8/16/2010

La reforma constitucional del DF

Arnaldo Córdova

El pasado 24 de junio, en un foro organizado por el diputado Agustín Guerrero y el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, Dr. Luis González Placencia, sobre la reforma política del DF, concurrimos y nos diferenciamos Alejandro Encinas, coordinador del grupo parlamentario del PRD en la Cámara de Diputados, y un servidor. En lo general, Encinas y yo estuvimos de acuerdo en lo que es básico: la ciudad Capital de la República debe adquirir definitivamente los derechos que como entidad fundadora del pacto federal le otorga el artículo 43 de la Carta Magna y tener plenos derechos sobre su régimen interior. No coincidimos, empero, en lo que se refiere al problema de hacer del DF un gran Municipio o un Estado dividido en Municipios. Primero lo primero.

El Distrito Federal, donde se asienta la Capital del país, tiene todo para ser considerado una de las primeras entidades de la República (de hecho, por su población es la segunda) e, incluso, la primera, por su potencial económico, por su valor político y porque es el cerebro de la vida cultural. Hasta no hace mucho se decía que había un centralismo no sólo político, sino también económico y cultural. Sólo, precisamente, esa visión centralista del poder político ha hecho que se impida hacer de nuestra Capital una entidad con derechos plenos dentro de la Federación. Se le ha concebido, tradicionalmente, como patrimonio exclusivo del Estado federal y, para ser precisos, del presidente de la República. Eso, a todas luces, no es justo.

Tal y como está hoy nuestra Constitución, resulta terriblemente injusta e incoherente. Mientras su artículo 43 la enumera entre las 32 entidades fundadoras del Pacto Federal, el artículo 44 la priva de sus derechos como tal sólo por ser el asiento de los poderes federales. No hay ninguna razón para ello. Cuando Santa Anna fijó sus límites mucho más allá del centro histórico de la ciudad, más o menos en sus dimensiones actuales (luego Carranza vendría a agregar otras partes) el criterio que privó fue que la ciudad debía ser refugio del poder nacional y preservarlo de cualquier amenaza que pudiera venir del resto de la República. Ese modo de pensar patrimonialista no puede ser el de un país democrático.

Ese criterio que muchos siguen sosteniendo, al estilo de Santa Anna, en primer lugar, los priístas antiguos dueños del poder, se arregla con un sistema de competencias que ponga a cada poder o a cada ejercicio del mismo en su lugar. El que las ciudades capitales de los Estados sean sede de los poderes locales no impide que funcionen como Municipios y que sean gobernadas por sus Ayuntamientos, con la única excepción, que fija la Constitución federal, de que las fuerzas de policía dependen de los gobernadores, cosa que no tiene justificación alguna. Dos o tres poderes pueden convivir en un mismo lugar, todo dependiendo de que se fijen sus respectivas jurisdicciones y competencias y cada poder cuente con sus locales e instalaciones para ejercer sus funciones.

Sólo Santa Anna podía pensar que el presidente está a salvo si se le regala (como decía el maestro Tena Ramírez) como propiedad exclusiva la Capital de la República. Lo que ese modo de ver esconde es el menosprecio por una enorme población (hoy de 9 millones de personas) a la que se considera sierva del dueño del poder, que es el presidente. El asunto es que no tenemos plenos poderes representativos y estamos impedidos, como ciudadanos, de decidir sobre nuestro propio territorio y sobre muchísimos problemas que nos conciernen directamente. Somos una entidad sin plenos poderes ni entera personalidad. Necesitamos reformar la Constitución para hacer del DF una entidad como todas las demás, como un Estado que funge como asiento de los poderes federales.

En todo ello coincidimos Alejandro Encinas y yo. La cosa cambió cuando yo dije, haciendo honor a la idea de convertir al DF en un Estado, que debíamos dividirlo, para su autogobierno y la mejor administración de los asuntos públicos que conciernen directamente a los ciudadanos, en tantos Municipios como fuera necesario. Yo hablé de hacer de cada barrio (no de cada colonia, aunque hay colonias que merecen ser Municipios, sino de los lugares de reunión y de actividad de los ciudadanos; ejemplos típicos: La Merced, Peralvillo, Tepito, La Candelaria) un Municipio. En alguna ocasión, Jorge Legorreta y yo hicimos un recuento de los barrios que se dan como tales y que pueden existir autogobernándose. Él contó 600. ¿Se imagina alguien 600 Municipios en el DF?

Encinas pegó el grito en el cielo y a poco estuvo de calificar mi propuesta como una locura. Cuando le tocó el turno, comenzó a sugerir que yo era totalmente ignaro de la complicadísima ciencia del gobierno del DF. Habló de lo difícil que es proporcionar servicios y seguridad a todas las comunidades integrantes de la Capital. Yo no tenía idea, dijo, de lo que quiere decir lidiar desde el gobierno con los infinitos problemas que se deben enfrentar cotidianamente. Habló también de las pesadas cargas que impone la conurbación con los Municipios del Edomex. Yo sé eso, pero no es el verdadero problema y se lo hice notar.

Cuando platiqué con Legorreta, le pregunté qué problema, de todos los que enfrentan cada día las comunidades, no lo podían resolver sus propios integrantes. ¡Ninguno!, me dijo tajante, sólo dales con qué, los medios para que ellos mismos hagan por sus vidas. Gobernar requiere de una sabiduría muy especial, lo sé. Pero la primera regla de gobierno es que tú no puedes hacerlo todo y debes llevar a los demás a que te ayuden en la tarea. Hasta el viejo Maquiavelo lo sabía muy bien (por cierto, nunca supe que el florentino dijera: Deberíamos estimar al hombre que es liberal, no al hombre que decide serlo y me parece un disparate, por la sencilla razón de que, en sus tiempos, aún no se había inventado el liberalismo y menos todavía al hombre liberal. Tal vez se quiso decir libre).

Nunca podremos ser buenos municipalistas y serios demócratas si no incluimos en la reforma política el tema del autogobierno de las comunidades de todo el país. En el DF, seguir pensando, como lo han hecho nuestros gobernantes perredistas, que es mejor que seamos una alcaldía grandota y pueda gobernarse como tal (idea de la senadora María de los Angeles Moreno), es negar su democratización y, también y sobre todo, su conversión en una entidad con plenos derechos, si no le damos a sus ciudadanos el derecho a elegir plenamente a sus gobernantes, locales y federales, y, ante todo, a autogobernarse. A Encinas se lo dije: desde el gobierno, los perredistas se volvieron priístas, pues piensan que sólo centralizando el poder se puede gobernar a esta gran urbe.

Nuestros gobernantes perredistas lo han hecho muy bien; pero no me gusta que piensen antidemocráticamente. Me gustaron los dos primeros gobiernos elegidos. Me preocupa el de Ebrard, en primer término porque la vieja corrupción priísta ha vuelto, sobre todo, a nivel delegacional. Se volvieron a hacer presentes vicios como la mordida y el influyentismo. Todo deberemos cambiarlo con una auténtica reforma política del DF.

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