Oaxaca es tierra de gente que no se deja. Y Mari pertenece a esta estirpe que un día se dio cuenta de su condición de mujeres, indígenas, pobres y marginadas, y decidió dar un paso para rozar la utopía de la igualdad. Tiene 66 años y ahora está orgullosa de haber creado Mujeres Artesanas de las Regiones de Oaxaca, un grupo que en la tienda MARO expende sus fabulosas creaciones a precios justos y no de hambre. Hace 18 años que no vende un sólo par de huaraches en el mercado, donde se los compraban por una bicoca. Ella, que conoce bien cómo se vive en la miseria, está orgullosa de que sus dos hijos tengan una carrera universitaria, y de que algunas familias de artesanos tengan un medio, por modesto que sea, para darle de comer a sus hijos.
Dice que se crió con el olor de la piel.
Sus abuelos, y después sus padres, eran artesanos talabarteros en aquella época en que aquello era una peste tremenda, pues se arrojaban enormes pedazos de cuero en las tinas para curtir.
Hoy todo ha cambiado. Los procesos químicos a los que se somete la materia prima han acabado con ese olor nauseabundo que ella recuerda tan bien. Esta mujer morena, bajita, dice que hoy sólo hay dos o tres curtidurías en toda la ciudad de Oaxaca en donde se trabaja como antes.
Pero eso no es lo único que ha cambiado en la vida de Mari. Puede decir con orgullo que tiene 18 años sin vender un sólo par de huaraches en el mercado. Toda una conquista, ya que la última vez que lo hizo, le querían comprar a ocho pesos el par de sandalias que ella había estimado en 22.
Lo recuerda muy bien: el calor de 39 grados, el coraje, la impotencia. La misma imagen de su mamá, años atrás, en una situación igual de humillante: “A mi mamá la tenían sentadita en medio de la calle, esperando por horas. Y cuando por fin la atendían, resulta que de su mercancía, que valía mil pesos, le daban 200”.
Fue entonces que Mari decidió que no podía más.
II.A mediados de los ochenta, al lado de su esposo Carlos, “un hombre bueno, un hombre noble”, se lanzaba a la feria Oaxaca en México que se montaba en el viejo Auditorio Nacional.
Entre los dos llevaban a un grupo de 20, 25 artesanos, ya no sólo talabarteros, también textileros, los del barro negro, los que trabajaban la hoja de lata. “Íbamos en el metro: mi esposo en el vagón de adelante y yo en el de hasta atrás, para que no se nos perdiera nadie, para que no se nos quedara nadie. Y les decíamos: si te saca la bola de gente en una parada, no te preocupes, me esperas ahí y yo me regreso por ti”.
La emoción desborda el recuerdo, las palabras, los ojos: “Vendíamos todo. Regresábamos con nuestras cajas vacías”.
Pero la buena época no duró mucho. “Siempre hay vivos que se quieren aprovechar”. Se empezaron a llevar los jabones, el shampoo, las toallas, hasta las sábanas de los hoteles”. Mari suspira. “Ya no nos volvieron a invitar”.
La rapiña de los que “no han tenido nada y de pronto tienen todo, aunque sea por un ratito”, como los describe Mari, coincidió con que los afanes modernizadores de la era salinista tocaron también al Auditorio Nacional. En 1989 cerró sus puertas al público para iniciar una remodelación. Ya no había lugar para los artesanos.
En la ciudad de Oaxaca, el panorama pintaba igualito que antes: vender cuando se pudiera, como se pudiera. Aceptar que los intermediarios les pagaran a precios de miseria sus productos, o bien a andar caminando en esas calles que parece que se llenan de fuego en la época de calor, o en donde de pronto, una tormenta no anunciada puede acabar echando a perder la mercancía. O en donde un inspector, o hasta un simple policía, te puede quitar tus cosas porque no tienes permiso para vender en la vía pública, o simplemente porque se le da la gana.
Después de haber organizado a tanta gente; después de andar de feria en feria, a Mari no le cabía en la cabeza ni en el cuerpo que ése fuera su único horizonte.
