Desde una perspectiva histórica y analítica, en el libro Fotografía en la Argentina, que acaba de publicarse, la investigadora da cuenta de las etapas, fotógrafos y artistas desde mediados del siglo XIX hasta el presente |
Lo más interesante que se originó en este cruce no fue la interminable cadena iconográfica de mujeres disfrazadas de hombres o con añadidos fálicos, transposiciones de atributos que no modificaban la concepción binaria de la diferencia de género y que, en vez de desplazar, reforzaban el estereotipo social que asigna la identidad sexual a un destino anatómico. Lo más interesante se originó en aquellas obras que estudiaron la historia de la representación visual occidental como un lugar de reparto desigual de roles. La teoría acerca de la mirada masculina (y su contraparte, la objetualización sexual de la mujer), proveniente de los estudios feministas sobre el cine, fue particularmente influyente. En las obras de esta generación de artistas predominó la asociación entre fotografía y desnudo. La fotografía se convirtió en el medio por excelencia del impulso iconoclasta del arte conceptual, en gran parte por carecer del peso hereditario de la pintura. En este tipo de obras fue involucrada, inversamente, la iconización del cuerpo femenino como evidencia de la más rancia tradición de la historia del arte.
Aunque en la perspectiva de la revolución cultural de los ’60 se otorgó estatuto político a las luchas libradas en el campo de los valores simbólicos, en el arte conceptual argentino –fuertemente politizado entre fines de esa década y comienzos de la siguiente– la incidencia de las cuestiones de género fue inexistente. Con anterioridad a la dictadura de 1976, la única obra que puede mencionarse es el registro de una performance ideada por Carlos Ginzburg en la que una mujer sostiene un cartel con la leyenda: “¿Qué es el arte? Prostitución”, que no tuvo incidencia significativa en el ámbito local.
En el campo cultural de la reapertura democrática de los ’80, el cuerpo se constituyó como eje transversal de expresiones diversas, y la cuestión de género tuvo lugar, por ejemplo, en las experiencias multidisciplinarias de Mitominas. En el radio específico de las artes visuales, la herencia combativa del arte conceptual se manifestó en esa suerte de movimiento artístico de una sola persona que representó Liliana Maresca. En sus fotoperformances, el desnudamiento funcionaba como una operación de cruda denuncia, tanto de los valores morales y culturales (Maresca se entrega todo destino, 1993) como de la violencia de la dictadura militar (Imagen pública–altas esferas, 1993).
En la segunda mitad de los ’90, cuando realmente proliferaron las muestras de mujeres asociadas a cuestiones de género, éstas tendieron a despolitizarse.
Marcela Mouján utilizó la tipología del archivo para construir un árbol de genealogías centrado en ella misma. Trabajó a partir de las fotografías de los documentos de identidad de las mujeres de su familia, reelaborando un sistema público de identificación en clave autorreferencial. Asimismo, en Mamá, mamá, abuela, abuela, yo y yo de vacaciones por fin se apropió del modelo estandarizado de la fotografía de veraneo para sugerir un espacio idílico de convivencia generacional.
El close up y la fragmentación del cuerpo humano fueron estrategias recurrentes de la fotografía moderna entre los años ’20 y los ’50. Marta Ares y Paula Dipierro combinaron esta tradición fotográfica con los procedimientos de instalación modular de ascendencia minimalista. En la exposición A, ante, bajo, cabe..., curada por Jorge Glusberg, Dipierro presentó grillas compuestas por párpados, ombligos, dedos, labios y una serie de fotografías ampliadas de vello púbico, en láminas de resina dispuestas sobre el piso. El acercamiento al cuerpo en la obra de Marta Ares traspasó el límite de la piel, sugiriendo una penetración imaginaria hacia el interior de un organismo habitado por fluidos en movimiento. Así como la cualidad referencial de la fotografía era desplazada por la evocación enigmática de sombras negras y manchas azulinas, la secuencia de imágenes era investida de un discurrir temporal semejante al ritmo ondulante que paralelamente elaboraba la artista en sus videos y a la cadencia poética de los textos que solía incluir en sus trabajos.
Andrea Ostera también trabajó a partir de fragmentos y elementos corporales como uñas, pelos y saliva, pero, en este caso, el procedimiento del fotograma radicalizaba la disyunción entre la función imaginaria de la fotografía (el cuerpo femenino como objeto de representación) y el testimonio de su existencia a través de sus rastros materiales. Las impresiones, ampliadas a gran tamaño, presentan dispersiones azarosas de líneas o manchas blancas sobre fondos negros. La sustancia cobra así más importancia que el control formal de la imagen.
Fabiana Barreda jugó un papel importante en la constitución de un campo de políticas del cuerpo en el arte, particularmente en la fotografía, en la segunda mitad de los ’90, en mayor medida por su incansable labor en la escritura crítica y la curaduría que por el impacto de su obra personal. En 1996 creó un espacio de exhibición de fotografía contemporánea en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Muchos artistas emergentes que más tarde se perfilarían como figuras relevantes dieron allí alguno de sus primeros pasos. Hasta 1998, las muestras colectivas organizadas por Barreda, así como muchas de sus publicaciones, vincularon las cuestiones de género –a través del ejemplo de Michel Foucault– con otros saberes como la medicina, con otros sistemas de signos como la vestimenta y sus respectivos criterios de inclusión y exclusión. A partir de una muestra organizada en septiembre de 1998, la labor curatorial de Barreda se orientó más hacia el tema del espacio urbano, prefigurando un corrimiento que en poco tiempo se haría visible en su obra personal. En el proyecto Hábitat: Reciclables, presentado por primera vez en la galería Gara en agosto de 1999, la artista mostró una serie fotográfica de casitas de juguete armadas con materiales humildes de consumo como vasitos de plástico o sachets de leche. Las referencias al hábitat precario y al reciclaje de basura sin duda indicaban una sensibilidad de la artista hacia los conflictos sociales y económicos que ya manifestaban el fracaso del programa neoliberal a fines de los ’90. Sin embargo, también es evidente que la artista trataba estos temas en una escala doméstica y voluntariamente infantil. Los trabajos posteriores probarían que la madurez de la obra de Fabiana Barreda se fraguó, precisamente, en el vértice indisoluble entre los dos grandes temas que interesaron a los fotógrafos de su generación: las políticas de género y la construcción social del espacio urbano.
Finalmente, en los años 2000, en la obra de Ananké Asseff vuelve a encontrarse aquel tono confrontador que había caracterizado el trabajo de Maresca. Algunas obras que forman parte del Proyecto PB se valen de motivos de violencia sexual para arrojar sospechas éticas sobre la mirada. “Prohibido violar”, dice una leyenda que la artista sostiene frente a la cámara. Si algo se me prohíbe, dijo Baruch Spinoza con provocativo sentido común, es porque puedo hacerlo. La prohibición hace ingresar la amenaza de violación dentro de la escena. A la par que el personaje ensaya de ese modo, bajo la forma de un enunciado moral, una coraza protectora, se ofrece a la mirada bajo las reglas de la más absoluta disponibilidad (escala real, frontalidad). Desafiante y vulnerable, la figura femenina proyecta su ambigüedad hacia el espectador. En la escena inicial del video titulado Contemplación, la artista está de espaldas, en su mundo, en comunión con el paisaje idílico que la rodea.
* Investigadora y curadora independiente. Docente universitaria. El artículo publicado forma parte del libro Fotografía en la Argentina 1840-2010, de Valeria González; Ediciones Arte x arte de la Fundación Alfonso y Luz Castillo; 208 páginas.
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