María Teresa Priego
Querido hijo. Estás lejos. Este es un barquito de papel hecho en las páginas de un periódico. Se llama EL UNIVERSAL. Así que segurito les va a llegar. Te fuiste “del lado de allá”, hacia ti mismo, hacia tus ciudades interiores. Hacia tus mapas y tus ciudades de la realidad. Tus amores de elección. Las promesas de la vida. En otra ciudad. En otro país. En otro continente. Así lo deseas. Así lo deseo. Así lo entiendo. Ahora tus hermanitos hicieron sus mochilas y se fueron contigo. Felices, poéticos, rebeldes, utópicos. Así a como una/o se va en un viaje deseado. Nos despedimos. Es la primera vez que no inundo un aeropuerto, estación de trenes o puerto. ¿Me habrá llegado la madurez, que le dicen? Un silencio extravagante inunda la casa. Cuanta ambivalencia. Anhelo la realización de sus libertades, y las vivo —una vez más— a contrapelo. A contracorriente. A contrabajo.
Ni para qué me hago la mundana. Ando cucha. Les extraño como animalita del monte. Como pantera despojada de sus cachorros por la realidad socializante y civilizatoria. Como gata abandonada en tejado desconocido. Desbrujuladita. Con el alma pelona. Soñamos con el viaje. Sueño con que hablen en lenguas. Sueño que caminen esos barrios de revolvederos étnicos y religiosos que ahora constatan. El panadero ruso. La fondita colombiana. El vecino turco. Que en la diversidad estallen las columnas interiores del Non plus ultra. Y que de ese estallido caiga una lluvia de estrellas. A pepenar en el vasto mundo de los viajes de la realidad y de los viajes interiores. Y, sin embargo, cierta de todos esos anhelos y entendederas, en humildísima verdad os digo: No es que una “deje” partir a sus hijos hacia el viaje. Es que la vida cada vez nos los arranca de entre los brazos.
Dicen que es el síndrome del “Nido vacío”. No me gusta esa expresión. Nuestro hogar no está vacío. Ustedes no están en él. El “Nosotros” es distinto. En esta constatación, a tantas madres nos da por esos bandazos de malabarismo hard: “¿Dormirá bien arropado? desde chiquito patea las cobijas” (sin mí segurito que se van a resfriar) hasta El viaje a Itaca que deseamos para ellos. Desde entonces, cuando el único mar conocido fue nuestro vientre. Desde entonces. Les deseamos los viajes. Alrededor de un país, el mundo o alrededor de la mesa. Imaginarios o reales. Hacia afuera o hacia adentro. Los viajes.
Llamo al teléfono de mi hijo. En una ciudad en la que el boulevard Hannah Arendt termina en el memorial de la Shoa. Queda lejísimos de mí esa ciudad. Suspiro. Como si yo decretara las geografías. Ellos están donde quieren estar. Me responde una voz casi ronca. No es mi hijo mayor con su voz de hombre. Desde hace rato. Es mi hijo de quince años. Ya habla casi como señor. El principio de realidad me agarra por las trenzas, aunque se me da ignorarlo. Me pasa a su hermanito de trece años. Podrá medir dos metros de piernas interminables, es mi bebé. A él sí le puedo decir: “E.T. come home”. También habla con voz casi de señor. No creo que sus voces se hayan enronquecido en quince días. ¿Será que me da por ser sorda?
Lo primitivo permanece. Planeo seguirles recordando que sus camitas se convertían en barco por las noches. O en carromato. Lo que viajamos. Juntos recorrimos las islas más remotas. Los desiertos y las nieves. Sin movernos de nuestro barrio. Y sí les voy a mostrar a sus novias sus fotos de bebés. Sus pinturas del kínder. Les voy a contar lo hermosos que han sido. Aunque mis hijos me miren con ojos de fusil. Y se les caiga la cara de vergüenza. Ser hija/o es una vivencia hondísima y compleja. También ser mamá. En ese contexto de gata de tejados extraviada, reivindico el inalienable derecho materno/paterno a dar bandazos. El derecho a nuestra nostalgia, a nuestra cursilería, a nuestros álbumes. Al enhijamiento, pues.
La distancia me agudiza ese síndrome desbrujuloso. ¿Habré olvidado pedirles perdón? Distintos para cada uno, algunos perdones. Otros son dudas existenciales que se aposentan en el alma pelona. ¿Les pedí perdón por cada vez que mi infancia se haya interpuesto de manera oscura en sus infancias? Tengo que preguntarles cuando regresen. ¿Y de cuando mi dolor les infligió dolor? ¿Y de todas las veces que no haya sabido y podido sostenerlos?
Así nos sucede a los adultos. Venimos de historias de amor y desamor. De belleza y de naufragio. Quisiéramos para ellos las imposibles historias de enterita belleza. Y luego también les legamos los pantanos.
¿Les dijimos que son hijos del amor y del deseo? ¿Lo sienten? ¿Les rogué que se cuiden de mis penumbras inconscientes?