III.Mari dice, con orgullo, que nada más estudió hasta la secundaria abierta, pero que “el de arriba” le dio un don: ser una líder natural. La mayor de 14 hermanos, está acostumbrada a guiar a los demás; se le da de manera espontánea. Aunque, paradójicamente, cuando no ha entrado en confianza es mujer de pocas palabras. “Siempre he sido callada, pues”.
Ya sabía que era capaz de convencer a la gente para que hiciera lo que ella quería, pero sabía, también, que necesitaban un lugar fijo para vender. Y eso no se podía hacer sin dinero.
Un día, una señora le platicó que “los del gobierno” la podían ayudar. Que reuniera un grupo de ocho a 10 artesanas, mujeres todas, eso sí, y fueran a pedir un préstamo.
A principios de 1992 agonizaba el sexenio del gobernador Heladio Ramírez y con éste, el programa AMO, o sea Apoyo a la Mujer Oaxaqueña, que entregaba créditos a la palabra a mujeres organizadas con alguna propuesta de trabajo, ya fuera artesanal o de manufactura de ropa para hospitales o uniformes para escuelas o fábricas. No pedían propiedades o aval como condición para entregar el dinero.
Por supuesto que estas iniciativas no eran resultado de la bondad del gobernador, ni mucho menos de su conciencia de género. En la investigación La organización política, las mujeres y el Estado: el caso Oaxaca, Margarita Dalton enumera los movimientos sociales y feministas de finales de los setenta que sirvieron como antecedente para estas políticas públicas, que de alguna manera sirven de control social: el Frente Nacional de Lucha por los Derechos de la Mujer, el grupo de estudios Rosario Castellanos, la Unión de Mujeres Yalaltecas o las del Itsmo de Tehuantepec.
Oaxaca es tierra de gente que no se deja. Y Mari pertenece a esta estirpe que un día se dio cuenta de su condición de mujeres, indígenas, pobres y marginadas, y decidió dar un paso para rozar la utopía de la igualdad.
Ese año, 1992, con un grupo de ocho personas, consiguió un crédito a la palabra por 50 millones de pesos, o sea, 50 mil de los de ahora. Con ese dinero compraron suficiente materia prima para elaborar sus productos, pues de la venta solo salía para medio sobrevivir, dice Mari: “para comprar frijoles”.
Además, les prestaron un local en la calle de Morelos. Ahí, en lo que sería su primera tienda, Mari y su familia de talabarteros se reencontraron con los que trabajaban otro tipo de artesanías. Vendían barro negro, barro natural, textiles, hamacas, figuras de latón y de cobre, chocolate, chapulines, café.
Pero en este país en donde todo se reduce a la duración de un sexenio, una vez que terminó el periodo de Heladio Ramírez, comenzó la procesión: esta vez, a un lugar en las calles de García Vigil e Independencia.
IV. Como una dádiva extra, en esta nueva tienda las artesanas no tenían que pagar renta: el gobierno había cubierto tres meses por adelantado.
“Pero el gusto nos duró poco”, recuerda Mari. Los enjuagues entre funcionarios, en los que por supuesto ellas no tuvieron voz ni voto, resultaron en un nuevo traslado, esta vez, a un espacio de cuatro habitaciones en una casa ubicada en la calle de 5 de mayo. “Estábamos en el centro; nos traen para acá y era para nosotros la muerte”.
Además, para el 95 ya tendrían que pagar renta. La generosidad también dura lo que un sexenio. Y no todos se lo tomaron bien: “Como artesanos estamos acostumbrados a que papá gobierno nos de todo”. Mari recuerda que el último día de diciembre de 1994, 15 de los 30 líderes de artesanos que se les habían ido uniendo en el camino, hombres y mujeres, se fueron. Y entonces, las palabras de su esposo le retumbaron en los oídos: “Estás loca, María Aurora. No te metas en broncas. Los artesanos no te van a responder”.
“Los dejamos ir. A nadie se le rogó para se quedara. Una vez que sales de aquí ya no hay vuelta de hoja”, dice Mari.
El asunto de pagar renta no iba a ser cosa fácil, y aún así, la dueña de la casa se las puso todavía más canija: o la alquilaban toda por 16 mil pesos al mes o desocupaban las cuatro habitaciones que ahora rentaban por cuatro mil 500.
