Ricardo Raphael
Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública p...Más de Ricardo Raphael10 de octubre de 20113,480 lecturas
La realidad del presente suele distorsionar la visión que tenemos sobre los escenarios por venir. Acaso por ello es que los dogmas nos enceguecen y complicamos tanto las soluciones. Entre las varias enseñanzas que Steve Jobs heredó a nuestra generación probablemente ésta sea la más importante.
El hombre que en 1975 fundara Macintosh en el garaje de la casa de sus padres, junto con Steve Wozniak, tuvo esa extrañísima habilidad de traer trazos del futuro hacia el territorio del presente. Su fallecimiento ha provocado gran cantidad de reflexión y es que, más allá de su extraordinaria experiencia vital, Jobs tuvo el genuino talento del visionario, un bien escaso en nuestra era.
Solía decir que solo la simplicidad es capaz de iluminar el espíritu. Con esta premisa construyó una de las empresas más impresionantes en la historia de la tecnología. No se dedicó sólo a fabricar programas y computadoras, inventó productos cuyos consumidores asumen hoy como una extensión íntima de su personalidad. Supo armonizar la ingeniería y la ciencia con las necesidades de arte y belleza que, a pesar de todo, los seres humanos tratamos de rescatar cotidianamente.
Tal vez el discurso más famoso de este personaje fue el que pronunció, en junio de 2005, para los recién graduados de la Universidad de Stanford. Ahí advirtió que “la muerte era el mejor invento de la vida”, porque se trata del principal agente de cambio para retirar lo que envejece y frena a lo nuevo.
Aquella sentencia la pronunció justo después de haberse salvado del primer embate que el cáncer cometió contra su salud. En Stanford estaba Jobs convencido de que sobreviviría, al menos por dos o tres décadas más. Se equivocó y, sin embargo, su argumento se sostiene: la amenaza de perder la existencia simplifica las elecciones y afina nuestra comprensión del porvenir.
El oficio del empresario no despierta hoy demasiado entusiasmo entre los más jóvenes. Basta con escuchar los discursos del movimiento de los Indignados para constatar el hecho. Pero el caso de Steve Jobs fue distinto. Su confianza en el futuro y su capacidad para imaginar escenarios insospechados le conectaron fuertemente con la siguiente generación.
Acaso se debe a que fue un hombre más preocupado por inventar que por producir riqueza económica. No disfrutaba tanto competir en los mercados establecidos como crear y recrear nuevos mercados. Fue por esta razón que al final acumuló una fortuna sorprendente.
Mac terminó siendo pariente cercano de Ford, la industria automotriz que primero construyó su comunidad de consumidores para luego asegurar lealtad ofreciendo productos capaces de rebasar las expectativas.
En el discurso de Stanford pidió a los estudiantes que evitaran vivir atrapados por el pensamiento de los otros, que encontraran el coraje requerido para perseguir la intuición propia, que rompieran con las verdades y los credos incuestionados.
Su tino para escaparse del lugar común y “pensar diferente” es y seguirá siendo caso de estudio para las escuelas de negocios. Gracias a él se transformaron los mercados de la computación, el cine, la telefonía, la televisión, la comunicación y la música. Pudo mirar a tiempo las olas de reinvención tecnológica a las que su compañía debía subirse. Las películas de Pixar, la amabilidad del iPhone, la versatilidad del iPod, la accesibilidad de iTunes son, entre muchas otras, aportaciones de una ciudad virtual que aún no se esbozaba cuando el visionario instaló sus primeras oficinas en Cupertino, California.
Este empresario fue dado en adopción a unos padres que no tenían grandes recursos económicos. Estudió solamente seis meses de licenciatura y luego decidió que no iba a gastarse los ahorros de la familia en una formación que le dejaba poco. Fundó una empresa de la que fue corrido y a los 30 años tuvo que empezar de nuevo.
Su posterior éxito en NeXT y en Pixar le devolvieron la oportunidad para conducir los destinos de Macintosh. En sólo tres lustros hizo que esa moribunda empresa se convirtiera en el fenómeno que hoy lo inmortaliza. La única barrera que no pudo librar fue la del cáncer y, sin embargo, hizo de ella un motor de cambio y no un pretexto para la inmovilidad.
Este hombre murió la misma semana en que EL UNIVERSAL cumplió 95 años de existir. La coincidencia permite recordar las palabras que Juan Francisco Ealy Ortiz pronunció en la celebración de este aniversario: “En nuestra organización editorial […] no sabemos de conformismos, ni estamos de acuerdo con la prédica de conservar lo que ya no funciona. El talento, la pasión y los sueños de quienes han conversado con el país durante casi un siglo en las páginas de EL UNIVERSAL constituyen nuestro argumento suficiente para la esperanza”.
Twitter: @ricardomraphaelAnalista político
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