Guillermo Almeyra
La Jornada
Los procesos sociales
siguen cursos que poco tienen que ver con las intenciones de quienes los
desencadenan. No dependen sólo de dichas intenciones ni tampoco de los
líderes iniciales o de los organizadores. Porque esos procesos, al
crecer, son cada vez más complejos. Y porque su crecimiento mismo
aumenta y cambia la conciencia colectiva bajo el impulso de la necesidad
de derrotar la reacción y la represión de las clases dominantes que se
aferran al poder.
La Revolución Rusa de 1905, por ejemplo, fue el resultado de una gran
procesión organizada y dirigida por un cura –provocador de la policía
zarista– para rogarle al zar pan y paz, a la que éste respondió con
represión salvaje. La acción pensada para desviar la protesta popular le
dio, por el contrario, mayor alcance y fuerza.
Más cerca de nosotros, Estados Unidos apoyó la lucha contra Fulgencio
Batista y a los guerrilleros que encabezaba Fidel Castro creyendo que
de la caída del dictador surgiría un gobierno formalmente democrático,
pero proimperialista. En efecto, el primer gobierno revolucionario
cubano, en 1959, tuvo como presidente a un juez liberal (Manuel Urrutia
Lleó), un primer ministro (José Miró Carmona), y muchos otros
integrantes del gabinete, conservadores, y a Fidel Castro sólo como
vicepresidente. Pero la participación rápida y masiva de los
trabajadores cubanos desbordó y anuló las intenciones continuistas del
gobierno y lo dividió, ya que Fidel y su grupo escogieron seguir ese
impulso revolucionario
de abajoy respondieron con medidas radicales a la presión y las sanciones estadunidenses, mientras Urrutia y sus ministros emigraron a Estados Unidos. Washington, que creyó poder utilizar la revolución antibatistiana para blanquear la fachada del sistema conservándolo y manteniendo su dominación, terminó poniendo en riesgo al primero y perdió la segunda.
Es tan tonto juzgar un movimiento por las supuestas intenciones de
sus líderes como juzgar a ésos por sus declaraciones y discursos. Por un
lado porque al rengo se le reconoce sólo cuando camina. Por otro,
porque la interacción e interinfluencia entre los
dirigentesy sus
baseshace que los primeros no puedan lanzar o frenar movilizaciones apretando un botón de comando, y que las segundas no acepten pasivamente cualquier decisión e impongan en cambio medidas al líder supuestamente omnipotente. Así sucedió con el presidente argentino Juan Domingo Perón, en el apogeo de su influencia, cuando la guerra de Corea. Por su anticomunismo y por oportunismo, Perón y el canciller Hilario Paz querían entonces mandar tropas y granos para combatir junto al imperialismo, pero la rápida respuesta obrera y de los marineros de la flota de guerra paralizaron los planes gubernamentales.
Un movimiento conservador y burgués, pero que se apoya en los
trabajadores, desempeña siempre un doble papel: por un lado, frena el
avance de sus bases hacia el anticapitalismo y es un poderoso factor en
la difusión de la ideología capitalista. Pero, por otro, es un cauce que
permite a grandísimas masas de trabajadores dar sus primeros pasos
políticos, sentir su propia fuerza, expresarse y organizarse, sin lo
cual es imposible superar esa dirección transitoria y llegar a ser
anticapitalista.
Tal como los sindicatos oficiales –que forman parte del
aparato estatal ampliado, ya que se limitan a discutir las condiciones
de venta de la mercancía fuerza de trabajo en el mercado capitalista–,
los movimientos de masas con dirección y políticas capitalistas quieren
reformar el sistema en beneficio de quienes los dirigen. Pero también,
como los sindicatos –si llegan a romper las relaciones verticales que
les hacen dependientes de los dirigentes y a vencer las prácticas y las
ideas caudillistas conservadoras de los mismos–, podrían ser
instrumentos de los sectores más avanzados de los trabajadores para
organizarse y avanzar hacia su independencia política.
No me preocuparon nunca las intenciones políticas de Marcos- Galeano
(critiqué puntualmente durante años sus posiciones sectarias, no sus
intenciones), y sí, en cambio, me interesa el nivel de conciencia, el
grado de organización, las reivindicaciones de los indígenas-campesinos
neozapatistas de Chiapas y de todo México, en cuya lucha me siento
incluido. No le pongo tampoco el intencionómetro ni a AMLO ni a los
dirigentes de Morena. Pero me interesan mucho las capacidades
potenciales –no sólo los límites actuales, que podrían ser transitorios–
de los millones de personas que se reúnen en Morena aunque crean
todavía en el capitalismo y en la posibilidad de reformarlo y estén
educados en la aceptación de relaciones de mando verticalistas que
considero nefastas.
Las revoluciones sociales las hacen trabajadores hasta entonces
conservadores, que nunca pensaron hacerlas. Porque en ciertas
condiciones, los gobiernos capitalistas sin consenso obligan a patadas a
los oprimidos a ir mucho más allá de su comprensión y organización
actual y a tomar en sus propias manos su destino, autoorganizándose,
practicando la autogestión, desarrollando la solidaridad, la
fraternidad, el uno para todos y todos para uno. Si los oprimidos y
dominados están unidos y organizados en la lucha democrática antes de
esos momentos de ruptura, lo que hoy es un canal para controlar las
crecientes podría pasar a ser el lecho de un impetuoso río
anticapitalista.
Todas las organizaciones que enfrentan hoy la barbarie de un gobierno
que demuestra a cada paso su aislamiento y su debilidad tienen en su
pasado algún error grave. Pero es posible su unión sobre la base, no del
pasado, sino de los objetivos presentes y futuros. Eso podría depurar
sus direcciones marginando a los que tienen intereses inconfesables o,
simplemente, no saben ni quieren cambiar. Los saltos cualitativos en la
subjetividad de las masas no cambian sólo el curso del proceso, sino
también a todos los que en él participan.
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