“Me paré en medio del patio, la vi toda grandísima, enorme. Así que me la recorrí toda, cuarto por cuarto, y los fui contando. Conté 32 en total. Entonces pensé: si conseguimos a 32 familias que quieran ocupar, cada una, un cuarto para exponer su mercancía, solo nos tocaría de a 500 pesos a cada quien… Y me di cuenta de que sí se podía”.
V. La casa que hoy alberga la tienda de MARO tiene dos pisos, un amplio patio central y un pasillo que lleva a más habitaciones. La fachada está pintada de un amarillo que brilla sin un atisbo de pudor con el sol a plomo de los medios días y las tardes oaxaqueñas. Siete balcones de piedra gris asoman al número 204 de la calle 5 de mayo. Del lado derecho de la amplia puerta de entrada hay una placa de madera con el nombre de la asociación civil en letras negras con iniciales azules.
Al entrar, lo primero que se agradece es el fresco, aunque sea efímero y sutil, que regala la ligera corriente de aire que recorre ese pasillo, de donde cuelgan los huipiles de tantos tonos y estilos como regiones de donde provienen. Los triquis de San Andrés Chicahuaxtla, en la región Mixteca, de lana muy gruesa y en los que predominan los rojos. Según Mari, “si lo abres parece una mariposa”. O los mijes, en donde el rojo se intercala en bordados muy finos con el blanco, y que se usan con enredo, “aunque ya casi nadie quiere usar enredo. Prefieren la falda porque es más fácil; se mete y ya”. El azul se combina a la perfección con el rosa mexicano y el blanco, y destacan los bordados sobre cuadrillé en los huipiles de Huautla de Jiménez, en la región de la Cañada. En cambio, los del Papaloapan se distinguen por los hilos de brillantes colores que forman aves y vegetación exuberante en un fondo negro.
A partir de aquí el visitante tiene dos opciones: la primera es caminar a la derecha y entrar a la primera habitación, en donde encontrará más textiles: más huipiles, enredos, faldas, chocolate, chapulines, mole y algunas miniaturas de hoja de lata, pintadas también de más colores de los que uno creería que podían existir.
O bien, seguir derecho y encontrarse con un enorme patio central, a la derecha del cual hay más habitaciones en las que se exhiben y venden juguetes de madera, bolsas y huaraches de piel, barro negro, barro natural, barro verde vidriado, manteles y más piezas de hoja de lata.
Una vez más hay dos opciones: el cliente potencial o el simple curioso puede seguir derecho, al fondo de este patio, en el que se convierte en otro pasillo del que cuelgan hamacas de distintos tipos y materiales, además de bolsas de material sintético. Llama la atención porque esto es prácticamente lo único artificial que se encuentra en la tienda.
Pero también se puede optar por no seguir adelante sino hacia arriba, y subir las escaleras que conducen al segundo piso, en donde hay miniaturas de barro y madera de Chiapas y del Estado de México, así como monederos hechos con retazos de rebozos de Guatemala y bordado oaxaqueño, “porque hemos ido a aceptando a artesanos de todo el país, y hasta de más allá, ya no sólo del estado”, así como un pequeño taller de serigrafía y una habitación exclusiva para textiles de Teotitlán del Valle, en donde la familia Ruiz es conocida por cultivar la grana cochinilla y utilizarla, entre otros colorantes naturales, para teñir sus textiles.
VI. “Este negocio ha sido de fe. Todo es siempre en el nombre de Dios, y lo que tú dispongas, señor”. Dice Mari, mientras que al fondo se escucha, bajito, una oración. Es el sitio web www.mariavision.com, México guadalupano, en la computadora de escritorio que se encuentra al lado opuesto de la caja registradora, detrás de una vitrina, en donde Mari se sienta a esperar a los clientes o bien, a los artesanos que le traen más mercancía, siempre a consignación. “Se les da un recibo sellado y firmado por el número de piezas que dejan los que no tienen un espacio fijo aquí, y a fin de quincena vienen a ver cómo les fue, qué se les vendió”.
Pero a veces es difícil tener fe.
Mari hace esfuerzos para que no se le quiebre la voz: “Tengo dos hijos varones. Cuando tenían ocho y nueve años de edad los abandoné por andar en esto”. Y después de una pausa que parece eterna, agrega que “Carlos, mi esposo, los atendía de todo a todo: les daba de comer, hacía la tarea con ellos, los preparaba para dormir. Yo llegaba tarde todos los días y de mal humor por lo que había tenido que soportar en el día. Estaba pero no estaba”.
