El 11 de diciembre de 2006 no pensó con esa sistematización. Lo único que estaba en su mente era desatar una ola de violencia para acabar
con el narco, configurarse como el soberano y así legitimarse. Pero por una metástasis no calculada, su guerra se propagó con una difusión de crimen organizado, gran criminalidad común y microcrimen.
¿Sabe usted que la extorsión, el homicidio, el secuestro y el robo han crecido en cinco años más de 300 por ciento en su conjunto y que se dan en todos los rincones y niveles socioeconómicos de la nación? ¡Es ingrato reconocer una sociedad en vías de criminalizarse, o sea, la producción social del ser criminal! ¿Se calculó este efecto de antiética?
Sin respaldo político y moral de su sociedad toda guerra saldrá mal. Vale decir que una decisión por la guerra necesariamente representa la crisis de la política y de la moral, esa crisis debe ser reconocida por el dirigente, de otro modo su guerra carece de legitimidad. La insistencia de este gobierno en lo impolítico y en la inmoralidad lo mina, lo destruye, como minado y destruido históricamente está Calderón.
Comenzó una guerra con un arranque absolutista. Nunca pensó en la trascendencia política y ética de ese hecho. Pensó que cosecharía el aplauso popular. No calculó que en las guerras que provocan los estados afloran los cuestionamientos sobre su sustento político y ético para demostrar cuán difícilmente una iniciativa bélica como la suya, iniciada sin horizontes, puede justificarse desde el derecho natural, fuente de toda política y toda moral. Sencillamente no hubo un discernimiento de sensatez sobre las consecuencias.
En su estructura más profunda, toda ética política se identifica con su propia esencia, que exige actuar siempre bien, velando por la prosperidad universal y rechazando todo personalismo. Ninguna razón objetiva puede contradecir este principio. En la justificación de Calderón para defender la licitud de su guerra se implica, sin especificarlo, el falaz argumento de que el fin justifica los medios, para burlar así los escollos de la honestidad.
Acepta la perversión intrínseca de la violencia para conseguir, según él, una paz final. Mesiánicamente insiste en que el bien posible sobre el mal empleado ofrecerá al final un resultado gratificante que justificará todo reclamo ético por cada una de las muertes, desapariciones forzadas, secuestros, destrucciones de bienes y demás violaciones a derechos humanos.
Una conciencia ética nunca podrá aprobar la violencia sin contradecir los fundamentos más profundos del bien. La justificación de la guerra no puede confundir dos juicios distintos: 1. El de la legítima defensa de la propia vida, la que de manera ampliada sería la de la sociedad (Montesquieu) y 2. El de la defensa de los intereses personales, que fue la motivación de Calderón. Sólo lo primero tendría como fundamento al derecho natural que permite la defensa de la vida aun mediante la guerra, ante una amenaza real al derecho a conservarla, en este caso como bien social. No se obró así, fue un acto de beneficio personal.
Sobre la base de este principio, Calderón está intentando construir el concepto de guerra justa, que pretende ser aceptado sobre el fundamento moral de la legítima defensa. Pero se engaña solo, ello hubiera exigido:
1. Que el peligro vital hubiera sido real e inminente,
2. Que viniera de una agresión originada previamente por la criminalidad,
3. Que la violencia fuera inevitable por ningún otro medio y
4. Que los medios empleados en favor del Estado no hubieran sido superiores al daño causado por el presunto enemigo. Cincuenta mil muertos no admiten discusión. El daño a las Fuerzas Armadas es otro tema a heredar.
Estos prerrequisitos no se dieron y de ahí que, en la historia, el presidente Calderón esté condenado.
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