7/17/2011

Mar de Historias : Territorios minados




Cristina Pacheco

Llueve. Bajo el toldo que protege la entrada al restaurante dos meseros contemplan un automóvil de lujo estacionado en la avenida. Hacen cálculos acerca de su precio, de la inseguridad a que se expone su dueño, de lo que pagará por la tenencia y el mantenimiento y los litros de gasolina que debe consumir por kilómetro. Después de sumar las cantidades imaginadas Marte, el más bajo de estatura, concluye que tener un vocho destartalado como el suyo es más económico y menos riesgoso. Pero no es tan bonito, le dice su compañero.

Suspenden la charla y adoptan una actitud marcial cuando ven a una pareja que atraviesa la calle en dirección al restaurante. El encargado, que también la ha visto, sube el volumen de la música para darle al local desierto un ambiente menos desolador.

La pareja entra sacudiéndose la ropa salpicada de lluvia. Se detiene y mira las mesas desiertas sin decidirse por una. Al fin la mujer toma la iniciativa y se encamina hacia la del fondo:

–Allá hace menos frío y como que estamos menos expuestos… –le explica al mesero sin mirarlo.

Marte la tranquiliza diciéndole que el restaurante cuenta con cámaras de vigilancia. Para no abundar en el tema, pone sobre la mesa el menú con las especialidades y los platillos del día. Todos resultan apetecibles en las fotos multicolores.

–¿Algo de tomar, caballero?

–Andrea: ¿qué se te antoja?

–¿Qué será bueno? –Andrea mira los espejos que tapizan las paredes como si en ellos fuera a encontrar una respuesta. Luego se dirige a su esposo: –Julio: ¿tú qué vas a pedir?

–Un tequila reposado y una cerveza.

–Las mezclas son peligrosas.

–Acuérdate: estoy de vacaciones. Dame chance–. Ve al mesero que sigue esperando con el bolígrafo en la mano: –Andrea, ¡decídete! ¿Qué quieres tomar?

–Lo mismo que tú: un tequila y una cerveza. –En cuanto el mesero se aparta Andrea recorre con la mirada el establecimiento: –¿Te fijaste? Somos los únicos. A estas horas debería estar llenísimo. ¿Qué pasará?

–La inseguridad. Todo el mundo tiene miedo de salir a la calle de noche–. Julio lamenta haber inquietado a su mujer. –Además, es temporada de vacaciones. Muchos ya se fueron y pocos se animan a venir. Los pasajes de avión están carísimos y las carreteras se han vuelto trampas mortales.

II

Andrea nota que los meseros cuchichean entre sí con disimulo y siente desconfianza hacia ellos:

–¿No será peligroso que nos quedemos aquí, solos?

–Si nos vamos, estos cuates se van a poner a llorar. Te apuesto a que somos sus primeros clientes en todo el día–. Julio se ladea y estira el cuello para tener una visión más amplia de la calle.

–¿Qué tanto miras?

–El coche estacionado allá enfrente. Con la situación que estamos viviendo, sólo a un loco se le ocurre andar en un automóvil de millones de pesos y para colmo dejarlo en plana calle. Cualquiera puede robárselo–. Julio se siente observado por su mujer y se lleva la mano a la mejilla:

–¿Tengo sucia la cara?

–No. Me conmueve tu forma de mirar ese coche. ¡Lo que darías por tener uno así!

–Ya no estoy en edad de hacerme ilusiones tontas. Sé que ni juntando lo que ganaré durante el resto de mi vida me alcanzaría para comprarlo.

–¿Y si fueras rico?

–Tampoco me haría de un coche así. ¿Para qué iba a arriesgarme a que me mataran por quitármelo?

–Siempre te han fascinado los autos de lujo, no lo niegues.

–Me gustan, como a ti los vestidos de noche.

–Por cierto, tengo que comprarme uno para la boda de Perla.

–¿Se va a casar?

–Sí, a finales de agosto, con un alemán que según ella tiene mucho dinero. Lo repitió mil veces durante su despedida. Hizo mal. Alguien podría secuestrarla para pedirle rescate a su novio. Si él de veras es rico ¡qué amolada!; y si no ¡mucho peor para la novia!

