Olga Pellicer
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- El 30 de abril, justo antes de que llegara a su fin el
periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, el Ejecutivo
envió un enorme paquete de iniciativas de ley que se derivan de la
reforma constitucional en materia de energía aprobada en diciembre de
2013. La acción de última hora contrastó con el apresuramiento con que
ésta se aprobó; baste recordar que en los Congresos locales se apoyó de
tal manera que no era creíble que hubiesen tenido tiempo de leerla y
analizarla. El apresuramiento se manifiesta de nuevo, particularmente
en algunos medios de comunicación cuyos comentaristas consideran que ha
sido ampliamente debatida y que lo urgente es la aprobación de las
leyes secundarias. Sólo así, consideran, se alentará la llegada de
inversiones extranjeras que darán el impulso necesario a la industria
petrolera y, con ello, al crecimiento económico del país.
Esa
opinión no es generalizada. Por el contrario, para muchos las leyes
secundarias son las que permiten valorar el alcance y características
de una de las reformas constitucionales de mayor trascendencia para la
vida del país. Analizarlas y debatirlas no tiene el objetivo de
obstaculizar y oponerse a la reforma constitucional que ya ha sido
aprobada. Se trata de averiguar cómo se va a implementar la misma y
hasta dónde las leyes secundarias son congruentes con algunos de los
objetivos en los que más se ha insistido, como la transformación de
Pemex en una industria competitiva a nivel internacional, o el uso más
racional de las riquezas del país y el fortalecimiento de la rectoría
del Estado.
Para empezar, es necesario distinguir
entre la mercadotecnia utilizada para la presentación de las leyes y la
necesaria jerarquización de éstas, así como la identificación de sus
aspectos más relevantes. Los voceros oficiales se han empeñado, por una
parte, en prometer crecimiento económico, empleos y reducción en los
precios de gas o electricidad; por la otra, en destacar los aspectos
políticamente más atractivos del paquete legislativo, como son el hecho
de que se cuenta ahora con una Agencia de Seguridad Ambiental, con
disposiciones para el uso de energías alternativas como la geotermia,
con mecanismos para asegurar la transparencia y el fin de la
corrupción, y con un Fondo Petrolero para financiar los rubros que
contribuirán al bienestar de las próximas generaciones.
Falta
desde luego hacer el análisis y constatar, por ejemplo, que las leyes
en materia de energías alternativas nos encaminan hacia su
fortalecimiento. Los primeros comentarios de los expertos señalan una
serie de omisiones que difícilmente permiten afirmar que va en serio la
tarea de convertirlas en sector fundamental del desarrollo energético
del país. Es notorio, entre otros puntos, que la geotermia sólo puede
contribuir tangencialmente a la satisfacción de necesidades energéticas
y que no se menciona la energía nuclear que, en otras partes del mundo,
como Estados Unidos, Japón, China o la India ocupa un lugar relevante.
En
todo caso, a nadie escapa que el meollo de la reforma no son las
energías alternativas, sino todo lo relativo a la exploración y
explotación de los hidrocarburos. Allí se encuentra la riqueza más
importante con que cuenta el país; allí reside la posibilidad de que, a
partir de un nuevo paradigma para su exploración y explotación, México
pueda alcanzar mayor crecimiento económico, resolver cuellos de botella
en su proceso de industrialización y avanzar hacia un desarrollo
tecnológico que hoy está muy por debajo de sus necesidades.
Visto
así, uno de los aspectos más importantes de la nueva ley de
hidrocarburos es el relativo a los órganos reguladores. Sus
atribuciones, composición y forma de trabajo serán definitivas para el
futuro de Pemex, para establecer las áreas de trabajo en el vasto
espacio de aguas profundas y ultraprofundas a las que se espera entrar,
para decidir las actividades a desarrollar en los campos de gas de
lutitas o shale gas, y, sobre todo, para fijar los términos de los
contratos con ese gran actor cuya presencia se espera con grandes
expectativas: la inversión extranjera.
La tarea que se
asigna a los órganos reguladores es enorme; la posibilidad de que la
cumplan de manera independiente, muy pequeña. Existen una serie de
circunstancias que han propiciado la falta de cuadros nacionales con
los conocimientos necesarios para cumplir dichas tareas. La primera de
ellas es la falta de experiencia. Así, México está atrasado en el
conocimiento de tecnologías para trabajar en aguas profundas; no hay
ingenieros especialistas en el ramo. A su vez, por más de 70 años un
solo actor, Pemex, ha dominado el panorama. No es fácil pasar a
dialogar con múltiples actores, sobre todo cuando entre ellos se
encuentran algunas de las compañías internacionales más poderosas en
términos de capital, conocimiento, dominio de tecnologías y
familiaridad con el mundo de los energéticos.
Los
órganos reguladores, para cumplir con su mandato, requieren de un
ejército de asesores privados nacionales y extranjeros. Imposible
imaginarlo de otra manera. El fortalecimiento de la rectoría de Estado
es, pues, relativo; se trata más bien del fortalecimiento de asesorías
en las que, frecuentemente, se entrecruzarán los intereses de los
inversionistas extranjeros con la asesoría que están proporcionando.
Es
necesario, en consecuencia, un periodo de transición para la
capacitación de cuadros nacionales tanto en los aspectos técnicos como
en los jurídicos y de negociación. Esa capacitación debería estar
contemplada en artículos transitorios y ser parte integral de la
responsabilidad de los órganos reguladores. De no hacerse, la rectoría
del Estado mexicano está en entredicho.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario