Lydia Cacho
La tarde del 18 de enero del 2008 Adriana Sarmiento, una alegre chica de 15 años, no volvió a casa. Su familia pasó los primeros días denunciando la extraña desaparición; no había rastros ni señales de cómo, por qué o quién podría haber secuestrado a la chica. Para ninguna familia mexicana es fácil enfrentar el miedo de que una hija o hijo desaparezca, pero cuando se vive en Chihuahua el fantasma de la violencia lo invade todo, y el miedo pisa fuerte y contundente en los hogares; imposible no temer.
Desde ese día la familia de Adriana la buscó, exigió que la procuraduría del estado abriera todas las líneas de investigación posibles; y se abrieron, el expediente judicial está plagado de declaraciones. Buscaron en todas partes, excepto en sus propias cámaras frías. Adriana fue hallada sin vida por la policía especializada el 5 de noviembre de 2009, pero la familia de la joven nunca lo supo hasta hace unos días.
La procuraduría de Chihuahua ha recibido millones de dólares de la federación y el extranjero, especialmente de USAID (la agencia de cooperación estadounidense). Mientras el gobierno federal y el chihuahuense presumen que en Chihuahua cuentan con un laboratorio con tecnología de punta para la detección y rastreo genético para determinar la identidad de las víctimas, guarda los cuerpos en los refrigeradores del Servicio México Forense sin dar seguimiento. Gracias a una filtración, la familia y la organización civil Justicia para Nuestras Hijas AC descubrieron que el cuerpo de la adolescente estaba allí, abandonado desde hacía dos años.
El viernes 2 de diciembre fue velada por fin. El mismo viernes al mediodía, en Ciudad Juárez, mientras se velaba a la pequeña Adriana, Norma Andrade fue abordada por un joven que la bajó del auto a punta de pistola. Ella, especializada desde hace años en enfrentar la violencia, le ofreció su bolso y las llaves del auto; éste no tomó nada, le pegó cinco tiros, tres en el hombro izquierdo y dos en la mano derecha. Norma, tirada al lado de su auto comenzó a desangrarse. Fue llevada al hospital, donde se encuentra grave, resguardada por policías federales. Por la noche la fiscalía estatal declaró que habían sido “sólo dos balazos y un simple intento de robo de auto”. Ella ya no es activista, dijo una fuente oficial de la procuraduría, hace años se retiró de la dirección de la organización Nuestras Hijas de Regreso a Casa (misma que fundó en el 2001 cuando su hija Lilia Andrade fue asesinada).
Horas más tarde varias periodistas hablamos con la médica que la atendía y con activistas locales: el contraste de la información fue evidente. Varios hombres habían preguntado en la escuela donde Norma labora a qué hora llega y sale del trabajo; los colegas, preocupados, intentaron avisarle sin éxito. Mientras la fiscalía desinformaba a periodistas locales, la realidad se revelaba en una clínica pública. La propia víctima dijo a su hija Malú que el agresor ni siquiera intentó tomar su cartera, en tanto la autoridad insistía en minimizar los hechos, argumentando que ya no es la directora y dejó el activismo.
Las razones por las cuales la procuraduría, que el gobernador César Duarte presume como la más eficiente y moderna del país, comete errores de esta magnitud deben ser investigadas. Sin duda hay una mezcla de ineptitud y abulia, pero detrás de ellas, está claro, persiste una descalificación sistemática de los derechos de las víctimas y sus familiares, a su dignidad humana. No es casual la impronta de la fiscalía para desacreditar una década de trabajo de Norma como defensora de derechos humanos de cientos de niñas y mujeres en su estado. Lo cierto es que en ambos casos la Fiscalía potenció el peligro de muerte de las familias de ambas víctimas. La madre de la pequeña que aparentemente fue asesinada por una banda criminal seguía haciendo declaraciones públicas sin saber que el asesino estaba libre y su hija sin vida. Y Norma, hospitalizada y en peligro, quedó ante la opinión pública y la autoridad como una víctima desafortunada de intento de robo. El sicario que intentó ultimarla se sentirá muy seguro al saber que la procuraduría minimizó su crimen y peligrosidad.
Es allí donde yace la gran perversidad del sistema, en las decisiones que servidores públicos toman diariamente, minimizando la violencia, justificándola, debilitando a las víctimas y fortaleciendo a los victimarios. Por ésa y no por otra razón, esas y esos servidores públicos deben ser llevados ante tribunales. Porque son los verdaderos instrumentistas del fortalecimiento de la impunidad, son el cómplice silencioso de la muerte, la herramienta vital del debilitamiento de los derechos humanos.
@lydiacachosi
Periodista
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