7/17/2016

Las intenciones y los hechos



Guillermo Almeyra
La Jornada

Los procesos sociales siguen cursos que poco tienen que ver con las intenciones de quienes los desencadenan. No dependen sólo de dichas intenciones ni tampoco de los líderes iniciales o de los organizadores. Porque esos procesos, al crecer, son cada vez más complejos. Y porque su crecimiento mismo aumenta y cambia la conciencia colectiva bajo el impulso de la necesidad de derrotar la reacción y la represión de las clases dominantes que se aferran al poder.

La Revolución Rusa de 1905, por ejemplo, fue el resultado de una gran procesión organizada y dirigida por un cura –provocador de la policía zarista– para rogarle al zar pan y paz, a la que éste respondió con represión salvaje. La acción pensada para desviar la protesta popular le dio, por el contrario, mayor alcance y fuerza.

Más cerca de nosotros, Estados Unidos apoyó la lucha contra Fulgencio Batista y a los guerrilleros que encabezaba Fidel Castro creyendo que de la caída del dictador surgiría un gobierno formalmente democrático, pero proimperialista. En efecto, el primer gobierno revolucionario cubano, en 1959, tuvo como presidente a un juez liberal (Manuel Urrutia Lleó), un primer ministro (José Miró Carmona), y muchos otros integrantes del gabinete, conservadores, y a Fidel Castro sólo como vicepresidente. Pero la participación rápida y masiva de los trabajadores cubanos desbordó y anuló las intenciones continuistas del gobierno y lo dividió, ya que Fidel y su grupo escogieron seguir ese impulso revolucionario de abajo y respondieron con medidas radicales a la presión y las sanciones estadunidenses, mientras Urrutia y sus ministros emigraron a Estados Unidos. Washington, que creyó poder utilizar la revolución antibatistiana para blanquear la fachada del sistema conservándolo y manteniendo su dominación, terminó poniendo en riesgo al primero y perdió la segunda.

Es tan tonto juzgar un movimiento por las supuestas intenciones de sus líderes como juzgar a ésos por sus declaraciones y discursos. Por un lado porque al rengo se le reconoce sólo cuando camina. Por otro, porque la interacción e interinfluencia entre los dirigentes y sus bases hace que los primeros no puedan lanzar o frenar movilizaciones apretando un botón de comando, y que las segundas no acepten pasivamente cualquier decisión e impongan en cambio medidas al líder supuestamente omnipotente. Así sucedió con el presidente argentino Juan Domingo Perón, en el apogeo de su influencia, cuando la guerra de Corea. Por su anticomunismo y por oportunismo, Perón y el canciller Hilario Paz querían entonces mandar tropas y granos para combatir junto al imperialismo, pero la rápida respuesta obrera y de los marineros de la flota de guerra paralizaron los planes gubernamentales.

Un movimiento conservador y burgués, pero que se apoya en los trabajadores, desempeña siempre un doble papel: por un lado, frena el avance de sus bases hacia el anticapitalismo y es un poderoso factor en la difusión de la ideología capitalista. Pero, por otro, es un cauce que permite a grandísimas masas de trabajadores dar sus primeros pasos políticos, sentir su propia fuerza, expresarse y organizarse, sin lo cual es imposible superar esa dirección transitoria y llegar a ser anticapitalista.

Tal como los sindicatos oficiales –que forman parte del aparato estatal ampliado, ya que se limitan a discutir las condiciones de venta de la mercancía fuerza de trabajo en el mercado capitalista–, los movimientos de masas con dirección y políticas capitalistas quieren reformar el sistema en beneficio de quienes los dirigen. Pero también, como los sindicatos –si llegan a romper las relaciones verticales que les hacen dependientes de los dirigentes y a vencer las prácticas y las ideas caudillistas conservadoras de los mismos–, podrían ser instrumentos de los sectores más avanzados de los trabajadores para organizarse y avanzar hacia su independencia política.

No me preocuparon nunca las intenciones políticas de Marcos- Galeano (critiqué puntualmente durante años sus posiciones sectarias, no sus intenciones), y sí, en cambio, me interesa el nivel de conciencia, el grado de organización, las reivindicaciones de los indígenas-campesinos neozapatistas de Chiapas y de todo México, en cuya lucha me siento incluido. No le pongo tampoco el intencionómetro ni a AMLO ni a los dirigentes de Morena. Pero me interesan mucho las capacidades potenciales –no sólo los límites actuales, que podrían ser transitorios– de los millones de personas que se reúnen en Morena aunque crean todavía en el capitalismo y en la posibilidad de reformarlo y estén educados en la aceptación de relaciones de mando verticalistas que considero nefastas.

Las revoluciones sociales las hacen trabajadores hasta entonces conservadores, que nunca pensaron hacerlas. Porque en ciertas condiciones, los gobiernos capitalistas sin consenso obligan a patadas a los oprimidos a ir mucho más allá de su comprensión y organización actual y a tomar en sus propias manos su destino, autoorganizándose, practicando la autogestión, desarrollando la solidaridad, la fraternidad, el uno para todos y todos para uno. Si los oprimidos y dominados están unidos y organizados en la lucha democrática antes de esos momentos de ruptura, lo que hoy es un canal para controlar las crecientes podría pasar a ser el lecho de un impetuoso río anticapitalista.

Todas las organizaciones que enfrentan hoy la barbarie de un gobierno que demuestra a cada paso su aislamiento y su debilidad tienen en su pasado algún error grave. Pero es posible su unión sobre la base, no del pasado, sino de los objetivos presentes y futuros. Eso podría depurar sus direcciones marginando a los que tienen intereses inconfesables o, simplemente, no saben ni quieren cambiar. Los saltos cualitativos en la subjetividad de las masas no cambian sólo el curso del proceso, sino también a todos los que en él participan.

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