Editorial La Jornada
Ayer,
a 45 años del crimen de Estado cometido en la Plaza de las Tres
Culturas de esta capital contra estudiantes, jóvenes y ciudadanos
inermes, se llevó a cabo una marcha multitudinaria y pacífica para
recordar aquellos agravios y los presentes. Concurrieron los dirigentes
históricos del movimiento estudiantil de 1968, contingentes de
estudiantes contemporáneos, maestros en lucha contra la llamada reforma
educativa y otros sectores ciudadanos progresistas. Fue, en general,
una manifestación pacífica y ordenada en un entorno urbano
injustificablemente cercado y sitiado.
El inusitado y excesivo despliegue policial, por un lado, y la presencia de grupos resueltos a provocar violencia y de policías vestidos de civil se repitió una vez más, como ocurrió el 1º de diciembre de 2012 y el 13 de septiembre pasado. Otra similitud con esas fechas fue la detención y el severo maltrato de personas ajenas a los hechos de violencia.

Tales
tácticas evocan, quiérase o no, el uso criminal por el poder público de
grupos irregulares de provocación, choque y represión, como el Batallón
Olimpia en 1968, los halcones en 1971 o los grupos porriles que actuaron –y siguen haciéndolo– en contra de diversas instituciones universitarias.
Una de las principales diferencias entre aquellos tiempos y los actuales es que la organización ciudadana, las redes sociales y la disponibilidad generalizada de instrumentos de tecnologías de la información han hecho posible, ahora, documentar de manera fehaciente el accionar de esos mecanismos de provocación de violencia y represión. En tal circunstancia, las autoridades –locales y federales– tienen ante sí el deber de indagar esos usos inaceptables e ilegítimos de la fuerza del Estado, deslindarse de los mandos que han recurrido a ellos y sancionarlos conforme a derecho.
Esta violencia que parece programada y fabricada para las cámaras, en primer lugar, y en segundo para los ojos de una ciudadanía pacífica pero descontenta, a la que se buscaría dar un escarmiento, no puede tener cabida en el México contemporáneo. Por el contrario, resulta uno de los remanentes del Estado autoritario que hace 45 años perpetró la masacre de Tlatelolco. Así fuera por esa sola razón, hoy mantiene toda su vigencia la consigna: no se olvida.
Una de las principales diferencias entre aquellos tiempos y los actuales es que la organización ciudadana, las redes sociales y la disponibilidad generalizada de instrumentos de tecnologías de la información han hecho posible, ahora, documentar de manera fehaciente el accionar de esos mecanismos de provocación de violencia y represión. En tal circunstancia, las autoridades –locales y federales– tienen ante sí el deber de indagar esos usos inaceptables e ilegítimos de la fuerza del Estado, deslindarse de los mandos que han recurrido a ellos y sancionarlos conforme a derecho.
Esta violencia que parece programada y fabricada para las cámaras, en primer lugar, y en segundo para los ojos de una ciudadanía pacífica pero descontenta, a la que se buscaría dar un escarmiento, no puede tener cabida en el México contemporáneo. Por el contrario, resulta uno de los remanentes del Estado autoritario que hace 45 años perpetró la masacre de Tlatelolco. Así fuera por esa sola razón, hoy mantiene toda su vigencia la consigna: no se olvida.
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