–No te preocupes. Para mí que el alemán y sus millones son otra de sus mentiras–. Julio retrocede en la silla para que Marte ponga las bebidas sobre la mesa. En cuanto quedan solos propone un brindis. Andrea se lleva el caballito de tequila a los labios, bebe un trago y se estremece:

–Está fuerte pero rico. ¿Qué te estaba contando?

–De la boda– responde Julio, que sigue mirando el automóvil.

–¿Por qué se te ocurre que Perla está inventándola?

–Porque a su edad, y sobre todo en estos tiempos, dudo que haya un valiente que aspire al matrimonio. Además, tú la conoces mejor que yo. Sabes que se ha pasado toda la vida mintiendo.

III

Andrea ve su imagen multiplicada en los espejos y siente nostalgia:

–Hay gente así: necesita mentir–. Bebe otro trago.

–Cuando estábamos en la escuela Perla siempre nos presumía de que sus papás iban a llevarla de vacaciones a la playa, a Disneylandia, a Nueva York. Al volver a clases se llenaba la boca describiéndonos su viaje en avión, el mar, los rascacielos y quién sabe cuánto más. Nosotras fingíamos creerle pero a cambio de una pequeña venganza: pedirle todo el tiempo las fotos de sus viajes. Pobre niña. Hubieras visto cómo sufría–. Andrea se cubre la boca con la mano: –Estoy hablando mucho y ni me oyes porque sigues fascinado con el automóvil.

–Me recuerda el primero que tuve: también era rojo. Lo compró mi primo Emiliano, después se lo vendió a mi padre y él me lo dio cuando cumplí l8 años a condición de que no manejara rápido. Creo que me lo decía para no reconocer que me estaba regalando una vil carcacha.

–¿No estás exagerando?

–No. El coche era un desastre pero me hacía feliz. Los domingos me iba solo hasta un mirador que hay por Xochimilco. Allí me quedaba viendo la ciudad llenarse de luces y pensando en mis cosas. Nunca me pasó nada malo. Ahora ni loco haría eso a ninguna hora y menos de noche–. Julio mira a través de la copa de tequila: –Cuando veo a nuestros hijos y a otros jóvenes me pregunto adónde irán cuando quieren soñar.

–Al antro. Por cierto, tienes que prohibirles a los muchachos que asistan a esos lugares. Es peligroso.

–Lo saben, Andrea; lo ven a cada rato en la televisión y en los periódicos.

–Y a pesar de eso siguen yendo.

–Es natural que les guste reunirse con sus amigos, bailar…

–Pero no es natural ni justo que los maten sólo por eso. Imagínate si un día les toca una balacera–. Andrea se lleva las manos al pecho: –Me estoy poniendo nerviosa. Mejor vámonos.

–Te quejas de que nunca salimos y hoy que pudimos hacerlo quieres irte a la casa. Ya que estamos aquí, pues vamos a cenar. Tengo hambre. ¿Tú no?

IV

Marte se acerca con las cartas y les pregunta si desean que tome su orden porque en media hora cerrarán la cocina y treinta minutos después el restaurante.

–Es temprano–. Julio ve su reloj: –Van a dar las ocho.

–Pues sí, pero después de las nueve es raro que haya clientes. Mi patrón dice que le sale más barato cerrar el negocio que tenerlo abierto por las noches.

–Este horario debe de perjudicarlos mucho a ustedes.

–A todos, señora, pero más a los que salieron despedidos. Nos consta que el patrón quiso evitarlo pero no pudo. Aunque parezca mentira, a este negocio, que siempre estaba repleto, hay veces que sólo llegan cuatro, cinco personas–. Marte se persigna con disimulo: –Yo, gracias a Dios, conservo mi trabajo. Desde que cerramos temprano me llevo menos propinas pero ya no salgo a la medianoche, como antes. Iba llegando a mi casa en la madrugada.

–¿Y vive muy lejos? –le pregunta Andrea.

–Hasta Los Reyes. Como me voy cuando todavía hay mucho tráfico, de aquí hasta allá hago dos horas. Bueno, y también es que mi vocho ya tiene sus años y no puedo meterle el fierro.

–Pues cómprese uno como aquel –dice Julio en broma.

–No, gracias. En mi vocho me tardo, pero llego; en el otro, por muy potente que sea, no alcanzaría a pasar de la avenida sin que me asaltaran. Bueno, ustedes me dirán, ¿qué les sirvo? Acuérdense que en media hora cerramos la cocina.


Sandra Lorenzano

Treinta y cinco mil pies

Treinta y cinco mil pies dice el piloto, y yo me alegro de ser incapaz de hacer, a la velocidad requerida, la traducción a mis propias medidas: a las que me provocan vértigo apenas paso del piso ocho. Si de nomadismo se trata, éste tal vez sea el estado más extremo: el que nos mantiene en un limbo donde todo puede pasar. En mi caso, lo que me sucede es una extraña mezcla de libertad y sensación de muerte. La tensión es tan grande que hace que no me duerma más que de a ratos muy cortos, a pesar de todos los lexotanes, dramamines, tafiles y demás lindezas que llevo en la bolsa. Cuentan que un antiguo director de la facultad de Filosofía y Letras se tomaba varios whiskys en el bar del aeropuerto, y dormía durante todo el vuelo. Siempre he recordado con envidia esa historia. Tal vez yo debería cambiar mis muletas químicas por los viejos y nunca bien ponderados efectos del alcohol. Pero me da pavor la resaca. ¿Cómo me enfrentaría a los oficiales de migración de cualquier país del mundo con aliento alcohólico y sin poder mantener abiertos los ojos por más de cinco segundos?

Y vamos a decir la verdad, ya que estamos en estos de las confesiones: si el avión no se mueve es el lugar ideal para leer y escribir: nadie interrumpe, no hay celulares, no hay internet, y hay eso que decía al comienzo: el filo de la navaja entre la libertad y la muerte que me regala un estado peligrosamente ideal para la introspección. Nunca tan metafísica como a treinta y cinco mil pies (whatever that means) He ahí el dilema: seguir probando formas de dormir y despertar atontadísima, o aprovechar la adrenalina para leer por fin esa novela que tengo sobre el escritorio desde marzo y que está esperando la llegada de las vacaciones. O para terminar ese poema que se dejé truncado en cualquier amanecer chilango. Soy medianamente supersticiosa cuando de volar se trata (y si no vuelo, también). Es decir: nunca me subo al avión si no llevo algunos de mis anillos: el de compromiso que me dejó mi abuela, y el de mi propio compromiso. Viajo siempre con la misma mascada y la misma cadenita, y con uno de los amuletos fundamentales: una foto de Mariana.

Pero como también soy masoquista (¡qué esperaban!), antes de despegar recito el listado completo de escritores muertos en avionazos, les dedico siempre un recuerdo, y me consuelo pensando que a mí nadie me conoce y que sólo vale la pena que mueran así los famosos.

(Justo ahora, mientras escribo esta última frase, se va la luz en el asiento - que no es el 21 C, como el de la protagonista de Saudades, sino un muy poco significativo 16 B -. Yo sigo tecleando un poco por intuición y otro poco porque la luz de la propia pantalla ilumina algo, y otra vez me entra la sensación de fin del mundo).

La primera vez que me subí a un avión tenía 16 años y fue para venir a vivir a México. Quizás también por eso tengo esta relación tan ambigua con los vuelos. Siempre siento que nunca volveré a ver el mundo que estoy dejando atrás (además de masoquista y supersticiosa, soy un tanto fatalista, lo sé). Eran otras épocas, claro. Los vuelos no eran tan accesibles, vivíamos en el fin del mundo, el dinero nunca alcanzaba, y los viajes no eran cualquier viaje, como ahora: era siempre EL viaje. Cada paso se preparaba durante meses, y luego íbamos todos en excursión a despedir a los abuelos (mi abuela lloraba como debe haber llorado su propia madre al dejar Italia), o a mis padres que finalmente harían el tan deseado viaje a Europa: 14 ciudades en 20 días.

La luz regresa. Empiezan unas “suaves turbulencias”, según la versión del piloto. Cierro la computadora. Me agarro a los apoyabrazos como al último salvavidas del Titanic. Y miro con toda la envidia de la que soy capaz a los que duermen como bebés. Juro que si hay próxima vez me tomaré varios whiskys al hilo antes de treparme a uno de estos aparatos del demonio.

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