Muchos años años después, cuando su hijo mayor se preparaba para mudarse a Monterrey, en donde había conseguido un buen trabajo en su área (“es Ingeniero en Redes de Comunicación”, dice Mari con orgullo), se encontró con una carta que él había escrito de niño. Estaba cargada de reproches para su madre: “Nunca estás. Nos abandonas cuando más te necesitamos, y todo por esos pinches artesanos”. Mari recuerda esas palabras que, leídas casi 15 años después de haber sido escritas, aún le rompieron el corazón.
“Pero valió la pena”, dice, con firmeza. Ella, que conoce bien cómo se vive en la miseria, está orgullosa de que sus dos hijos tengan una carrera universitaria, y de que algunas familias de artesanos tengan un medio, por modesto que sea, para darle de comer a sus hijos.
VII. No. No ha sido fácil tener fe.
No cuando el alcoholismo acaba con familias enteras de artesanos. “Están mal repartidas las cosas en el mundo. Hay unos que tienen mucho y otros que, por más que se esfuerzan, nomás no. Por eso los señores se dan a la tomadera. Se decepcionan. Se desesperan. Es algo que se repite seguido aquí”.
Y cuando se beben el dinero que era para comprar más materia prima ya no hay nada más que hacer.
“Yo conozco la necesidad del artesano”. Y Mari recuerda su propia infancia: “Éramos 14. Con mis papás, 16. Imagínese usted la mesa, larga, larga. 16 bolillos o 16 tortillas… ¿Y a poco cree que teníamos con eso?”.
También es difícil tener fe cuando el turismo poco a poco ha dejado de preferir Oaxaca.
Con el ojo que le ha dado 18 años en el negocio, esta artesana y empresaria está segura de que sabe por qué: “Con los problemas que hubo aquí en el 2006, a la gente le empezó a dar miedo venir. Preferían ir a otro lado, en donde no hubiera barricadas a mitad de la calle, incendios de carros, bloqueos y marchas. Y luego nos pasó lo de Mexicana, que tenía muchos vuelos a Oaxaca. Traía mucho turismo para acá. Y de pronto, nada”.
Pero pese a todo, las tiendas de artesanías han proliferado en los últimos años en el centro de la ciudad. Casi en cada calle se pueden encontrar hasta dos locales establecidos, y eso sin contar con la gente que, como Mari en sus inicios, exhibe su mercancía en la banqueta, intentando competir por los dólares de los turistas norteamericanos o europeos que todavía visitan Oaxaca. “Pero no nos preocupamos: el sol alumbra para todos, y a cada uno le va a dar lo que le corresponde”.
La competencia crece, y a pesar de las dificultades económicas, Mari y sus socias no están dispuestas a sacrificar la tradición por el gusto estándar, del turista promedio, cada vez más estilizado. “Está en riesgo de perderse la tradición, la costumbre. Por ejemplo, los huipiles. Imagínese, las norteamericanas o las europeas… Tendríamos que invertir mucho dinero para adecuar las tallas: del cuerpo de bolita que tenemos nosotros, al cuerpo de Barbie que tienen ellas”.
Están ésas, las que se quejan de que los huipiles son muy grandes y no les quedan bien, hasta las que dicen que los enredos son, como bien indica su nombre, una complicación para ponerse.
Y no falta los que regatean hasta por un peso:
“Si se tentaran el corazón esas personas que se hospedan y pagan 2 mil pesos por noche y se les hace cara una figurita de hoja de lata que cuesta cinco pesos”.
A pesar de todo, Mari y sus compañeras artesanas, como Esperanza, que ríe, traviesa, con el comentario del “cuerpo de bolita”, siguen abriendo su tienda día a día, aceptando mercancía a consignación, haciendo cuentas y esperando que regrese el turismo, que les compre y que les alcance para pagar la renta y poder invertir un poco más en materia prima para sus trabajos, verdaderas obras de arte, ingenio y amor.
Como todo en su vida.
Aquí en Oaxaca, en donde viven todos los colores y todos los sabores del mundo.
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