lasillarota.com
“Agáchense, y vuélvanse a agachar,
las niñas bonitas se saben agachar”.
Ronda infantil.
Me ha sucedido escuchar con frecuencia: “El poder masculiniza a las
mujeres”, o “¿por qué el poder masculiniza a las mujeres?”, Ya sea que
se enuncie como afirmación o como pregunta, lo que sigue es una lista
de nombres de mujeres que ocupan o han ocupado cargos públicos cuyas
características en común -nos dicen- corroboran la afirmación.
¿Podríamos siquiera suponer que esas mujeres concretas nos representan a
todas las mujeres? ¿Margaret Thatcher -por mencionar un ejemplo muy
recurrido en el tema de “la masculinización de las mujeres”- o la
profesora Elba Esther Gordillo, mantienen alguna condición de
“idénticas” con el resto de nosotras?
¿Más allá de ciertas características en el cuerpo (aún allí marcadas
por amplísimas diferencias) en qué podría consistir esa condición de
“idénticas”? Cuando un hombre se corrompe, nos referimos a él con sus
nombres y apellidos, no lo consideramos el representante de todos los
millones de hombres en el mundo, vivos, muertos y por nacer. Sabemos
que cada ser humano del sexo masculino es libre de elegir su muy
personal manera de relacionarse con el poder y de ejercerlo. Nos guste
su manera o no.
Una no dice: “Peña Nieto es un corrupto porque es hombre”. En todo
caso se le envuelve en el genérico: “Es un priísta”, pero su pertenencia
al sexo masculino no es un dato incluido en el debate de su eficacia o
de su ineficacia. Tampoco decimos: “El diputado jamás asiste a sesiones,
¿qué se podría esperar si es un hombre? o “su intervención fue una
hilera de mentiras deshilvanadas, claro, es que es hombre”.
Me llama muchísimo la atención cuando las críticas contra las cuotas
para las mujeres o contra la paridad, giran alrededor de frases como:
“No es posible otorgar más espacios si las mujeres no están preparadas”.
“No se trata de que pase cualquiera porque es mujer, sino de que
lleguen los mejores”. ¿Podrían estas elucubraciones sostenerse después
de un análisis –ni siquiera tendría que ser demasiado meticuloso- del
sector masculino en las cámaras y en general en los puestos de poder?
¿La profesora Gordillo nos representa a todas las mujeres porque es
mujer? ¿Acaso todas las mujeres somos -¿biológicamente?- responsables
de sus decisiones?
“En palabras de Celia Amorós, lo que señala la existencia de
universos distintos simbólicos para varones y mujeres es la existencia
de dos órdenes conceptuales, el de los iguales (entre sí) y el de las
idénticas (entre sí). Los iguales se reconocen como individuos, por lo
tanto, como diversos, dotados de esferas propias de opinión y poder. Las
idénticas carecen justamente de principio de individuación, de
diferencia, de excelencia de rango”. Amelia Valcárcel en “Sexo y
filosofía. Sobre ‘mujer’ y ‘poder’”.
Un hombre se representa a sí mismo, a su partido, a la corriente en
la cual participa, a la historia que ha escrito… y allí habría que
mirar de cerca, persona por persona, historia por historia. Pareciera
que una mujer tiene que representarnos a todas y que si esa mujer se
empeña en el abuso de poder y en la fiesta siniestra de convertir sus
compromisos en privilegios, todas las demás somos responsables de ella.
Es más, esa mujer se convierte en la prueba de que otra mujer en su
lugar actuaría de la misma manera. ¿Qué no es también una mujer? ¿Para
qué entonces reivindicar espacios para las mujeres si no tienen nada
nuevo que aportar? Mejor que se queden en sus hogares donde sí son
dulces y buenas (todas y cada una de ellas), o en trabajos que no
impliquen niveles importantes en la toma de decisiones.
Sin embargo, hasta los hombres pierden este derecho (de facto) a la
individualización en los contextos en los que se trata de estereotipar a
las mujeres. Supongo que afirmar que una mujer se “masculiniza”,
implica que ejerce el poder de una manera abusiva, que es corrupta, que
está dispuesta a aplicar la “mano dura”. ¿Lo anterior nos permitiría
deducir que todos los hombres sin excepción son corruptos y represores?
¿Existe entonces una esencia masculina que lleve a esos sujetos a los
que designamos como “hombres” a optar – a ultranza- por la brutalidad,
más que por el diálogo?
Y sí esa “esencia” masculina existe y así lo consideráramos por qué
se escucharía tan absurdo e inaceptable si dijéramos: “La única manera
de transformar este país es que ningún hombre acceda al poder. Ninguno. A
ningún tipo de poder”. O “¿para qué pedir rendición de cuentas a los
funcionarios públicos si todos son biológicamente corruptos?”. O
“estamos fritos y sin esperanza porque la mitad del mundo son hombres y
todos ellos sin excepción son deshonestos y abusivos”. Pero siguiendo
esta línea absurda de pensamiento: que tampoco se vayan a la casa a
cuidarnos a los niños porque nos los van a desgraciar. Inaceptable,
¿verdad?
