puesto de collares para mascota sentí
alivio.
¿Todavía aquí?, le pregunté en el tono más desinteresado posible. Con la naturalidad habitual me puso al tanto de la situación: su cuñada había tenido complicaciones y en tanto no recobrara la salud, ella seguiría a cargo del negocio. Le gustaba, pero no tanto como vender golosinas a la entrada de las escuelas.
Empezó a decirme algo acerca de los niños, pero la interrumpí:
¿Y dónde vive?
¿Yo? Aquí abajito, en la colonia.
No: Jenifer.
Ella era mi vecina en La Pastora, pero su zona de trabajo siempre ha sido Pantitlán, por allí por el Metro y todo eso. No sé si todavía frecuente ese rumbo porque hace tiempo que no la veo. Oiga, ¿qué se me hace que ya le entraron ganas de conocerla?Lo negué. Por su sonrisa comprendí que Rosario no me había creído.
IV
Ignoro si hice mal, pero ya no hay remedio. Un viernes
por la tarde, con pretexto de buscar unas refacciones, tomé un taxi y me
fui a Pantitlán. Estaba lloviendo y había mucha gente. En esas
condiciones iba a ser difícil encontrar a Jenifer, pero aun así estuve
dando vueltas un rato, procurando no llamar la atención. Iba a desistir
de mi búsqueda cuando Jenifer apareció a unos metros de mí. (
La barbilla, los ojos...) Ella también me miró. La vi tocarse la cara y abrir la boca horrorizada. Creí que iba a gritar. No lo hizo. Dio media vuelta y se echó a correr entre el gentío. La seguí pero fue inútil: Jenifer se perdió –¿nos perdió?– como se pierde una gota de lluvia en el mar.
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