Unos dobleces más y la hoja de El UNIVERSAL es un barco. El amor incondicional de una madre trae condiciones. Indispensable: Una es la que es. Pero puedo aprender. Díganme cómo. No hay madre idílica. Pero con las herramientas de a bordo, una podría intentar acercarse hasta donde más pueda, a esa madre que cada hijo necesita. Va el barquito de papel. Hacia el río Spree y el Havel. ¿Son bonitos? Les extraño, queridos niños míos.
Escritora
Ni para qué me hago la mundana. Ando cucha. Les extraño como animalita del monte. Como pantera despojada de sus cachorros por la realidad socializante y civilizatoria. Como gata abandonada en tejado desconocido. Desbrujuladita. Con el alma pelona. Soñamos con el viaje. Sueño con que hablen en lenguas. Sueño que caminen esos barrios de revolvederos étnicos y religiosos que ahora constatan. El panadero ruso. La fondita colombiana. El vecino turco. Que en la diversidad estallen las columnas interiores del Non plus ultra. Y que de ese estallido caiga una lluvia de estrellas. A pepenar en el vasto mundo de los viajes de la realidad y de los viajes interiores. Y, sin embargo, cierta de todos esos anhelos y entendederas, en humildísima verdad os digo: No es que una “deje” partir a sus hijos hacia el viaje. Es que la vida cada vez nos los arranca de entre los brazos.
Dicen que es el síndrome del “Nido vacío”. No me gusta esa expresión. Nuestro hogar no está vacío. Ustedes no están en él. El “Nosotros” es distinto. En esta constatación, a tantas madres nos da por esos bandazos de malabarismo hard: “¿Dormirá bien arropado? desde chiquito patea las cobijas” (sin mí segurito que se van a resfriar) hasta El viaje a Itaca que deseamos para ellos. Desde entonces, cuando el único mar conocido fue nuestro vientre. Desde entonces. Les deseamos los viajes. Alrededor de un país, el mundo o alrededor de la mesa. Imaginarios o reales. Hacia afuera o hacia adentro. Los viajes.
Llamo al teléfono de mi hijo. En una ciudad en la que el boulevard Hannah Arendt termina en el memorial de la Shoa. Queda lejísimos de mí esa ciudad. Suspiro. Como si yo decretara las geografías. Ellos están donde quieren estar. Me responde una voz casi ronca. No es mi hijo mayor con su voz de hombre. Desde hace rato. Es mi hijo de quince años. Ya habla casi como señor. El principio de realidad me agarra por las trenzas, aunque se me da ignorarlo. Me pasa a su hermanito de trece años. Podrá medir dos metros de piernas interminables, es mi bebé. A él sí le puedo decir: “E.T. come home”. También habla con voz casi de señor. No creo que sus voces se hayan enronquecido en quince días. ¿Será que me da por ser sorda?
Lo primitivo permanece. Planeo seguirles recordando que sus camitas se convertían en barco por las noches. O en carromato. Lo que viajamos. Juntos recorrimos las islas más remotas. Los desiertos y las nieves. Sin movernos de nuestro barrio. Y sí les voy a mostrar a sus novias sus fotos de bebés. Sus pinturas del kínder. Les voy a contar lo hermosos que han sido. Aunque mis hijos me miren con ojos de fusil. Y se les caiga la cara de vergüenza. Ser hija/o es una vivencia hondísima y compleja. También ser mamá. En ese contexto de gata de tejados extraviada, reivindico el inalienable derecho materno/paterno a dar bandazos. El derecho a nuestra nostalgia, a nuestra cursilería, a nuestros álbumes. Al enhijamiento, pues.
La distancia me agudiza ese síndrome desbrujuloso. ¿Habré olvidado pedirles perdón? Distintos para cada uno, algunos perdones. Otros son dudas existenciales que se aposentan en el alma pelona. ¿Les pedí perdón por cada vez que mi infancia se haya interpuesto de manera oscura en sus infancias? Tengo que preguntarles cuando regresen. ¿Y de cuando mi dolor les infligió dolor? ¿Y de todas las veces que no haya sabido y podido sostenerlos?
Así nos sucede a los adultos. Venimos de historias de amor y desamor. De belleza y de naufragio. Quisiéramos para ellos las imposibles historias de enterita belleza. Y luego también les legamos los pantanos.
¿Les dijimos que son hijos del amor y del deseo? ¿Lo sienten? ¿Les rogué que se cuiden de mis penumbras inconscientes?
Unos dobleces más y la hoja de El UNIVERSAL es un barco. El amor incondicional de una madre trae condiciones. Indispensable: Una es la que es. Pero puedo aprender. Díganme cómo. No hay madre idílica. Pero con las herramientas de a bordo, una podría intentar acercarse hasta donde más pueda, a esa madre que cada hijo necesita. Va el barquito de papel. Hacia el río Spree y el Havel. ¿Son bonitos? Les extraño, queridos niños míos.
Escritora
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