El horario les parece muy adecuado y el sueldo justo. Su entusiasmo disminuye conforme voy poniéndolas al tanto de sus futuras obligaciones. Acaban por decirme que no, que muchas gracias y al fin me expresan su admiración por tener tanta paciencia con una anciana. Su rechazo me desilusiona, pero al mismo tiempo me provoca alivio y secreta alegría. Digo que es por mi patrona, pero sé que también es por mí.
He trabajado nueve años junto a Elvira. No puedo imaginar mi vida sin pasarme la mayor parte del día en esta casa donde abundan los relojes, los muebles despiden olor a naftalina y las duelas de los pisos gimen bajo las alfombras pidiendo a gritos una reparación.
Cuando llegué aquí le propuse a Elvira que llamáramos a un carpintero. Dijo que no. El hombre podía darse cuenta de que vive sola y aprovecharse para volver y asaltarla. Insistí hasta que ella me reveló la verdadera causa de su negativa: Elvira sufre de insomnio y aborrece las pastillas para dormir. Por las noches, cuando se cansa de leer o se fastidia con la tele, se levanta y camina por toda la casa.
El gemido de las duelas la acompaña y le permite llevar la cuenta de sus pasos en la oscuridad. Luego anota el número en un cuaderno y lo compara con el anterior para medir su resistencia. Esa es apenas una de sus manías. Me parece extraña, pero no me afecta. En cambio su obsesión por la puntualidad…
II
Repercutiría menos sobre mí si Elvira fuese una persona menos activa. No para. Dice que quiere estar viva hasta el día de su muerte y hacer todo lo que le permitan sus 84 años. Se impone obligaciones y las cumple como si un ser superior e implacable estuviera vigilándola para evitar que falle.
Celebro que Elvira sea una persona tan vigorosa, lástima que su obsesión por la puntualidad me cause tantas fatigas. Adonde vayamos, quiere salir a la hora en que se lo propuso, ni un minuto antes ni uno después. La mínima demora la altera, le provoca una sensación de fracaso y de que está perdiendo fuerzas. Acaba por deprimirse.
Por fortuna desde hace algún tiempo encontré una manera de evitarle esas contrariedades. Cuando tenemos proyectada una salida y me doy cuenta de que se nos está haciendo tarde, corro de un lado a otro y altero las manecillas de los relojes de modo que todos marquen la hora en que Elvira decidió que iríamos al banco, a las compras, al salón de belleza, al doctor o a la parroquia.
Lograr que todos los relojes coincidan me desgasta. No es fácil mover el minutero sin que mi patrona se dé cuenta de que le hago trampa. Además este aspecto de mi trabajo tiene sus riesgos.
El otro día me caí de la silla adonde tengo que subirme para alcanzar el cucú que está colgado en la sala. Elvira me encontró en el suelo, retorciéndome de dolor, y me dijo: ¿Ya ves lo que te sucede por andar con tus prisas?
Los días en que salimos acabo exhausta, pero también contenta. Me gusta ver a Elvira satisfecha ante sí misma por conservar el rango de persona puntual, aun cuando nadie esté esperándola en ninguna parte.
Tener que soportar esta manía de Elvira es lo que más desanima a mis conocidas cuando les propongo que me sustituyan en el trabajo. No entienden la obsesión de mi patrona y la toman como señal de locura. Yo la considero parte de la lucha que Elvira sostiene en todo momento para no sentir que la vida va dejándola atrás.
III
Hay tardes en que salimos a la calle sin rumbo, pero eso sí, a las cuatro en punto. Las casas ejercen sobre Elvira un efecto muy especial. Si pasamos frente a alguna que le llame la atención se pone a imaginarse cómo será el interior, qué habrá en los cuartos, qué estilo tendrán los muebles y sobre todo cómo actuarán las personas que las habitan.
Eso no es todo. Luego quiere saber si sus adivinaciones fueron exactas y busca la forma de comprobarlo. Para eso nada más tiene un recurso: entrar en las casas. Busca la oportunidad de hacerlo con una audacia que me deja fría.
Segura de que una anciana como ella no despierta sospechas, toca a la puerta. En cuanto le abren hace toda clase de preguntas: si rentan cuartos amueblados, si no les interesaría inscribirse en unas clases de catecismo, si no quieren comprar un cachorrito o si de casualidad vive allí la señorita Elvira López –es su nombre de soltera–, que tiene tales señas. Añade que en Puebla (o en cualquier otra parte de donde se le ocurre que venimos) nos dijeron que en esa dirección podríamos localizarla.
Mientras lleva a cabo el interrogatorio estira el cuello y mira hacia el interior. Cuando es parecido al que ella imaginó, los ojos le brillan como si hubiera vuelto a un sitio conocido.
La primera vez que escuché a Elvira utilizar su propio nombre para satisfacer su curiosidad le pregunté por qué lo hacía. Su respuesta me hizo ver el tamaño de su soledad: Para hacerme las ilusiones de que a alguien en el mundo le importo y me está buscando
. Entonces supe que iba a permanecer mucho tiempo trabajando con ella.
IV
Elvira conserva las agendas que le han regalado en el banco durante años, a principios de enero. Las tiene ordenadas de l979 a la fecha. Cuando las bajamos para sacudirlas veo que las hojas están llenas de manchas que debieron ser anotaciones. Las palabras se volvieron ilegibles a raíz de una inundación.
Elvira no lo lamenta. Lo toma con humor y se alegra de que hayan sido las agendas, y no ella, quienes perdieron la memoria. Para demostrármelo se pone a contarme lo que hizo en tal o cual fecha. Tal vez nada de lo que me dice sea verdad, pero me lo describe en tal forma que termino por creerle y ansiosa de saber más acerca de esa vida inventada.
Cosa muy distinta sucede con los directorios. Elvira tiene cuatro. Están en perfecto estado y en todos pueden leerse nombres, direcciones y números de teléfono. Lo malo es que pertenecen a personas que ya no viven o hace muchos años se fueron de México. Elvira lo sabe y sin embargo varias veces la he descubierto consultando el directorio y marcando los números de sus hermanos, primos, tíos, amigos. “Es un juego –me aclara–; no estoy loca”.
Si oye una voz desconocida se disculpa y cuelga. Si le responde una grabadora deja sus datos y la atenta súplica de que le devuelvan la llamada. Si no obtiene ninguna respuesta me dice: Habrán salido. Al rato llamo
.
Lo hace y, como es de esperarse, ocurre lo mismo. Entonces, para sostener su juego –o su ilusión, ya no lo sé–, me pide que marque yo. Le doy gusto aunque las dos sepamos que del otro lado de la línea ya no hay nadie que pueda contestarle y que sepa quién es Elvira.
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