¿A esa esencia masculina –a modo y a conveniencia- se contrapondría
una esencia femenina –a modo y a conveniencia- generosa, honesta,
abnegada, incorruptible y preocupada sin falla por el bien común?
Pareciera que a las mujeres que acceden a un cierto tipo de poder se les
exigiera mantener los ideales atribuidos a La Madre, y que en la
realidad, millones de madres en este mundo no estamos en posibilidad de
cumplir, porque son eso: ideales. Porque esos ideales arrastrados a la
cotidianidad terminan convirtiéndose en estereotipos. Y los
estereotipos son camisas de fuerzas destinadas a enmarcar un inamovible
deber ser para los hombres y otro para las mujeres.
Si aceptamos como válida la frase: “El poder corrompe” (agregaría, a
quien se lo permite), ¿qué nos haría suponer que ningún hombre es capaz
de no corromperse y que ninguna mujer es corruptible? Pero ese es el
detalle en la “lógica de las idénticas” que tan bien señala Celia
Amorós: cada hombre tiene el derecho a ser distinto del hombre que tiene
al lado. Es mucho más difícil concebir –fuera de los estereotipos
clásicos y “diferenciales”: “las santas” y “las putas”—que cada mujer
tiene el derecho a ser distinta de la mujer que tiene al lado. Y que en
la realidad: es distinta.
¿Una mujer política en riesgo –cada segundo- de “masculinizarse”,
porque ejerce el poder que se ha ganado con su muy singular propuesta?
La afirmación “las mujeres se masculinizan cuando acceden al poder”,
tiene seguramente cantidad de posibilidades de análisis, me limito a
dos: vivimos en un sistema corrupto construido –a través de los siglos-
sobre todo, por los hombres. Esa desilusión, esa desesperación ante todo
lo que falla podría conducirnos a una esperanza que de hecho ha sido
ampliamente analizada por los distintos feminismos: ¿Las mujeres podemos
representar una alternativa más leal y justa en el ejercicio del poder?
Si nos arropamos en la utopía (me encantaría hacerlo) la respuesta
sería: sí. La realidad nos ha dado muy tristes pruebas de lo contrario.
Una mujer sólo puede representar una manera distinta de relación con el
poder, si así lo trabaja y si así lo elige. Igual para los hombres.
Sin embargo, el planteamiento de formas más justas y honestas de
ejercer el poder ha sido un largo debate dentro de los colectivos
feministas, es más, el debate incluye como motor una pregunta: ¿Las
mujeres deseamos acceder al poder o elegimos convertirnos en una fuerza
de lucha en su contra? Un contra-poder. La respuesta individual ha dado
resultados muy diferentes. Pero es un hecho: hay decenas de miles de
mujeres que sí quieren acceder a ese poder que tiene que ver con la toma
de decisiones públicas. Y ese es su inalienable derecho. ¿Cómo van a
ejercer su poder? En esa libertad –acotada por la ley, si la ley se
ejerce- en la que se mueven los hombres.
La segunda posibilidad de análisis que me interesa es la siguiente:
esta afirmación podría ocultar un temor –que puede llegar hasta la
categoría del pánico- de muchos hombres a aceptar a las mujeres –de una
manera creciente- como sus interlocutoras, ya no sólo en los territorios
de lo privado, como es la costumbre, sino en los territorios de lo
público. Y dado que por siglos no ha sido así, hay cantidad de reglas
que aprender de ambas partes. En todo caso, esa afirmación contribuye a
crear lo que se ha llamado “Los techos de cristal para las mujeres” es
decir, ese punto en donde el sistema no permite que una mujer, por más
capacitada que esté para hacerlo, continúe avanzando hacia puestos de
mayor toma de decisiones.
“Estaríamos encantados de que más y más mujeres participen en lo
público, pero ¿qué será de ellas si se “masculinizan?”. Las pobres. O,
“¿cómo para que las querríamos si terminan actuando igual que nosotros,
no es mejor quedarnos entre nosotros? Es evidente que en algún lugar de
los imaginarios colectivos una mujer con poder político tiene mucho de
indecoroso, de incómodo y de amenazante. No es lo mismo el “No al poder”
desde aquellos feminismos que consideran que si la reflexión y la
acción feministas son legítimas, el feminismo tiene/tendría que ser un
movimiento anti-poder, que la necesidad de crear impedimentos muy
subjetivos desde reflexiones que son bien distintas y cuya finalidad
consciente o inconsciente sería atajar la participación femenina.
Regresar a las mujeres a lo privado.
Desde la sorpresa bienintencionada y auténtica, hasta la
magnanimidad, esa amenaza de “masculinización” construye un techo de
cristal para las mujeres. Uno que se construye desde el exterior, otro
que se construye desde las prohibiciones introyectadas. Si un hombre
actúa conforme a una ética basada en la honestidad y el bienestar común,
es un hombre ético. Si una mujer lo hace, ¿sería lo menos que puede
hacer dado que no le implica ni el más mínimo esfuerzo? Ninguna elección
particular, ninguna decisión, nada sino seguir el libre llamado de su
naturaleza honesta y bondadosa. Existen hombre y mujeres éticas/os.
