en el juego perverso de los criminalesy las caracterizó como
utilizadaspor
los grupos delictivos (que) tratan de manchar el prestigio y buen nombre de las instituciones. En coincidencia, el mismo día, el subsecretario Enlace Legislativo de Gobernación, Rubén Fernández, negó que el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas en el contexto de la estrategia en curso contra la delincuencia requiera de una comisión de la verdad porque, a su juicio,
tenemos instituciones que procuran la verdad.
Ambas declaraciones configuran una preocupante actitud gubernamental de rechazo a mecanismos de fiscalización social de los abusos gubernamentales y de protección a los derechos humanos que resultan, en circunstancias como las que padece actualmente el país, indispensables, y reafirman el escaso o nulo interés del Ejecutivo federal por el respeto a las garantías individuales.
En lo inmediato, las afirmaciones del almirante Saynez Mendoza llevaron a diversas organizaciones de derechos humanos a retirarse de la mesa de trabajo sobre seguridad que mantenían con la Secretaría de Gobernación, en vista de la falta de disposición oficial a entender la labor de tales grupos.
No era para menos. Fuera del gobierno federal, nadie ignora que la política calderonista de seguridad pública y combate al narcotráfico no ha logrado acercarse a sus objetivos pero, en cambio, ha multiplicado la violencia y las violaciones a los derechos humanos por parte de las corporaciones policiales de todos los niveles y por las fuerzas armadas. Como ejemplo de ello, la propia dependencia que encabeza Saynez Mendoza carga con señalamientos, documentados por Amnistía Internacional y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, por la muerte de civiles, desapariciones forzadas, torturas y uso excesivo de la fuerza.
Ciertamente, como lo dijo el martes el titular de la Secretaría de Marina no se requiere violar la ley para hacerla cumplir
, pero hay datos contundentes que indican la falta de capacidad o de voluntad de las corporaciones gubernamentales para ceñirse a ese precepto; por el contrario, la instauración de la guerra que el Ejecutivo federal libra actualmente se ha traducido en una proliferación de atropellos y abusos contra la población en general, agravando con ello el patrón que ha caracterizado al gobierno mexicano desde administraciones anteriores. Recuérdese, al respecto, la barbarie policial exhibida en tiempos de Vicente Fox en los conflictos sociales de Lázaro Cárdenas, Oaxaca y San Salvador Atenco; las masacres campesinas perpetradas durante el sexenio de Ernesto Zedillo y los abundantes asesinatos políticos –de opositores, en su gran mayoría– que caracterizaron al gobierno de Carlos Salinas de Gortari.
En la presente administración los abusos gubernamentales y la impunidad subsecuente han alcanzado grados sin precedente, y ello hace especialmente necesario el trabajo de organizaciones, movimientos y activistas dedicados a promover el respeto a los derechos humanos y a denunciar las violaciones a éstos. En tal circunstancia, es inaceptable que se pretenda descalificar y hasta criminalizar, desde el poder público, a tales instancias humanitarias y sociales, con el pretexto de que le hacen el juego a la delincuencia, porque de eso a la abierta persecución hay muy poca distancia. Si existe un solo caso en el que se presuma la colusión de un grupo de derechos humanos con la delincuencia, el deber del gobierno es denunciar tal presunción y fincar los cargos que correspondan ante un juez o tribunal. Pero deslizar la sospecha sobre el conjunto de los actores sociales comprometidos con la vigencia de las garantías individuales hace pensar en un poder que busca ampliar sus márgenes de impunidad, como lo hicieron, en décadas pasadas en América Latina, las dictaduras militares, las cuales caracterizaron como enemigos no sólo a sus opositores y detractores políticos, sino también a quienes denunciaban las violaciones a los derechos humanos.
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