Mar de Historias
Cristina Pacheco
En
los periódicos aparecen infinidad de nombres y apellidos. Corresponden
a políticos, deportistas, negociantes, actores, cantantes, científicos,
intelectuales, líderes sociales y ciudadanos comunes a quienes la
tragedia pone bajo los reflectores. María Idalia Lozano Téllez:
2007-2014. Murió en el seno de la Santa Madre Iglesia Católica.
Descanse en paz.
Las dos cifras –2007-2014–, separadas por 2555 días, custodian una
pequeña existencia y ensombrecen la de padres, abuelos, tíos, primos,
allegados. Todos repiten, a su manera y desde su perspectiva, las
hazañas de María Idalia. Sus relatos aspiran a llenar con palabras el
vacío que la niña dejó en su cuarto, en su cama, entre sus juguetes, en
la mochila aún repleta de útiles escolares, en su ropa.
Guardada en el clóset, conserva el olor de María Idalia, un
cabellito, una mancha terca. Con esos distintivos es imposible
regalársela a otras niñas, aunque se trate de primas. La resistencia al
desprendimiento perdurará mientras el silencio siga ocupando los
espacios en donde se escuchaban la voz, la risa, los pasos, el llanto
de María Idalia. Preguntona, alegre, inquieta, sensible y ya para
siempre ausente.
Atrapada entre dos fechas, María Idalia seguirá midiendo un metro
nueve centímetros. La estatura quedó impresa en la pared junto a la
ventana. Aún está encortinada y sigue marcándole el alto a las mañanas
y a las noches. Sin la niña, su niña, no hay horarios para el
matrimonio Lozano Téllez. La pareja flota en un tiempo largo sobre el
que se materializan el dolor, la ausencia y, por momentos, la ilusión
de que las cosas fueron de otra manera, de que la Muerte no llegó para
adueñarse de una vida apenas comenzada.
II
Los nombres que publican en los periódicos son poco más
numerosos que las marcas en el departamento del matrimonio Lozano
Téllez. Los cónyuges las han hecho con clavos, tachuelas, grapas y
otros objetos necesarios para colgar retratos, altares, reproducciones,
espejos, relojes, macetitas, invitaciones y hasta el menú del restorán
(equipado con juegos infantiles sobre pasto falso) a donde llevaron a
María Idalia para celebrar su ingreso a la academia de ballet Pavlova.
Ocupa el garaje de una casa verde, para más señas entre la panadería y
el consultorio de un podólogo.
Todas esas huellas en las paredes documentan etapas de la familia
Lozano Téllez. Eso le confiere a orificios y fisuras cierto valor
histórico. Sin embargo ninguno de esos vestigios significa tanto como
la rayita que acota la estatura alcanzada por María Idalia antes de
subirse a la azotea, tropezarse, caer, golpearse y emitir un quejido
que nadie escuchó porque lo silenciaron los motores de los coches, el
escape de las motocicletas, el grito del gasero, la música a todo
volumen en la marisquería, los claxonazos, los pregones, los ladridos
del perro que al aullar protesta por vivir encadenado en el balcón
donde no puede correr, ni saltar, ni siquiera rascarse bien las pulgas.
Cuando, sobreponiéndose al dolor, el padre se atreve a entrar en el
cuarto que era y seguirá siendo el de María Idalia, lo primero que hace
es dirigirse hacia la pared y seguir con el índice la marquita. La hizo
un domingo por la mañana con un clavo. Se la enseñó a su hija para
desterrar la angustia que provocaba en ella el hecho de que sus
compañeros la llamaran
chaparra. Consiguió tranquilizarla demostrándole que, comparada a la medición hecha por el pediatra en octubre pasado, ella había crecido en siete meses un centímetro.
Con el tiempo, con los años –le aseguró su padre a María Idalia– esa
fracción se sumaría a otra y después a otra hasta que ella alcanzara un
metro con 70 centímetros, quizá más porque en la familia Lozano hay
varios miembros muy altos. El campeonato se lo llevó el tío Justo. La
escoliosis lo disminuyó pero antes de fallecer recuperó la estatura que
desde muy joven lo había hecho sobresalir en los retratos y en el cine.
Su talla molestaba a los espectadores sentados en la butaca detrás de
la suya:
Señor, disculpe, ¿podría hacerse a un ladito? No me deja ver la película.
III
En secreto, con el pretexto de limpiarlo un poco, la
madre de María Idalia entra en el cuarto que fue y será para siempre de
su hija. La marca en la pared la atrae como un imán al que no puede
resistirse. Se acerca, la toca, suspira, recuerda aquel domingo en que,
desde la puerta, vio a su marido rajar con un clavo el muro contra el
que se apoyaba muy seria, casi marcial, su niña. “Por tomarte tu leche,
creciste. Si comes bien, pronto serás mucho más alta que yo y entonces
vas a ser tú quien me llame chaparrita. Si quieres, puedes
decirme así desde hoy. Esa palabra no me molesta. ¿Por qué te hace
llorar cuando tus compañeros de escuela te la dicen?”
Emocionada por el recuerdo, la madre besa la marca en la pared. Lo
hace con la misma devoción con que besaba la cicatriz que le dejó a
María Idalia su primer recorrido en bicicleta. Se la regaló su padre
para gratificarla por un logro y con la esperanza de que el ejercicio
la fortaleciera.
La marca en la pared –tan pequeña, invisible para todos– le recuerda
a la madre la travesura más frecuente de María Idalia: ponerse sus
zapatos de tacón alto, los buenos, y saltar.
No dejes que mi nieta haga eso. Un día se va a romper un pie.
Ya se lo he dicho, pero no me hace caso.
Pues entones regáñala. Cómo iba a hacerlo, si su hija se veía tan graciosa caminando con las sandalias de plataforma.
El único par de zapatos que estaba fuera del alcance de María Idalia
eran las zapatillas de raso que ella había llevado en su boda. Al fin
madre, soñaba con que su hija las usara en el momento de casarse.
También iba a prestarle la corona de azares y el rosario de brillantes
falsos comprado en las calles de Brasil.
En aquel tiempo, concretamente en aquel domingo, no había ningún
motivo para dudar de que la niña alcanzara la edad adecuada para
convertirse en esposa. Muchas veces, quizá por cierta nostalgia, había
abordado el tema con su hija:
Me casé con tu papá a los 26 años. Presiento que cuando cumplas esa edad también te casarás. Prométeme que aunque tu marido te lleve lejos vas a venir de visita al menos una vez por semana.
Suponer que llegaría el momento de que su hija saliera de la casa
para construir su propio hogar le arrancaba lágrimas. La niña, ajena al
motivo del llanto, aproximaba la carita al rostro de su madre y la veía
con lástima:
¿Te duele algo, mamita?
Nada, nada. No me hagas caso. Y recuerda: no quiero que vuelvas a ponerte mis zapatos. Si te caes puedes lastimarte un piecito o romperte un dedo.
Esos eran los mayores peligros que, según ella, corría su hija de
seis años. Entonces no imaginaba que otro, definitivo e irreparable...
Nunca termina la oración. Se concentra en la marca. Es tan pequeña que
sólo ella y su esposo pueden notarla. Cuando al fin se decidan a
mudarse a otro departamento, los nuevos inquilinos no verán la muesca;
pero si la advierten es seguro que la recubrirán con cemento, la
sepultarán como a María Idalia. 2007-2014. Descanse en paz.
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