Hombres y mujeres que no lo son. Esa transformación: las mujeres a
compartir los espacios de lo púbico y los hombres a compartir los
espacios de lo privado (en el caso de que así lo deseen) nos obliga a
re-pensar las rígidas definiciones que han marcado la diferencia entre
los sexos.
“No puede asegurarse que la igualdad entre varones y mujeres nos haga
mejores a todos, como fue la optimista presunción del sufragismo y el
reformismo, debe resaltarse, kantianamente, que la igualdad es mejor por
la universalidad que comporta. El asunto es como se lo planteaba
Russell: si conseguiremos hacer una igualdad por arriba o por abajo”.
Amelia Valcárcel, “Sexo y filosofía. Sobre ‘mujer’ y ‘poder’”. El poder
existe en sus muy diversas formas y no dejará de existir, tenemos, por
supuesto, cantidad de preguntas dirigidas a lo que podríamos llamar una
ética en el ejercicio del poder. Tanto en lo privado como en lo público.
La voluntad de dominio existe en los seres humanos, creo –por
supuesto- que de manera más intensa en unas personas que en otras, de
maneras menos trabajadas en unas personas que en otras. Así como la
honestidad, el compromiso y la lealtad. La mitad de la población mundial
somos mujeres. Pensar en continuar excluyendo a las mujeres del derecho
a compartir los espacios de toma de decisiones en lo público, es una
empresa que no sólo es excluyente e injusta, es –además- a estas aturas,
ya imposible. Se puede acotar, estorbar, desacelerar el acceso de las
mujeres a la igualdad de derechos, pero es imparable. ¿Existen mujeres
corruptas, prepotentes, abusivas? Sí. “El derecho de las mujeres al
mal”, como escribe la filósofa Amelia Valcárcel. ¿Es un llamado a
convertirnos en unas miserables? No. Es sólo un llamado a aceptar la
individualización de cada mujer. Una manera de reventar la tan irreal:
“Lógica de las idénticas”.
Es interesantísimo discutir en este contexto –lo dejo para textos
posteriores, por cuestiones de longitud en este texto- ¿por qué cierto
estilo de “mujeres malas” resultan tan fascinantes cuando el poder que
ejercen deriva de su atractivo sexual y sus talentos seductores, en una
diferencia notoria de esos talentos femeninos colocados en la reflexión,
la inteligencia y el poder de decisión en asuntos públicos? Lo que de
ninguna manera niega los atractivos y la seducción de esas mujeres en
otros espacios. Tampoco estos datos significan que las mujeres que usan
su atractivo sexual como fuente de poder en sus vidas privadas, sean
tontas, banales o sujetos merecedores de discriminación. Son distintas.
Y ese es su derecho.
Una narcotraficante convertida por los medios -en su momento- casi en
un símbolo sexual femenino. ¿Ella no corría el riesgo de
“masculinizarse”?
Hay casos en los que la inquietud me gana: ¿por qué una
narcotraficante como Sandra Ávila Beltrán fue convertida en casi un
ícono de la femineidad, (la Vamp de la cocaína), mientras que
las mujeres que ejercen un poder político viven -ante cada decisión-
amenazadas con “virilizarse?” ¿Una mujer regentea una red de asesinos
seriales y los medios se extraviaban en su belleza real o imaginaria?
Interesantísimo.
¿Una asesina serial de sonrisa extraviada y psicótica es elevada a
reina de belleza y Patricia Mercado cualquier día de estos se nos
convierte, ya no en un hombre, sino en un macho, porque es Secretaria de
Gobierno de la Ciudad de México? Lo que tenemos que discutir no es si
el poder político “masculiniza” a las mujeres, discusión que se
convierte en una trampa absurda y coercitiva, sino, ¿cuál es la sociedad
que necesitamos y deseamos? ¿Cuáles son los debates, las leyes, y las
prácticas indispensables para construirla?
Hay una parte de mí que se horroriza más cuando la crueldad viene de
una mujer. Sí. Me sucede todo el tiempo. Me encuentro pensando, ¿cómo
es posible? Sí. Y me enojo y me entristezco. Las sicarias. Alguna parte
de mí sigue soñando que las mujeres podríamos encarnar maneras
distintas de ejercer el poder, y que hay cierto tipo de poderes a los
que jamás podríamos sumarnos. Y sin embargo. Esas son mis muy
personales necesidades y fantasías. La realidad es otra y no podemos
participar de los discursos que contribuyen a la exclusión de las
mujeres.
¿Cómo construimos una sociedad incluyente, equitativa y justa? Las
mujeres y los hombres. ¿Cómo nos sumergimos en nuestros inconscientes
por un ratito para intentar analizar y desarmar nuestras
contradicciones? No hay demasiado de racional en toda esa construcción
de estereotipos. Oh, no. No hay demasiado de racional en principio. Pero
se convierten en una herramienta de control. Se sostienen y recrean
porque son útiles. La construcción del “techo de cristal”. Las mujeres
ganamos espacios de participación y surgió Sandra Ávila. La realidad,
por el momento, así va.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario