Cristina Pacheco
Hoy
es el cumpleaños de mi hermana Rosario. Espero que lo esté celebrando.
Llevo mucho tiempo sin noticias suyas. La última vez se comunicó desde
Tijuana. Le reclamé que no me llamara más seguido ni me dijera cuándo
pensaba volver. Me salió con que no tenía derecho a meterme en sus
cosas. Discutimos. La insulté. Colgó sin despedirse. Juré que no la
buscaría. No pude sostener mi promesa. En infinidad de ocasiones marqué
su número pero siempre oí la misma grabación:
Fuera de servicio.
I
No he olvidado el tono pardo de aquel amanecer, la luz
de la Luna desparramándose en el cuarto oloroso a manzanas. Recuerdo en
especial las voces asordinadas que tanta inquietud nos provocaron a
Rosario y a mí.
Abuela. Padres. Tíos. ¿Guardaste la leña?
Ya doblé las cobijas, ¿qué más falta?
Sería bueno despertar a las niñas.
No. Mejor que duerman otro ratito mientras acabamos de subir todos los bultos a la camioneta.Destartalada, roja, al avanzar se hundía en los hoyancos de todos los caminos y levantaba una polvareda densa como hecha de cenizas.
Al coro de voces (abuela, padres, tíos) se agregaron las protestas de la mujer que a fuerza de servir tantos años en nuestra casa se había convertido en otro familiar: Julia. (Infancia sin escuela y de trabajo. Un solo apellido. Pelo tusado, estatura baja, hombros fuertes, piernas cortas, fe ciega y una memoria llena de rezos y canciones que hablaban de amores y de besos que jamás disfrutó.)
¿Cómo va a ser que se las lleven? A esas niñas las cargué de chiquitas, fui a su bautizo, les enseñé sus primeros pasos, jugué con ellas, las vi mudar y recoger el dinero que les dejó el ratón por cada diente.
Julia hizo una pausa hasta que encontró un nuevo argumento para retrasar nuestra partida:
Nada más soy una sirvienta. No puedo prohibirles que se vayan. Sólo les pido que se esperen hasta mañana. Hoy es el cumpleaños de Rosario. Ni modo que lo festeje en el camino. ¿Qué pierden con esperarse tantito?
Nadie respondió a su pregunta. Julia siguió murmurando y gimiendo, como era su costumbre en los momentos difíciles. Aquel amanecer era uno de ellos. Nos íbamos del rancho dejándola al cuidado de la casa (simple como un dibujo infantil en cuaderno lleno de tachones) y de nuestros pocos animales hasta que llegara algún posible comprador.
II
Ni Rosario ni yo habíamos imaginado que nuestra vida
pudiera transcurrir en otro sitio fuera del rancho. El hecho de que así
sería nos tomó por sorpresa. En secreto, mi padre le informó a mi
abuela, a mi madre y a sus hermanos que iba a vender las tierras; en
cambio nos lo ocultó a Rosario, a mí y a Julia. Para él no había
necesidad de incluir en sus pláticas a dos niñas y una sirvienta y
mucho menos de explicarles por qué de pronto empezaron a hacerse bultos
y atados con la ropa y los trastos. En una caja metieron a los santos.
III
La mañana aclaraba. Afuera escuchamos el motor de la camioneta y en el cuarto la voz de mi tía Esperanza:
Levántense, niñas. Ya nos vamos. Salté de la cama:
¿Adónde?
No seas tan preguntona y apúrate. Tu padre quiere que nos vayamos tempranito.Rosario protestó:
¿Hoy? ¡Pero si es mi cumpleaños! Julia prometió que, de regalo, iba a llevarme a la presa. La tía Esperanza se impacientó:
Lo hará cuando volvamos, aunque sea de visita.
Nos vamos a San Luis. Dicen que es muy bonito. Les va a gustar y además allá podrán ir a la escuela.
Julia entró en el cuarto. Habló sin mirarnos:
Dense prisa. Ya casi es hora de que se vayan.
¿Y tú no?Me contestó resentida:
No. Alguien tiene que estarse aquí para que cuide la casa.
¿Hasta cuándo?
Hasta que pase lo que Dios quiera.
No pudo más. Deshecha en llanto, Julia nos abrazó llamándonos mis niñas. Durante unos minutos aspiré el olor a humo que se desprendía de su pelo, de su ropa (un batón amplio, amorfo) y acaricié sus manos de las que el trabajo había borrado las huellas. Esa pérdida de identidad era un motivo de satisfacción para Julia. Estaba orgullosa de que sus dedos hubieran servido para lavar, moler, partir. Y seguirían haciéndolo aun cuando estuviera sola en la casa.
Faltaban unos minutos para que emprendiéramos nuestro viaje pero surgió un inconveniente: por un descuido de mi padre la camioneta no tenía suficiente gasolina. Para conseguirla necesitaba ir al pueblo. El problema retrasaba nuestra salida por lo menos una hora, tiempo suficiente para que Julia nos llevara a dar nuestro último paseo.
Caminamos sin rumbo, indiferentes al paso del tiempo, sin hablar. Embebidas en los rumores del campo habíamos olvidado nuestro viaje hasta que de pronto se escuchó insistente el claxon de la camioneta. De ese modo mi padre nos llamaba con urgencia. Más valía que corriéramos. Ya a punto de llegar a la casa Julia se detuvo y levantó las hojas recién caídas de un árbol. Nos las entregó sin explicaciones y sin que nosotras comprendiéramos su gesto. Luego seguimos el camino a la casa: era el principio de otro mucho más largo que nos trajo hasta aquí.
IV
Cuando mi hermana me perdone y se anime a llamarme por
teléfono le preguntaré si aún conserva las hojas que nos regaló Julia
hace ya tanto tiempo, el día de su cumpleaños. Yo sí las tengo. Las
guardé entre las páginas de una libreta que de milagro no he perdido.
Jamás las toco por miedo a que se deshagan. Sólo las miro. Me basta con
eso para ver todo el árbol: frondoso, derecho, alto. Es primavera. Lo
imagino lleno de brotes, cargado de trinos y rumores, derrochando su
sombra. Eso también se lo diré a mi hermana. Ella me entenderá.
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