La Jornada
Hoy termina la Semana de
la Moda masculina en París, hecho que no tendría mayor relevancia
(salvo para quienes se interesan por el tema) de no ser porque en esta
ocasión se atravesó un incidente que tiene que ver con el uso
indiscriminado, por parte de muchas productoras de ropa fashion, de motivos gráficos relacionados con tradiciones culturales y religiosas de algunas comunidades indígenas.
La carta que el pasado 10 de junio envió la secretaria de Cultura de
nuestro país, Alejandra Frausto, a los diseñadores Carolina Herrera
(fundadora de la firma de modas que lleva su nombre) y Wes Gordon
(consultor creativo y sucesor de aquélla en la empresa) reavivó la
discusión sobre los alcances de la llamada
apropiación cultural. Así se denomina al acto de usar objetos, imágenes o símbolos de una cultura que no es la nuestra, en especial cuando a esta cultura no se le da un tratamiento respetuoso.
Sintéticamente descrito, el caso es que una de las más recientes
colecciones de vestidos femeninos de la casa neoyorquina (en Nueva York
vive Carolina Herrera, venezolana de origen), presenta en muchos de sus
diseños elementos gráfico-culturales característicos de tres pueblos
indígenas de México, en lo que la titular de Cultura calificó
precisamente como un
acto de apropiación. El episodio trascendió lo local, y numerosos representantes de compañías internacionales que en algún momento han sido señaladas por usar en sus productos trazos, signos o ilustraciones propios de culturas
exóticas(africanas y asiáticas principalmente, aunque también americanas) salieron a defender sus prácticas. Con variantes, todos ellos argumentan que lo suyo no es apropiación sino
apreciacióny que al reproducir expresiones culturales de poblaciones minoritarias, marginadas o ajenas al sistema de producción
occidental, ayudan a difundir esas expresiones, aun cuando ni un peso de las ganancias que obtienen vendiendo sus productos vaya a parar a dichas poblaciones.
Y es que el factor económico se ha convertido en un aspecto a tener
muy en cuenta en los casos de apropiación. Puede que el apropiador no le
falte el respeto a la cultura de la cual está tomando prestado (en todo
caso la trivializa, al utilizar por ejemplo un ideograma cosmológico en
una prenda de moda); pero lo que sí está haciendo es usufructuar la
inspiración y la creatividad de un pueblo –generalmente carenciente– sin
darle nada a cambio. En otras palabras, se está beneficiando
económicamente de la inventiva y el talento de personas que con toda
probabilidad estarán viviendo dramáticos ciclos de desempleo y pobreza.
Así visto el asunto, la explicación según la cual el apropiador favorece
con su acto a la comunidad de la cual plagió su simbología (o su
música, o su lírica) suena bastante poco convincente.
Delimitar las fronteras de la apropiación cultural no es tarea
sencilla; en cambio, resulta fácil identificar cuándo obedece a una sana
“interpretación de la realidad (…) porque vivimos en un mundo global”
(como dice uno de quienes comentan el caso concreto de Carolina
Herrera), y cuándo es lisa y llanamente un plagio cuyo fin es
aprovecharse del acervo cultural ajeno. Muchos pintores renombrados
(Picasso, Matisse, Rousseau, entre otros) han incorporado en sus obras
motivos africanos sin que a nadie se le ocurra calificarlos de
apropiadores. Pero si un fabricante de carteras, por ejemplo, reproduce
un diseño que copió en una remota población indígena y luego vende sus
productos a 15 o 20 mil euros por unidad, sin darle ni las gracias a los
habitantes de esa población, es evidente que el uso del diseño nada
tuvo que ver con la interculturalidad.
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