Nueve de cada 100 habitantes en México vive de las transferencias que recibe de instituciones del gobierno, privadas o de otros hogares; en tanto que sólo 4.7 por ciento de su población percibe más de seis salarios mínimos, indicó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi (J.A. Zúñiga, La Jornada, 19/07/11).
Un desarrollo sin justicia, con un gigantismo urbano, no porque la ciudad llame, sino porque el campo expulsa, agregado a una falta de oportunidades y al avance de la tecnología que desplaza obreros es fórmula de marginación. Consecuencia de la explotación, inscrita en un primer plano, en lo económico, la solución es además de económica, social y política; y sólo será posible a partir de condiciones concretas del potencial humano. La desigualdad representa uno de los problemas más graves de México.
Complejo macrocosmos que crece a una velocidad que desborda las previsiones económicas. El marginalismo simboliza la debilidad de nuestras herramientas para enfrentar la explosión demográfica, en espacios reducidos, condiciones ecológicas lamentables y viejos vicios de centralismo, corrupción, autoritarismo… La miseria se repite en todo el país, sólo varía, en matices de expresión, pero muestra igual esencia: crecimiento con miseria.
La información sobre el problema es amplia, pero insuficiente; más que datos se requiere un punto de vista, que integre al marginado. Una óptica para investigar el problema que fije la referencia desde esta población y no desde la movilidad de criterios exteriores, que giran y giran confundiendo observación y capacidad de entender.
Para complicar el problema de comunicación debe apuntarse la convergencia en México de Méxicos diversos. El país es un mosaico de culturas con diferentes tradiciones y folclor y en el caso de los indígenas de lenguas, que contribuyen a la imposibilidad de comunicarnos, al igual que nuestra geografía por sus interminables montañas que hace difícil el tránsito por el país y la vinculación y relación entre los mexicanos.
Por ello los campesinos se desbocan en cinturones de miseria, en las afueras de las ciudades donde además de miseria, se encuentran otros iguales a ellos, pero al mismo tiempo verdaderos extraños. La posibilidad de comunicarse es fundirse en una identidad en miseria, frente al rechazo de la ciudad, que enfrenta, afrenta y quiebra sus valores. Pérdida de todo lo aprendido, y la búsqueda forzosa de una nueva identidad en el refugio del tugurio, que es un cartón petrolizado, donde vivir relaciones incestuosas, drogadicción, abortos, muertes infantiles, violencia. Lo que le da al menos imaginación a la defensa; lo mismo de golpes de autoridades que de criminales, que luchan con su pobreza, explotando las necesidades. Las invasiones y desalojos son despedidas y encuentros de un negocio que da millones a algunos y desaliento a muchos.
En las ciudades perdidas, de pérdida en pérdida encuentra rostro el marginal. Su número es difícil de precisar, pero determina un fenómeno de contaminación ambiental, social y sicológico, que apenas empieza a hacerse consciente. ¿Alguna civilización habrá tenido que enfrentarse al desafío de las proporciones agobiantes de nuestra marginación? Situación desconocida que obliga a innovar métodos, ante el fracaso de las soluciones tradicionales.
La miseria como un marco inmenso destaca la diminuta pintura de una burguesía aterrorizada. La respuesta tendrá que ser nueva y tendremos que encontrarla en un nuevo conocimiento que armonice lo espiritual y lo científico, como orientación, método y norma de una nueva política.
Nuestras estructuras deberán renovarse porque son incongruentes con una realidad que lo fue hace 50 años y hoy se encuentran desajustadas de la dimensión del problema en México.
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