Carlos Bonfil
La Jornada
Lejos de la prole. En Los muertos (2014), segundo largometraje de Santiago Mohar Volkow (Dios nunca muere,
2012, aún inédito en México), el mayor infortunio existencial de los
personajes centrales, niños mimados de una oligarquía todopoderosa, es
tener que vivir en México, país donde cada día se pierde más el respeto
por la gente bien. Blancos o mestizos, todos se sienten, por su sola
pertenencia a la casta privilegiada, muy alejados de una masa anónima de
seres menesterosos, ignorantes y resignados, con quienes no es sano
mantener una empatía perdurable y sí la conveniente necesidad de no
mezclar jamás la suerte propia con la suya. A los juniors de otras épocas hoy se les conoce en los medios como los mirreyes y, de modo más despectivo, como porkys, por los múltiples escándalos y abusos que protagonizan y de los que salen invariablemente absueltos.
Si bien sus padres figuraban antes en las páginas de sociales, los
nuevos herederos transitan ahora desde las revistas de moda hasta la
nota roja, donde se detallan sus abusos sexuales y la prepotencia
clasista con la que presumen su impunidad. Ellos protagonizan, en tono
de comedia blanca, la exitosa cinta Nosotros los Nobles (Gary Alazraki, 2013); ellas, el polémico y perturbador largometraje Me quedo contigo (Artemio Narro, 2014); y los más jóvenes, la notable película Los herederos (Jorge Hernández Aldana, 2015). En ese contexto, Los muertos, de
Santiago Mohar, marca una clara ruptura, no tanto temática como
estilística, con las cintas mencionadas. Su narración es seca y
desapasionada, deseosa de encontrar el punto de neutralidad que mejor
transmita la apatía profunda de los personajes. No hay identificación
del realizador con ellos ni tampoco de estos con los espectadores. En
las fiestas a que acuden o en el fin de semana del reventón obligado, no
hay energía ni entusiasmo, sólo la rutina de tantos otros eventos
anteriores parecidos al presente y al que sigue.
El director captura muy bien la triste monotonía en estos
comportamientos juveniles (en rigor, de adolescentes prolongados), cuya
faena estéril detalla; también el alto grado de insensibilidad que estos
personajes han alcanzado y que les deja impávidos o confundidos
–moralmente analfabetas– frente a cualquier drama humano. Son autómatas
con celular en mano, más atentos a registrar para el Instagram una
desdicha o una tragedia que a procurar un alivio momentáneo o a dejarse
penetrar por un sentimiento de indignación o de empatía. Viven temerosos
de la desgracia propia (ser secuestrados, chantajeados, humillados) y
totalmente indiferente a la misma cuando esta le sucede a los demás. Al
caudal de muertos que deja en el país esa delincuencia organizada que
tanto temen, y de la que paradójicamente se benefician, ellos añaden el
lastre inútil de su propia muerte espiritual, misma que la cinta exhibe
de modo implacable. Y lo hace sin juicio moral alguno y sin condena,
como un testimonio artístico del propio cineasta de 26 años, testigo
directo de lo que relata, y que pone en escena a sus amigos (como lo
hacía Carlos Reygadas en su vitriólico cortometraje Este es mi reino en la cinta colectiva Revolución, de
2010, y en idénticos escenarios rurales), y también a sus familiares, a
la manera de un íntimo recuento generacional. Su modelo declarado es el
cine del francés Robert Bresson (El diablo, probablemente,
1977), con su retrato de una generación juvenil encaminada a la auto
aniquilación y al nihilismo moral, descrito todo con la sobriedad que
prescinde de artificios dramáticos y diálogos excesivos.
Aunque contrariamente al director francés que exigía la ausencia de música (
No debe haber música de acompañamiento, de apoyo o de refuerzo; nada de música, sentenciaba en sus Notas sobre el cinematográfico), Mohar Volkow sí saca el mejor partido expresivo de una pista sonora extraña y cautivadora interesada en sacudir y subvertir el folclor local. También se permite jugar con la simultaneidad narrativa, a través de pequeños desplazamientos temporales de una misma acción desde distintos puntos de vista. Y así, curiosamente, el director que pretendía rendir tributo a la parquedad bressoniana, no puede evitar mostrar aquí, detrás de la repelente superficie de sus personajes y de la arrogancia impenitente que todos ellos despliegan, su propio entusiasmo y su curiosidad artística. Ello da como resultado una primera obra inquietante y novedosa, alejada por completo de un entretenimiento juvenil diseñado para la taquilla.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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