El discurso gubernamental aún se contrapone a la realidad mexicana y revela la particular dinámica conflictiva de la acción pública, en forma tal que ya es evidente la no persistencia de unidad del poder político. El diálogo puso en claro, además, la porfiada incapacidad para mantener la cohesión hacia el interior y el exterior del ámbito institucional, lo cual pone en riesgo la estabilidad del país. La tarea aún es insuficiente, debido a la incompetencia y obcecación de los funcionarios, quienes pretenden suplir los vacíos de la administración y la errática conducción de los asuntos públicos con actuaciones inadecuadas.
Pese al diálogo, positivo desde luego para la vida pública, el gobierno continúa sin un programa efectivo de impulso y desarrollo social. El desempleo continúa siendo un fenómeno siniestro que se reproduce a sí mismo en una curva descendente del ingreso, lo cual genera desarticulación nacional. El desencanto de la sociedad mexicana ya es más que evidente, como se advirtió en Chapultepec, puesto que la inseguridad, la marginación y la desigualdad siguen siendo factores de desequilibrio y prefiguran una vorágine imbatible, si no se ataca con planes y programas consistentes.
El temor ante el futuro, por la impunidad y las expresiones de violencia, impugna lo institucional, caracterizado por un ordenamiento ficticio. Si a ello se agrega la insensibilidad, las grietas en el ámbito social serán más definitivos día con día. Las marchas y protestas de la sociedad, el activismo político, no son inerciales, sino producto de la carencia de estrategias oficiales para combatir la marginación y la desigualdad.
La energía social desatada por la ciudadanía, harta ya de la pobreza y la falta de oportunidades, así como la ineficacia del gobierno para abatir la violencia asociada con el crimen organizado, conforman una misma dinámica. La violencia, por sí misma, constituye un síntoma de descomposición, de ausencia de trabajo político y administrativo. Las fisuras están a la vista de todos, generando fragilidad.
Cada día se agudizan las diferencias sociales. La pobreza no es sinónimo de criminalidad, como bien señala el representante del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. Lo lamentable es creer que la situación marginal y de penuria derive en los índices de criminalidad e incluso los incremente. El sentido político debe ir de la mano del rumbo económico. El desafío consiste en diversificar el ingreso económico a través de otros productos de exportación e incluso incrementar la recaudación fiscal.
Por eso es urgente buscar un programa de gobierno más acorde con los tiempos, donde las diferencias sociales sean abatidas y se evite el estancamiento en todos los órdenes. Saber escuchar y ejercer una respuesta socioeconómica se vuelve capital, para que el empleo, la educación y la cultura repercutan en la sociedad, la transformen y se constituyan en antídotos contra la violencia, como bien señala Lula, el ex presidente brasileño. Sólo así se puede proyectar un país con óptimo desarrollo. Pero es necesario trabajar con profunda sensibilidad, con leyes y acciones reales, coherentes, para forjar una nueva realidad que redunde en el bienestar de México.
También es importante preservar los equilibrios que marca la Constitución, respetando el ámbito de competencia de los demás poderes. Pero no es prudente imponer ideas o decisiones so pretexto del bien común
o porque representa nuestro deber moral ante el país
. Tampoco es posible argumentar que las cosas marchan mal en México porque la oposición obstaculiza el proceso de cambio o porque existen inercias, resistencias e intereses a los que se debe conjurar invocando sin sustento al pasado, persiguiendo fantasmas, buscando culpables históricos. La democracia involucra respeto y tolerancia. Y se fundamenta en el diálogo y el debate. Lo contrario es síntoma de autoritarismo o de inhabilidad política. Y de fragilidad institucional.
Sin construcción de propuestas sociales, el destino de México se vuelve riesgoso. Por ende, más allá del juego de cifras e indicadores socioeconómicos, más allá de los 50 millones de pobres y de los 40 mil muertos por la guerra a la delincuencia, la realidad mexicana se presenta más severa, pese al diálogo del Ejecutivo con los activistas políticos: la inequidad y pobreza permanecen, generando laceraciones y fisuras en el orden social. Los agravios continúan. Y la argumentación de los descontentos y el nombre de las víctimas, como metáfora del accionar del gobierno, quedarán petrificados en una simple placa metálica, inamovible, inconmovible.
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